Inés Garland es escritora, traductora y coordinadora de talleres de narrativa y se destaca en cada una de estas actividades. Su obra literaria está compuesta por libros para niños, jóvenes y adultos que fueron traducidos a varios idiomas y acaba de ser premiada con el Konex de Platino en la disciplina Literatura juvenil. Es autora de los libros de cuentos La arquitectura del océano y Con la espada de mi boca y de las novelas El rey de los centauros, Una reina perfecta y Una vida más verdadera. Piedra, papel o tijera, De la boca de un león y Lilo son sus novelas para lectores más chicos. Como traductora son conocidas sus traducciones de grandes autoras como Sharon Olds, Lydia Davis, Lorrie Moore, Mavis Gallant, Jamaica Kincaid, Julie Hayden y Bette Howland.
Hay un entusiasmo lector que corre de boca en boca por su nuevo libro para adultos, Diario de una mudanza (Alfaguara), un texto en primera persona que puede leerse como el retrato de los cambios físicos y emocionales en la vida de una mujer, que, mientras atraviesa la menopausia -esa nueva etapa que la obliga a mirar el pasado y las relaciones y vínculos que construyeron ese pasado-, a la vez cambia de casa, es decir que atraviesa cambios en su cuerpo y en su estado de ánimo pero también en el espacio en el que se mueve cotidianamente.
Escrito con la gracia ligera y la elegancia que caracterizan la prosa de Inés, Diario de una mudanza no obedece a clasificaciones ni a patrones de género tradicionales sino que cruza relatos de viajes, reflexiones, citas de otros autores y memorias siguiendo la música o, tal vez, la danza interna de la narración. Se trata de una literatura salvaje en su hibridez y profundamente conmovedora. La tapa del libro lleva una ilustración del gran artista rosarino Daniel García.
Lo que sigue es la reproducción de una charla que mantuvimos hace algunas semanas durante la grabación de un episodio del podcast Vidas prestadas.
— Sobre el final, en los agradecimientos, decís que fue un libro que te costó mucho. Contame por qué.
— Yo empecé a escribir sin saber mucho adónde iba a ir. Todo arrancó con unas cartas con una amiga pero en las cartas yo quería hablar un poco de esa situación que estaba viviendo en ese momento, que era la situación física de la menopausia y la mudanza de casa. Pensaba en algo que tuviera que ver con eso pero no sabía hacia dónde iba a ir. Pero ella se buscó un personaje que era una editora que vivía en Estados Unidos y se empezó a convertir en una cosa muy crítica sobre la narradora de las cartas que había medio inventado yo y sobre la literatura. Y se me fue desinflando. Y entonces después seguí escribiendo y tomando notas pero tardé seis años en poder entender qué es lo que estaba haciendo. Que es lo que me pasa en general, yo nunca sé lo que estoy haciendo.
— ¿Estabas trabajando en este libro durante la pandemia?
— Sí. Yo no soy muy buena con los años, se me pasan por abajo de las patas. No sé, creo que a todos. En la pandemia le metí un rato pero no entendía lo que estaba haciendo, a veces me pasa. Este libro fue especialmente difícil; recién cuando empecé a entender desde dónde yo estaba contando eso, se me armó. Porque, en realidad, dicen mucho que es un libro sobre la menopausia pero la menopausia es el contexto, no es un libro específicamente sobre la menopausia, aunque yo creo que no podría haber sido escrito en otro momento.
— En tu libro hay información general sobre la menopausia y hay también información del modo personal en que la narradora está viviendo su menopausia. Pero, en realidad, hay tanto de eso como del pasado o relatos de los viajes de esta narradora y de tantas otras cosas como, por ejemplo, cuánto te cuesta sentarte a escribir.
— Sí. Claro, tiene partes de confesiones raras. Partes que son inventadas. Otras partes que son memorias, pero todo está mezclado. Entonces me resultaba muy difícil saber desde dónde lo estaba contando y entendí que era desde esta edad donde se empieza, o por lo menos a mí me pasa, ¿no? Todo lo que yo digo es lo que me pasa a mí y a otros les pasan otras cosas, pero por suerte creo que se vuelve bastante universal al poder encontrar esto. Yo empiezo a escribir y es como si estuviera buscando una verdad profunda, pero una verdad emocional. Y recién cuando la encuentro, cuando sé cuál es o por dónde va, empiezo a saber qué estoy haciendo.
