Fui, vi y escribí: Las voces que extraño a veces

Es una de las primeras cosas que perdemos con la ausencia de los que queremos y no siempre tenemos registros para recordarlas. Este artículo reproduce el newsletter de Cultura: lecturas, cine, teatro, arte, música e historias que despiertan entusiasmo y, por qué no, fascinación o perplejidad

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"La voz", de Edvard Munch (1896).
"La voz", de Edvard Munch (1896).

Hola, ahí.

El otro día leí una noticia que ya olvidé y si la olvidé es porque tenía que ver con niños muertos. Y siempre trato de no leer nada que tenga que ver con niños muertos. Sin embargo, aunque olvidé los detalles -o directamente los ignoré- sí recuerdo que la noticia era que habían hallado en un celular el video de un niño que, poco antes de morir a causa de una enfermedad, le hablaba a un hermano bebé. El niño que grabó el video ya no vivía cuando ocurrió el hallazgo, pero el bebé ya había crecido y contaba con un tesoro inesperado: la imagen y la voz de su hermano mayor.

Me quedo con lo de la voz, porque es una de las primeras cosas que desaparecen de la memoria cuando alguien muere. La gran mayoría de los contemporáneos conservamos imágenes de nuestros seres queridos. Si no son videos, son fotos. Si no son a color, son en blanco y negro. Si nos son fotos familiares, fueron tomadas en estudio o por profesionales en aguna ocasión o evento. Las tenemos nosotros o nuestros hermanos. O nuestros primos. O, de pronto, alguien nos envía imágenes de los nuestros que no conocíamos, que ni sabíamos que existían. Las fotos están.

Pero, ¿y las voces?

"Hija y padre", de Lucian Freud.
"Hija y padre", de Lucian Freud.

La noche del habla

“Lo primero que se pierde de los ausentes es la voz”.

Nuestra parte de noche, de Mariana Enríquez

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Perdí la voz de mi papá dos veces. La primera, cuando un ACV se llevó, más que su voz, su forma de hablar, de hacer reír; de persuadir pero también de discutir ametrallando con palabras. Después de lo que él llamaba “El accidente”, a mi viejo le quedó primero una lengua algo sombría y luego una lengua esforzada aunque bastante digna. A pura práctica y gimnasia frente al espejo se fabricó una forma de hablar algo singular, que a muchos le parecía propia de un extranjero, de modo que pudo salvarse de la pena solidaria y vergonzante de los extraños. Cuando se le vino la noche del habla, se inventó una lengua porque era obcecado y no se dejaba vencer con facilidad.

El año que marcó el final de su voz todoterreno fue 1998, por lo cual desde entonces sus mensajes en los contestadores automáticos siempre convocaban al humor negro. Cada vez que decía con lentitud esforzada “Hola, Hinde. Habla papá”, sus palabras eran un recordatorio inútil y hasta infantil: no había forma de que yo lo confundiera con nadie.

Muchos años después, muchas charlas y discusiones y reconciliaciones después, una tarde que estábamos tomando un café él y yo junto con mi hermana en un bar de Belgrano y Entre Ríos, entró un chico con el aparente propósito de vendernos bolsas de residuos y caí en la trampa con gentileza pavota. Le compré las bolsas y, además de llevarse los billetes, se llevó mi celular. Y con él, los mensajes de mi papá que tenía hasta entonces. Era diciembre de 2021, pensábamos que el coronavirus comenzaba a ser historia.

Dos meses después de esa tarde, mi papá enfermó: murió en junio. Y me quedé con poquitos mensajes de audio suyos en el Whatsapp, apenas un par que, de todos modos, no volví a escuchar porque pertenecen a la esfera “Covid mortal”, una pesadilla de la que aún me cuesta reponerme.

"La voz", de Edvard Munch (1893).
"La voz", de Edvard Munch (1893).

Extraño su voz pero, si soy honesta, lo que más extraño es su voz original, joven y fuerte. Su capacidad para protegernos con la palabra y también de hacer chistes estilo ametralladora y sostener la atención de audiencias de todo tipo. Extraño su voz y su talento para la discusión rasante, en la que no había forma de que perdiera. Discutía sobre todo, sobre lo que sabía y también sobre lo que no sabía y, aún si no ganaba, actuaba como si hubiera ganado; siempre se daba por triunfador porque así era él. Mi padre fue, posiblemente, la persona más segura de sí misma que conocí.

Ahí está, eso extraño, la seguridad con la que hablaba cuando ni “El accidente” ni “Covid mortal” se habían empecinado con él. Todo lo que su voz le aportaba a su magnetismo y a esa fuerza que irradió hasta el final, cuando enmudeció. Cuando ya no pudo sostener el brazo ganador en alto y se declaró vencido por la vida y por la enfermedad.

