Hasta hace no demasiados años, la mayoría de nosotros desconocía este trastorno de ansiedad. Muchos lo descubrimos a través de una película u obra de teatro, y utilizamos el término para nombrar pequeñas manías o acciones reiteradas: ¿apagué el gas?, ¿cerré la puerta con llave?, ¿guardé los documentos? La realidad es que estas mínimas preocupaciones están muy lejos de ser la manifestación de una afección psiquiátrica que genera grandes padecimientos (temor profundo a la suciedad, a la contaminación o a que ocurra algún daño, pensamientos agresivos, números que provocan mala suerte o necesidad de simetría, entre otros) a un 2% o 3% de la población mundial.
En agosto de 2020, un equipo de neurocirugía del Hospital Italiano de Buenos Aires realizó, por primera vez en el país, una intervención denominada “psicocirugía”, a un paciente con diagnóstico de TOC resistente (que no responde a los tratamientos convencionales, farmacológicos y psicoterapéuticos). Se trata de una estimulación cerebral profunda (DBS, por las siglas en inglés), a través de la implantación de electrodos en determinadas áreas del cerebro con el objetivo de reducir la medicación, disminuir los síntomas y mejorar la calidad de vida del enfermo. Este tipo de operaciones –que hasta ahora se utilizaban en personas con Parkinson, epilepsia, depresión o cuadros compulsivos, como anorexia, entre otros– le fue realizado a Marcelo Simeoni.
Este paciente –cuya patología extrema lo llevó a lavarse las manos durante 12 horas seguidas, a abandonar un departamento con todas sus cosas adentro por sentirlo “contaminado”, a internaciones, intentos de suicidio y situaciones de violencia graves, entre otros síntomas– logró recuperar gran parte de su vida e independencia, algo que se refleja en acciones cotidianas, como vestirse sin ayuda, viajar solo o trabajar, dieciocho meses después de realizada la cirugía.
Según los especialistas, su mejora fue de un 65%. Esta patología –casi imposible de imaginar para una persona ajena a la problemática– transformó no solo la vida de Marcelo en un infierno, sino la de todo su entorno.
¿Cómo se siente una persona que sufre este mal? ¿Es consciente de que sus conductas responden a una compulsión? ¿Le resulta realmente imposible controlar sus actos y pensamientos? ¿De qué modo altera la vida de una familia el hecho de que uno de sus miembros padezca esta afección? ¿Es fácil reconocerla? ¿Están preparados los profesionales para tratar esta problemática de manera integral?
EN PRIMERA PERSONA
La familia Simeoni es oriunda de Comodoro Rivadavia. Alejandro y Laura, geólogo y profesora de música respectivamente, son padres de tres hijos, de los cuales el del medio, Marcelo (38), sufre de este trastorno. “Desde que tengo memoria -relata- me apasionaba estudiar. A los cuatro años ya había aprendido, solo, a leer y escribir. Y poco después, decidí que quería ser médico. Aprendí el nombre de todos los huesos del cuerpo humano e incluso armé un esqueleto con grampas con el que decoraron la torta de mi cumpleaños número cinco”. Sin embargo, afirma con convencimiento, que no se trata de que tuviera una inteligencia fuera de lo común sino de su “obsesión por el estudio”. Sus padres coinciden en que “siempre fue una persona muy especial”. De esa etapa temprana, cinco o seis años, sus hermanos recuerdan que las primeras manifestaciones distintivas aparecieron durante los juegos.
Tulio, que es un año menor, cuenta: “Marcelo decía que le arruinábamos las cosas. Si venían amigos del barrio a jugar y tocábamos sus juguetes, hacía un escándalo y los lavaba. Lo hacía con bronca, y yo lloraba, me enojaba”. Su hermana mayor, Aracy (41) destaca que al principio no comprendían por qué se irritaba tanto. “Con el tiempo, sus conductas fueron cada vez más raras. Cuando volvíamos de la escuela, por ejemplo, se empezó a quedar paralizado en las esquinas. Nosotros le decíamos: ‘Dale, vamos’, pero no podía avanzar. Llegó un momento en que fue necesario que mi papá lo fuese a buscar. Otro recuerdo patente es el de la textura de sus manos secas, resquebrajadas, a causa de la asiduidad con que se las lavaba”. Ellos no podían comprender la gravedad del problema y creían que se trataba de caprichos y manipulación.
La relación fraternal fue evolucionando. En el caso de Tulio, por la cercanía de edad y por ser varones, quizás comenzaron a compartir tiempo y amigos. “Jugábamos videojuegos o al fútbol, y eso nos acercó”. Con su hermana, fue distinto ya que concentró en ella una especie de fobia. “No la soportaba -sostiene Tulio-, no toleraba ningún ruido que hiciera al comer, al hablar, al sonarse la nariz, porque sentía un asco patológico y no podía reprimir la sensación de que le ‘contaminaba’ las cosas. Incluso, alimentaba su odio, pensando que lo hacía a propósito”.