— Nos conocimos cuando éramos muy jóvenes las dos, estudiamos Letras juntas a fines de la dictadura y el regreso de la democracia. Me gustaba mucho cierta libertad que se advertía acerca de tu relación con tu cuerpo, se veía en cómo te movías, en lo bien que te llevabas bien con tu cuerpo, como si estuvieras cómoda con él, con lo que te tocó en suerte, digamos. Leer algunas reflexiones que aparecen en Diario de una mudanza en relación a ese tema me impresionó, es como si hubiera habido un gran cambio. ¿Qué cambió ahí?
— Viste que yo en un par de momentos digo que no sabemos nada de los otros. Ahora te lo voy a decir, pero si vos hubieras sabido la cantidad de problemas que yo tenía con mi cuerpo. Los complejos. La sensación de que era poco atractiva. Mucho después, diría que ahora, lo que me di cuenta es que esto es algo que es bastante común en las mujeres.
— Y, sí, la inseguridad.
— La inseguridad y que siempre están mirando lo que no funciona. O “ay, pero tengo esto, tengo aquello”. Pero en mi caso era una mezcla entre un cuerpo muy disfrutador, yo era atleta, además, los deportistas tienen una relación con el cuerpo que, vista de afuera, es así como vos decís. Pero tenía cosas que quizás durante la menopausia eso fue como mirar para atrás y decir “ay, pero yo estaba muy bien con mi cuerpo y ahora no”. Pero, en realidad, es como una mirada hacia atrás de entender que nunca supe muy bien cómo era el tema con el cuerpo. Y lo que se veía de afuera, eso que me dijiste hace un ratito, a mí me asombra enormemente. Nunca hubiera pensado que eso se veía de mí.
— Sí. Y te escucho y pienso que, en este momento, de alguna manera todas las mujeres y de todas las edades estamos releyendo la propia historia de las mujeres, la historia del género, digamos. Hace poco me encontraba diciéndole a alguien que quiero mucho y fue mamá hace poco lo hermosa que está, mientras ella, naturalmente, se siente y se ve horrible.
— Obvio.
— Pero todas las que pasamos por eso sabemos que cuando tenemos el bebé y estamos con ese nivel de agotamiento nos sentimos horribles, pero de afuera nos ven hermosas. Qué cosa. Qué insatisfacción constante.
— Sí. Creo que lo que no hay son muy buenas relaciones con lo ambiguo. Con lo ambivalentes que son muchas cosas con el cuerpo de las mujeres. Con las contradicciones. Con que las cosas son luminosas y oscuras, depende del momento. Porque la maternidad se tiene muy ensalzada pero hay momentos muy miserables. Y hay mujeres que no conectan con la maternidad inmediatamente. Nunca se habla de eso. Hay mujeres que no conectan nunca y no se habla de eso tampoco. Ahora se empieza a hablar y empieza a haber más voces donde aparecen esos grises y esas ambigüedades. Para mí es fundamental que empecemos a hablar de eso, mujeres y hombres. Invito mucho a eso.
— En tu libro aparece bastante el tema de la maternidad y de la relación de la madre con la hija. Con estas contradicciones, también y, vuelvo a la palabra, también con mucha libertad.
— Bueno, libertad para decirse las cosas, también, ¿no? Yo esta novela se la leí a mi hija antes que a nadie porque como además hay partes que cuentan algunas cosas que nos pasaron y yo después con eso hago cualquier cosa en la novela… Y ella me dijo: “No somos vos y yo, ma; son las madres con sus hijas adolescentes. Muchas madres con sus hijas adolescentes”. Y eso es lo único que importa. Y me dio un permiso, la amé, imaginate. Me dijo: “yo quiero que mis amigas lo lean. Quiero que sepan de estas cosas”. Y después me dijo: “Quiero que mis amigos lo lean, también”.
— Los hombres, justamente, tienen un lugar muy importante en Diario de una mudanza. Los hombres del pasado. Los del presente. Los hombres por venir. La relación con ellos. La infelicidad y también el placer con los hombres. Y el dolor. Y la violencia. ¿Sufriste mucho recordando cosas? ¿Sufriste mucho inventando cosas?