"Judith Wright con Barbara Blackman", de Charles Blackman.
"Judith Wright con Barbara Blackman", de Charles Blackman.

Verde limón

“La voz de la gente no cambia nunca, como tampoco la expresión de su mirada. En medio del derrumbamiento físico generalizado en que se resume la vejez, la voz y la mirada aportan el testimonio dolorosamente irrecusable de la persistencia del carácter, las aspiraciones, los deseos, de todo lo que constituye una personalidad humana”.

El mapa y el territorio, de Michel Houellebecq

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Claro que extraño la voz de mi madre. Extraño sus llamadas teléfonicas en continuado, con apenas unas horas de tregua en la noche y sin ninguna clase de saludo en la mañana, como si estuviéramos siempre viviendo juntas y pegadas. Ni hola, ni chau, no hacía falta.

Quienes no la conocían pero la escuchaban a través del teléfono más de una vez me dijeron que se soprendían porque tenía una voz joven y era cierto: todo lo que sufrieron su cuerpo y su alma no se notaba en su voz, casi acaramelada. Cuando hablaba, claro. Había días en que elegía no hablar.

Hubo meses, sobre el final de su vida, en los que ya no se la escuchó. Aunque antes de eso atravesó el delirio de hablar solo en idish y olvidar el castellano. Un idish que nosotras entendíamos hasta ahí, aunque se la seguíamos con gestos y onomatopeyas en escenas ampulosas dignas de grotesco criollo. Después de esa breve etapa enmudeció, ya solo hablaba -y soy generosa en el recuerdo- con la mirada.

Extraño su voz, sí; la extraño hablando entre carcajadas y también sentada largas horas al teléfono mientras ondulaba el cable con sus dedos largos y perfectos. La extraño en su capacidad infinita de verseo: podía convencer a cualquiera de cualquier cosa. Toda la convicción que mostraba para darles confianza a los demás nunca pudo aplicarla para ella misma. Digo esto ahora, que tengo casi la misma edad de ella cuando murió. Digo esto ahora, y parece que la juzgo y, por supuesto, la juzgo, pero sobre todo siento una pena tremenda, un dolor que no cede por no haber podido verla feliz.

"Conversación interesante", de Federico Zandomeneghi.
"Conversación interesante", de Federico Zandomeneghi.

Por eso, si tuviera que elegir cómo recordar su voz, buscaría reproducir aquellas escenas remotas, remotísimas, de cuando nos cantaba:

“Estaba la paloma blanca, sentada en el verde limón. Con el pico cortaba la rama, con la rama cortaba la flor. Ay, ay, ay, cuándo veré a mi amor. Me arrodillo a los pies de mi amante, me levanto constante, constante. Dame una mano, dame la otra, dame un besito sobre mi boca. Daré la media vuelta, daré una vuelta entera. Con un pasito atrás, haciendo la reverencia. Porque no, porque no, porque no, porque me da vergüenza. Porque sí, porque sí, porque sí, porque te quiero a tí”.

“Porque te quiero…” cantaba Fanny Feigue mamá y nos miraban sus ojos verdes y pillos esperando la respuesta.

“A tíiiiiiii”, gritábamos entre aplausos, chiquitas, entusiastas, inocentes. Hijitas.

"Una conversación", de Vanessa Bell.
"Una conversación", de Vanessa Bell.

Gritos y susurros

Aquella noche me enamoré de una voz. Sólo una voz. No quería oír nada más”.

El paciente inglés, de Michael Ondaatje

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Algo que extraño, y mucho, es la voz del periodismo. A ver si me explico para no parecer filosófica o cientista social: cuando digo “la voz del periodismo” hablo del murmullo de las redacciones, la reunión del mediodía en la que se discutía la edición que seguramente cambiaría varias veces en función de la coyuntura; el debate por un título, las conversaciones telefónicas (a veces a la manera de terapia) con enviados especiales y corresponsales, la formación en terreno, primero la propia, luego la de los más jóvenes. Rumores de pasillo, conversaciones en profundidad en las escaleras, cierres interminables, jornadas agotadoras y productivas. Gritos de escritorio a escritorio. Y sobre todo voces, muchas voces.

Las redacciones eran espacios de convivencia entre generaciones, con los más viejos como memoria, docencia y archivo y con los más chicos poniendo talento nuevo y el entusiasmo que flaqueaba en los mayores. La pandemia y, en general, la cultura del home office fueron terminando en muchos casos con esas redacciones multitudinarias y hace tiempo que, en lugar de escribir en medio del barullo, lo hago en solitario.