Aracy confiesa que no podía entender lo que pasaba y solo pensaba en cuánto le gustaría tener una familia normal. “Cada vez fue más duro. Marcelo decía que no me podía ver y que hasta escuchar mi nombre le daba asco. La vida cotidiana se volvió complicadísima, porque para evitar cruzarnos, muchas veces tenía que encerrarme”. De ese período (y aunque aclara que olvidó muchas cosas, quizás para sobrevivir), tiene presente sobre todo sus broncas, sus angustias y la tristeza de ver cada vez más lejana la posibilidad de tener una relación normal. Marcelo describe con claridad este vínculo: “Mi patología se había enfocado de manera negativa en mis hermanos, como núcleo de todo el mal. Nosotros somos tres. Con el menor, se me fue pasando, pero no así con la mayor. No podía tolerar su presencia ni compartir un ámbito en común. Yo le pedía que me avisara en qué ambiente de la casa iba a estar para no encontrarla, pero nunca me hizo caso y se generaban unos conflictos terribles”.
Sus padres recuerdan que en un principio pensaban que sus “rarezas” eran puro berrinche. Y Alejandro, a quien todos los miembros de la familia destacan como el pilar indispensable para sobrellevar la situación que les tocó vivir, reconoce que en alguna ocasión hasta le dio “un sopapo, porque no quería soltar la rienda ni aceptar caprichos”. “Pero en ocasiones, tenía que ceder, porque me daba cuenta de que no había opción”, comenta.
LA ESCOLARIDAD
La escuela primaria fue una etapa difícil por los comportamientos cada vez más especiales de Marcelo. A modo de anécdota, sus padres recuerdan cuando, en cuarto grado, decidió que no iba a hacer la promesa a la bandera porque “¿cómo podía saber si la mantendría en el futuro? Laura, su mamá, relata que ese 20 de junio logró llevarlo, obligado, a la escuela y que en el griterío de la promesa se perdió la voz de su hijo diciendo: “Yo no prometo”. Con el paso del tiempo, los síntomas siguieron incrementándose y se transformaron en rituales –no pisar las líneas de las baldosas, caminar contra la pared, escupir si algo le daba asco, entre otros– que debía repetir como un conjuro contra la ansiedad.
A los 10 años, Marcelo se mudó a la casa de la abuela que vivía en el mismo terreno porque se le hacía intolerable la convivencia con su hermana. Ella no puede olvidar expresiones como que al verla se le “quemaban los ojos”. “Mi familia era un caos emocional, dentro del cual yo me sentía cada vez más presionada, triste, comprimida”, afirma. Tulio, por su parte, explica que fue difícil en todos los ámbitos, incluso en la escuela donde, en algunas ocasiones y por única vez en la vida, se tuvo que pelear a las trompadas con algún compañero. “Estás loco como tu hermano”, le decían.
Marcelo rememora: “A los 12 años, se me activó el TOC”, y aclara que utiliza el verbo ‘activar’ porque hoy se da cuenta de que desde muy chico tuvo señales que no fueron diagnosticadas, porque “los médicos no estaban preparados”. “Me obsesioné con el número tres y sus múltiplos. Si levantaba una galletita tenía que hacerlo tres veces, pero si mi cabeza me decía que algo estaba mal en el proceso, lo tenía que repetir, tres, seis, nueve, hasta que algo se acomodaba”, cuenta a modo de ejemplo.
Fue a esa edad cuando, de la noche a la mañana, se acostó en la cama a oscuras y dejó de comer. Laura revive esa etapa como una pesadilla: “Estudiaba inglés, iba a natación y a taekwondo, y dejó todo. Cerró los ojos, la boca y se negó a comer. El pediatra decidió internarlo para alimentarlo por vena. Él la miró y le dijo: ‘Si realmente me amás, dejame que me muera’”. Así, pasó un año. Tulio destaca que “se puso tremendamente flaco. A mí, me atravesó una inmensa tristeza por mis viejos, por el maltrato que sufría mi hermana y por cómo padecía él mismo”.
Después de terminar este período con maestra hospitalaria, empezó la escuela secundaria por recomendación de los médicos. Esa fase es denominada por Marcelo como su “época oscura”. “Me volqué al lado rebelde y me convertí en una muy mala persona”. En cuanto a lo anecdótico, detalla que a los 13 años tomó una medicación experimental que le afectó el metabolismo y lo volvió obeso, condición que sumada a su obsesión por el estudio e, incluso, a que en un momento dado se afeitó la cabeza porque el pelo le daba asco, fue “caldo de cultivo para el bullying”. No tenía amigos, salvo uno en particular a quien considera aún hoy un “hermano de la vida” y no le gustaba salir, porque prefería quedarse estudiando. Tulio, que se dedica a la música como gran parte de su familia, recuerda que Marcelo en la adolescencia nunca compartió una salida, ni siquiera lo acompañó alguna de las veces en que fue a tocar a un bar. Sin embargo, era usual que se fuera de la casa cuando se enojaba.