— Ahí te hablaba de la verdad emocional. A mí me pasa que a veces algo que me pasó lo empiezo a contar y de repente se va para otro lado y profundiza algo que no sabía que estaba ahí. Generalmente es el dolor. Es como si yo hubiera querido hacer patitos sobre el agua y la escritura no me deja. Me obliga a sumergirme en esa emoción y en esa situación y después la situación va pidiendo cosas, pero para contar esa emoción profunda. Entonces ahí me sorprendo yo misma con las cosas que encuentro. Pero me estoy narrando también. Me estoy atreviendo a mirar algo que quizás los hechos no narraron pero sí se narra desde la escritura. Y eso es algo que es muy difícil de explicar, bueno, la gente que escribe como vos lo entiende pero es difícil de explicar esa vivencia de la escritura cuando, además, abrís y dejas que te lleve la escritura. La escritura te lleva a lugares de una honestidad brutal.
— Hay un personaje, el carpintero, que es alguien importante en la vida de la narradora pero que tiene dificultades físicas y emocionales para poder unirse a esta mujer. Hay muchas menciones de las herramientas con las que trabaja, lo que me hizo pensar en las herramientas para construir tu lengua literaria, que se destaca por su delicadeza y elegancia ¿Sale así, naturalmente, o es resultado de mucho trabajo y de una búsqueda? Porque hay una música especial en tu letra.
— Sí, voy trabajando. O sea, hago unas primeras versiones medio a lo bestia y después me fijo mucho pero de una manera bastante inconsciente. Cuando a mí me hablan de la música yo no lo veo en mi propia escritura. O sea, yo cuando leo tampoco. Yo cuando leo digo: esto me fascina y tengo que ponerme a estudiar por qué. Y es así también cuando corrijo mis textos, por qué esto no me gusta, qué pasa. Y estoy hace un montón tratando de armar algo que yo pueda decir al respecto.
— (Risas).
— En serio, porque me interesaría mucho entender qué es, a qué apunto. Pero corrijo incansablemente, sí.
— ¿Es mucho más el tiempo que pasás corrigiendo que el que pasás escribiendo?
— No en la primera versión. Estuve un montón de años pero creo que debo haber estado un año entero corrigiendo. Y la última parte con un nivel de exigencia y de intensidad de ocho horas por día. Sí, muy preocupada por otra cosa, yo creo que lo que a mí me importa es que lo que estoy diciendo se vea y se sienta del otro lado. Ahora, cómo trabajo eso no tengo idea. Y después vos me decís esto y yo digo: debe ser que en algún lugar yo estoy registrando eso sin darme cuenta.
— ¿Cómo ordenaste estos fragmentos que componen tu libro, tu novela? Hay relatos que son más largos. ¿Cómo se hace para darle la forma que tiene Diario de una mudanza con materiales tan disímiles?
— Ojalá supiera. Hubo un trabajo mío muy exhaustivo. Después hubo opiniones. Trabajé las últimas versiones con Julián López, se lo leía y él me hacía comentarios y me decía: profundiza acá, abrí acá, cerrá acá, no sé, cosas así. Lo leyó también Claudia Bernaldo, mi agente, que me contestó las cosas que sí, que no, que le gustaban, que no. Después lo leyó Ana Laura Pérez, que me hizo una devolución exhaustivísima también. Lo leyó Julieta Obedman. Y ellos me ayudaron a ir afinando bien. Primero a darme cuenta dónde sí, dónde no. Saqué muchas cosas. Porque en algún momento quería ponerlo todo.
— ¿Y qué sobraba?
— Bueno, por ejemplo, una de las cosas que me acuerdo es toda una historia de la primera menstruación. Pero la verdad es que ahora pienso y digo, bueno, no sé por qué sobraba. Pero tuvo que ver con que quizás no era tan diferente o tan singular. Para mí sí lo era porque fue…
— ¿No era tan singular en relación a otros relatos de ese tipo decís?
— A otros relatos de ese tipo, sí. Pero bueno, son criterios también. Yo soy muy influenciable, o sea que tengo que tener mucho cuidado, y a la vez mi primera reacción es: No.