"The Conversation", de David Hockney.
"The Conversation", de David Hockney.

El silencio ayuda a la concentración, sin dudas, pero el barullo, cuando es familiar, también. La consulta online sirve, ayuda, pero no reemplaza aquella voz presencial, la de tu compañero explicando a tu lado, y frente a tu pantalla, por qué esa foto que elegiste para ilustrar tu nota no es la apropiada. Algo de aquella conectividad humana me resulta irremplazable y sé bien que todo esto parece un rapto de melancolía veterana y tal vez lo sea. No dudo de las ventajas de la tecnología y las nuevas formas del trabajo, solo que la fraternidad comunitaria tenía algo de entrañable porque se consolidaba no solo bajo el nombre de una empresa sino también en un determinado espacio físico.

Pero ya fue, no volverá y quedarse congelado en el tiempo no parece ser la mejor manera de vivir a pleno. Ponele.

"Desayuno en la cama", de Mary Cassatt.
"Desayuno en la cama", de Mary Cassatt.

El barullo más amado

“Nunca oí ni siquiera su voz. Es un dolor extraño. Quedo. Morir de nostalgia por algo que no vivirás jamás”.

Seda, de Alessandro Baricco

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Leía y trabajaba con mis hijos alrededor cuando eran bebés, mientras iban creciendo y también como adolescentes ruidosos. Mis hijos, la televisión, la música. Por entonces no tenía un espacio para mí ni existían las puertas cerradas para trabajar tranquila. Es cierto, estaba muchas horas fuera de casa por trabajo pero, como muchos, seguía trabajando en casa durante la semana y también los fines de semana.

El sonido de sus voces fue pasando de presencial a los audios y hay días en los que, ahora que son adultos, igual me hablan los tres al mismo tiempo por Whatsapp, por ejemplo mientras estoy escribiendo alguno de estos envíos. Me causa un poco de gracia y de ternura, también.

Leo y escribo en silencio o con sonido ambiente, me concentro igual. Haber pasado tanto tiempo en redacciones te entrena para fijar tu atención en el texto. No siempre se consigue; recuerdo a un jefe que cuando el sonido ambiente enloquecía de más modificaba ligeramente el registro de su voz y lanzaba un “¿No les molesta si trabajo, no?”.

"Niños corriendo por la playa. Valencia", de Joaquín Sorolla
"Niños corriendo por la playa. Valencia", de Joaquín Sorolla

Trabajo con distracciones múltiples, con mil ventanas abiertas en la computadora y, como alguna vez te conté, con el lavarropas en funcionamiento porque mi escritorio, por llamarlo de alguna manera, es un cuarto en la terraza, mi famoso “cuarto con centrifugado propio”.

No hay nada que extrañe más que las voces de mis hijos cuando eran chiquitos -queda alguna grabación, videítos que hacían entre ellos- y es tal vez por eso que me gusta tanto escuchar de contrabando las charlas de los chicos a la salida de una escuela (hay muchas en mi barrio) o en una plaza, en pleno juego, cotorreo dichoso y lleno de energía. Pura potencia de vida.

"Vicki! I Thought Heard Your Voice", de Roy Lichtenstein.
"Vicki! I Thought Heard Your Voice", de Roy Lichtenstein.

Podría seguir recordando voces queridas y extrañadas, voces que no siempre se lleva la muerte, sino el tiempo y la distancia: a veces extraño horrores las voces de amigas que ya no están cerca y con quienes alguna vez fuimos inseparables. Pero ya es hora de despedirme.

Antes de hacerlo, vuelvo a agradecer los mensajes que recibo por mail y en las redes sociales, los más breves y los más elaborados, todos son importantes para este intercambio aunque a veces me demore más de la cuenta en responderlos.

Además, quiero compartir con vos una alegría: esta semana recibí el Premio Lola Mora que la Subsecretaría de la Mujer de la Ciudad de Buenos Aires le entrega anualmente a un grupo de periodistas que trabajan desde los medios por la promoción de la igualdad de derechos y oportunidades para las mujeres. En mi caso, lo gané en la categoría Periodismo Gráfico y estos envíos semanales componen la mayor parte de mi trabajo en Infobae, así que me gusta mucho pensar que es un premio que nos ganamos como equipo, vos ahí y yo acá. Por lo tanto, ¡felicitaciones!

Las imágenes que acompañan el texto son pinturas de grandes artistas que nos hablan de voces, de conversaciones y de vínculos. Te recuerdo mi mail: es hpomeraniec@infobae.com. Y te deseo una muy buena semana. En mi casa, el aroma a tilos ya me pone de buen humor.

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