Sobre esas escapadas, Marcelo hace hincapié en que tenían relación con la furia que le generaba el vínculo con su hermana. “Me iba porque me ponía loco. Tenía una violencia interna muy fuerte y necesitaba pelear. Entonces, me metía en un barrio muy pesado que hay en Comodoro a buscar riña. Siento que hice mucho daño hasta que me di cuenta de que no era por ahí”. En una ocasión, terminó preso, porque la policía lo vio en una actitud rara, como perdido y ofuscado, dando pasos para adelante y para atrás, sin documentos.
Sus padres, sin embargo, coinciden en resaltar otro aspecto de su personalidad. “Siempre fue una persona con grandes valores de amistad y nobleza, sus amigos saben que cuentan con él incondicionalmente. De hecho, todos los años fue elegido mejor compañero”.
CAMINO A UN DIAGNÓSTICO Y TRATAMIENTO
El principal obstáculo para abordar la enfermedad, aseveran sus padres, fue que “era un tema desconocido para el común de la gente y para los mismos profesionales. Por lo cual, hasta llegar a un diagnóstico, debieron consultar a varios psicólogos”. Las visitas se multiplicaban al igual que las evaluaciones erradas. Lo más doloroso fue que los especialistas le echaban la culpa a Laura, porque tenía dos trabajos como docente. “Necesita más atención”, determinaban. Cuando lo llevaban a las consultas, Marcelo le decía: “Papá, estás tirando la plata porque yo le digo al psicólogo lo que quiere escuchar”.
Como en la región no había psiquiatra infantil, los derivaron a un profesional de Buenos Aires, el doctor Guillermo Andrada, un especialista que lo atiende hasta la actualidad. Cada 15 días, se trasladaban ellos a la Capital o el médico iba a Comodoro Rivadavia. Esa fue otra etapa compleja, ya que viajar a Buenos Aires se transformó en un calvario. Los episodios son innumerables: desde perder un avión a no querer salir del aeropuerto o tener que perseguir a Marcelo por las calles o, incluso, tener que volver a reabordar la nave porque había pisado una línea de la pista. Fueron tantos y tan difíciles esos momentos que el padre decidió no volver a viajar, y las consultas comenzaron a realizarse una vez al mes en la ciudad chubutense.
“Lentamente, comenzó a responder a la medicación, aunque nunca pudo completar una terapia conductual”, afirman sus padres. Si bien mejoraba, siempre volvía al punto cero. “Lo peor era el tema del rechazo hacia la hermana: si la nombraban, se tenía que desvestir porque sentía que todo se contaminaba”. Esta obsesión derivó en que más adelante abandonara dos departamentos en los que vivía, dejando absolutamente todo, por haber escuchado su nombre o su voz. Toda la familia coincide en que los síntomas se agravaron de un modo “tremendo y angustiante, porque hasta aquello que parece pequeño, en la cotidianidad, se transforma en un drama”.
OTRO PASO HACIA LA MEJORÍA
A los 20 años, Marcelo fue a vivir a Buenos Aires y, contra cualquier temor y dificultad, fue saliendo adelante con el apoyo incondicional de sus seres queridos. Con el empeño que lo caracterizó toda la vida, jamás dejó de investigar sobre las opciones relacionadas con su enfermedad. Fue así que se enteró de la cirugía de “estimulación profunda” que realizaban en el Hospital Italiano (ver recuadro), a la que logró acceder recién años después, en 2020. Era plena pandemia, y sus padres le pidieron que postergara la intervención para poder estar con él en un momento tan difícil. Él se negó porque era la oportunidad que había esperado toda su vida. “Prefería morirme a seguir como estaba y, aunque tuve un par de intentos, no creo en el suicidio. Entonces, me dije: ‘La voy a pelear’”.
Su hermano Tulio logró venir desde La Plata. La operación –que duró más de 12 horas– fue un éxito, aunque al mes debieron repetirla para hacer un pequeño cambio en la ubicación de los electrodos. Sobre los resultados, Marcelo explica que, a los cuatro meses, ya había empezado a notar cambios exponenciales. “Hoy, por ejemplo, pese a que sigo con el impulso de lavarme las manos, lo soluciono con un poco de alcohol en spray. Según los test, estoy en un nivel de mejora del 65% que es lo mínimo esperable de la cirugía. Tengo que seguir un año más con la programación de electrodos y la medicación y, con suerte, lograré alcanzar entre un 85/90%”.
En la actualidad, vive con una familia amiga en Benavídez, provincia de Buenos Aires. Después de terminar tres carreras relacionadas con el diseño, modelado y animación 3D, trabaja en el desarrollo de videojuegos. Su meta es poder valerse económicamente por sí mismo y mudarse a la Capital, ya que debe asistir con regularidad al Hospital Italiano, donde un equipo interdisciplinario integrado por los Servicios de Neurocirugía y Psiquiatría realiza el seguimiento de los pacientes a largo plazo, después de la operación.
En otro ámbito, intenta colaborar con la gente que tiene problemas de autoestima y depresión a través de las redes, “porque lo pasé y lo superé. Creo que sé ayudar”. En cuanto a su vida personal, “mi idea es pulir mis habilidades sociales e intentar encontrar una compañera de vida”.
- ¿Le tenés miedo a algo?
- No, antes tenía miedo a la soledad. Desde que aprendí a estar solo, no le temo a nada.
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