— ¿Sos modelo ”No toco nada”?
— No toco nada. Me da muchos nervios. O toco todo, saco todo. La tiro a la basura directamente, si tiene muchas cosas que corregir. Esta fue la primera vez que me pasó, desde que edito y publico libros, que alguien me dijera tantas cosas sobre una novela y que tuviera que sostener mi postura de manera muy categórica. Y, la verdad, la pude sostener. La sostuve. Fue la primera vez que discutí. No he discutido nunca antes.
— ¿Sufrís mucho cuando te hacen observaciones?
— Por un lado sufro, por el otro lado agradezco. Todo el tiempo estoy tratando de controlar el ego que se ofende porque no tiene ningún sentido. La otra persona te está diciendo lo que cree que te conviene. O lo que le conviene a tu escritura. Después hay un tema de fijarse si eso es lo que realmente querés hacer o lo que realmente creés que se hizo. Lo que me ayuda mucho es a abrir, porque yo soy muy sintética. Entonces, cuando me dicen: “Acá, abrí”, lo que hago es meterme otra vez en la escena y dar tiempo. Yo tengo apuro siempre, no solamente con la escritura. Así que es un aprendizaje de parar y decir bueno, acá falta algo. ¿Qué es lo que no quise mirar?
— ¿Te cuesta detenerte?
— Sí. Y es muy importante. Yo siento “ya está, ya lo dije”. De hecho, con mis alumnos soy feroz con ese tema: “acá ya está dicho, estás subestimando al lector”. ¿Cuál es el equilibrio entre subestimar al lector y sobreestimar al lector? Ese equilibrio a mí me cuesta mucho.
— O, más que sobreestimarlo, tal vez perder un material que puede ser precioso.
— Sí, y pensar: “se entiende, se entiende”. No, no se entiende tanto. O sea, sí se entiende pero como entender que somos diferentes. Tenemos vivencias iguales o parecidas pero somos diferentes y el proceso de alguien para entender es diferente y no es porque sea más lento o menos lento sino porque por ahí necesita tiempo. Tiempo que dan los puntos aparte, los cambios de página, detenerte en una imagen. Y eso a veces me sale y a veces no, a veces es tipo “pa, pa, pa”, viste.
— Claro. La atleta.
— Es así, salto de valla. Yo saltaba con vallas. Salto la valla y sigo corriendo. Sí, tal cual. La atleta corre. Pero a esta edad, no da.
— Estabas hablando de lo influenciable que sos y me preguntaba si, para alguien que además de escribir traduce -y traduce a semejantes bestias de la literatura- cómo trabajas con eso. Cómo vivís esto de tener los dos oficios. Porque en tu caso no es que la traducción es solo una forma de ganarte la vida, que también lo es. Es un oficio que querés.
— Amo. Amo. ¿Y vos te acordás de una película de Woody Allen que se llamaba Zelig?
— Sí, claro.
— Bueno, para los que no saben, porque me doy cuenta que hay algunos que no la vieron, era uno que se hacía amigo de unos chinos y se le achinaban los ojos.
— Se mimetizaba todo el tiempo.
— Se mimetizaba físicamente. Creía lo mismo que el que tenía enfrente. Era muy gracioso. Bueno, yo soy Zelig.
— Se volvía negro.
— Sí, se volvía negro. Le salía como un callo en el labio porque se hacía amigo de unos trompetistas. Era muy ridículo. Bueno, yo tengo esa característica, entonces eso hace que, cuando estoy traduciendo, realmente estoy medio poseída por la autora -traduje todas mujeres, además-, y después me queda algo de eso. Me queda el callo del trompetista aunque no se vea. Me doy cuenta que pasa algo: influyen mucho en mi escritura. Por eso también me encanta traducir semejantes monstruos. Yo traduje a Sharon Olds y pude hablar de mi cuerpo de una manera que antes no podía.
— Qué fuerte eso. Porque en general una suele escuchar que la lectura te lleva a esos lugares pero, claro, en la traducción además hay algo físico que es tomar la voz del otro.
