“¿Saben lo que es dormir en un galpón de chapa de zinc?”, pregunta Marcelino quien, siendo muy chico, se levantaba a las cinco y media de la mañana para ordeñar vacas, arreglar alambrados o picar leña en estancias patagónicas y, a los 14 años, se quedaba solo con los perros en el campo. Florencia (27), de Ovejería, provincia de Jujuy, desde los 8 tuvo que ocuparse de la casa y de su hermana menor porque la mamá se pasaba el día en el campo y, ya un poco más grande, comenzó a ayudar en la cosecha de caña. Se entristece, especialmente, al recordar lo difícil que le resultaba la escuela. “Tenía que rebuscármelas sola con la tarea; y lo que no podía resolver, llevarlo incompleto. Me costó mucho”. Huérfana de madre a los 15, Rosario, de la Rioja, debió emplearse cama adentro, para colaborar con la economía familiar. A sus 73 años, sigue recordando que la madre siempre le decía que la iba a hacer estudiar. “Como murió, fracasó todo”. Pascuala, oriunda de Bolivia, ayudaba a plantar, regar y cuidar animales en el campo. “Siempre estaba sola, no me reunía con otros chicos. No tengo un buen recuerdo de esa etapa de mi vida”, sintetiza. Con 39 años, Rafael de la Ciudad de Buenos Aires, CABA, relata que tuvo “una niñez muy sufrida, sin saber lo que era jugar a la pelota. A veces no había nada para comer, solo mate cocido”. Desde pequeño se levantaba a las 4 de la mañana para recolectar cartón.
Aunque se tiende a pensar que esta es una problemática propia de las clases menos favorecidas, no es cierto. Laura (47), de CABA, es ejemplo de otro tipo de trabajo infantil: el del deporte. “No tenía vida social, no fui a ningún cumpleaños de 15 de mis amigas, dejé todo por entrenar y, cuando renuncié al atletismo, me di cuenta de que no tenía nada”.
Estos relatos pertenecen a “100 años, 100 voces: el trabajo infantil en primera persona”, campaña realizada por la OIT (Organización Internacional del Trabajo, especializada en la problemática laboral y que tiene, entre sus objetivos, la promoción de derechos, la protección social y el fortalecimiento del diálogo en cuestiones afines) con motivo de celebrar su centenario de vida. La pregunta fue: ¿Qué pasó cuando eras chico y trabajabas?
Crecer a la fuerza
Estos menores, que debieron asumir responsabilidades de adultos, coinciden en destacar las carencias tanto de oportunidades como de amigos y juegos, y señalan el sacrificio, el cansancio, la soledad y las dificultades para poder estudiar. Gustavo Ponce, punto focal de la OIT Argentina, explica que “muchos tratan de justificar la decisión de los padres en hacerlos trabajar por la necesidad de mantener a la familia o de colaborar cuando se necesita mucha mano de obra”. Pero, con determinación, afirma que “los chicos nunca deberían ser la variable”. Desde otro punto de vista, cree que es necesario revisar determinados conceptos muy arraigados en la sociedad y que llevan a minimizar el problema. Un ejemplo claro de ello es la conocida excusa que suele escucharse: “Prefiero que trabaje a que esté robando o tomando con los amigos”, prejuicio que plantea una equivocada dicotomía, según su opinión. “Ya tendrán tiempo de aprender un oficio de modo cuidado, sin que esto afecte su salud ni su escolaridad”, sostiene.
De acuerdo con datos de Unicef y a nivel global, los niños que trabajan para ayudar a sus familias debido a sus precarias condiciones económicas superan 152 millones.
Si bien los números son desoladores, es importante destacar que en las últimas dos décadas hubo una importante disminución de esas cifras. En 2000, los chicos registrados alcanzaban los 246 millones. Sin embargo, un informe presentado en junio 2021 por la OIT y la UNICEF, denominado “Trabajo infantil: estimaciones mundiales 2020, tendencias y el camino a seguir”, destaca que, por primera vez en 20 años, los avances para su erradicación se estancaron, e incluso se invirtió la tendencia a la baja que se venía manifestando. Este descenso, advierte, se fue ralentizando en especial como consecuencia de la pandemia de COVID-19, que puso en situación de riesgo a nueve millones de niños más. En medio de este panorama de estancamiento, Ponce destaca que “mirado por regiones y a diferencia de África y Asia, en América Latina el descenso continuó”.
Cifras que espantan
Según la convención sobre los Derechos del Niño de las Naciones Unidas, el trabajo infantil se define como “cualquier actividad para la que los niños son demasiado pequeños, es peligrosa y donde son explotados y perjudica su desarrollo mental o entorpece su educación”. Y pese a que está prohibido por todas las legislaciones mundiales, es una de las formas más penosas de explotación del siglo XXI porque afecta, de modo inexorable, el futuro de los menores, y perpetúa el círculo de la pobreza. Estas son algunas de las razones por las cuales su erradicación está presente en “el corazón de los derechos fundamentales en el mundo laboral”, explica Ponce. Y si bien es uno de los objetivos de la ONU que esta realidad quede abolida para 2025, la meta parece más que lejana: según estimaciones de Unicef, serán alrededor de 121 millones los chicos que continuarán siendo víctimas de esta problemática. La OIT calcula que cerca de 73 millones se encuentran en esa situación, la mayoría de los cuales tienen entre 15 y 17 años y, dentro de estos números, llegan a 19 millones los menores de 12 años.
En 2020 y por primera vez, los 187 Estados miembros de la OIT ratificaron el Convenio 182 que determina la protección jurídica de los niños ante las peores formas de explotación infantil (ver recuadro), lo que pone de manifiesto un acuerdo global y una decisión política que compromete la adopción de medidas y planes de acción en el corto plazo.
Causas y consecuencias
La ausencia de recursos básicos para la supervivencia, la falta de educación y de adultos que los acompañen (en especial , en situaciones de migración o de guerra) son los principales motivos que obligan a los niños a ser explotados. Sus destinos son fábricas, agricultura, minería, en las calles o transformados en “soldaditos”, como traficantes de drogas o esclavos sexuales, sin educación ni acceso a la salud, entre otros males. Al flagelo del nulo desarrollo económico, las Naciones Unidas suman las guerras y los desastres naturales. Además, las cada vez más numerosas migraciones impulsan a los niños refugiados a generar ingresos para colaborar con la supervivencia familiar. Un informe del ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) indica que solo el 61% de esos chicos tiene escolaridad primaria, frente al 91% de la media mundial.
Entre las principales secuelas, sobresalen los mal llamados “accidentes” por trabajar con herramientas impropias o en lugares peligrosos, la desnutrición, el abuso, la desprotección, las afecciones físicas o psíquicas permanentes y el abandono escolar. Un sinfín de realidades los exponen a grandes peligros, como explosiones, desprendimientos, quemaduras, manipulación de sustancias peligrosas o tóxicas, siempre sin protección y, muchas veces, en posiciones físicas inadecuadas que dejan consecuencias, con tareas a la intemperie o en espacios insalubres. Estos riesgos son especialmente graves para chicos que todavía no completaron su desarrollo y pueden generar un severo impacto futuro.
En ese sentido, Ponce sostiene que los peores trabajos a que son sometidos “están en el agro con herramientas cortantes, los nocturnos, aquellos que demandan muchas horas y cualquier tarea que les impida estudiar”. En cuanto al trabajo doméstico, considera que es muy nocivo a la hora de fijar patrones, algo que choca con la actual perspectiva de género.
Estrategia diferente
Si bien no existen fórmulas, “el Estado debe tener muy en cuenta las particularidades de esta explotación”, agrega el especialista. “Los chicos en situación de calle realizan un trabajo riesgoso, que implica jornadas extensas y los expone a situaciones gravísimas, como la prostitución, la venta de drogas o la esclavitud”, sostiene. Y propone que lo primero que debe hacerse para abordar la situación de estos niños es evitar los juicios previos y analizar las particularidades, “porque no es lo mismo que practiquen la mendicidad o limpien vidrios en un semáforo a que sean captados por una red de explotación laboral”. En este punto, devela que la clave “es trabajar con las familias, porque es muy difícil cortar el círculo de generaciones de pobreza y también lograr que el chico no abandone la escolaridad, hecho que lo condenará a acceder solo a empleos temporarios o a changas por el resto de su vida”. Por lo tanto, Ponce considera que se debe actuar tanto en lo inmediato como a mediano y largo plazo. “Muchas veces al trabajo infantil se lo ve aislado, y no como lo que es: un componente dentro de otras políticas”. Destaca también iniciativas, como las de los tabacaleros en las provincias de Salta y Jujuy, que crearon los llamados “jardines de cosecha”, lugares donde cuidan a los niños mientras los padres trabajan. “El Estado junto con el sector privado pueden generar programas que ayuden en este camino”.
Para finalizar, subraya que, además del aporte oficial, hay dos actores clave involucrados en esta problemática: los sindicatos y los empleadores. “Debemos tomar conciencia que debería formar parte de la agenda pública y, por lo tanto, contar con políticas activas, un presupuesto acorde y equipos técnicos realmente capacitados”.
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