— Absolutamente. Es muy loco. Y John Berger dice que también vas a un momento pre verbal. O sea, un momento antes de que el escritor elija lo que eligió o que se elija, como vos quieras verlo. Y realmente pasa eso. Yo traduje a Jamaica Kincaid y hay algo de la violencia de ella que a mí me permitió escribir cosas que yo antes no podía. Me liberan. Con Julie Hayden fue impresionante.
— Ay, qué buenos los relatos de Julie Hayden.
— Por favor. Vos viste lo que es la forma de hablar del dolor. Otra que es sintética.
— Ahora, estamos hablando en algunos casos de mujeres que no solo fueron y son grandes autoras sino que han tenido vidas…
— Durísimas. Bueno, pero como yo soy Zelig ahí entré.
— Me impresiona eso. ¿Seleccionás lo que vas a traducir? ¿Decís mucho que no?
— Digo que no pero muy pocas veces porque no me guste el material. A veces porque no tengo tiempo o porque justo estoy con un proyecto propio y sé que no voy a poder dedicarle el tiempo que quisiera. Pero en general hay varias que propuse yo. Mavis Gallant, por ejemplo, fue una propuesta mía. Sharon Olds fue una propuesta con Nacho Di Tullio. Tradujimos tres años porque sí y un día dijimos: tenemos 60 poemas, hagamos algo con esto. Es medio así. Y no traduciría a alguien que no me toca de una manera particular. Eso sí. Y me doy cuenta enseguida. Hace un tiempo, no me acuerdo ya cómo se llamaba la autora, pero eran unos cuentos muy mentales, de una norteamericana académica, mental, y como moderna. No sé. Hablaba de los muebles de la casa de una manera que yo empecé a leer y dije: a esto no voy a entenderle el código.
— Es interesante lo que decís porque una lee a Lydia Davis, por ejemplo en No puedo ni quiero y hay algunos textos ahí que dan que pensar “bueno, qué fría es esta mujer en algunas cosas”. Y hay otros en los que te pones a llorar desconsoladamente. El del perro, el de las hermanas.
— El de las focas. El de las vacas. Son una preciosura viste. Y otros que son mentalísimos.
— Pero alterna. Porque, por ahí, sería agobiante si fuera solo una de las dos cosas ¿no?
— No hubiera podido. No me hubiera interesado. No, pero lo que pasa es que los emocionales son…
— Muy potentes.
— Muy potentes, exacto.
— Volvemos a los hombres y a algo que se dice en tu libro. En determinado momento, y ante algunas cosas que le pasan en una ciudad extranjera luego de tener sexo con un desconocido, la narradora dice que “todos los malos polvos se parecen” y termina diciendo que nunca envidió tanto a las mujeres que dormían al lado de sus maridos de toda la vida. “Hay cosas que esas mujeres no van a saber nunca”. ¿Como cuáles?
— Bueno, esa escena en particular, que es una escena de mucha humillación, por ahí sí la entendería desde otro lugar pero no desde ése, especialmente. Yo creo que, finalmente, casada, soltera, como sea, las humillaciones a lo femenino están en todas partes, ¿no? Yo también estuve casada muchos años así que también lo sé. Pero hay algo del desamparo que me parece que es distinto.
— En una cama que no es la de una ya es complicado, y si una está en otro país, en otra ciudad, ni hablar.
— Ni hablar. Bueno, durmiendo con el enemigo también existe, pero es un desamparo distinto, me parece. Aunque sea tu cama, como decís vos. Aunque sea tu casa. Cualquier cosa que profundice yo de lo que me digas pienso, bueno, en realidad no es tan así, viste. Claro que sí hay mujeres que están toda la vida con un marido y que conocen humillaciones similares.
— Te aseguro que aunque llevo muchos años con la misma pareja entendí perfectamente lo que decías.
— ¿Y cómo lo entendiste? Me encanta eso.
— Me pareció que ahí también se hablaba de una forma pesada de la incomodidad, no es solo la humillación. Efectivamente la humillación una la puede vivir en muchas circunstancias, pero cuando estás mucho tiempo al lado de una persona, incluso en aquello en lo que por ahí estás mal, también te acomodás.
— Sí, es verdad eso. Bien, eso, tiene que ver con eso. Ahora no me voy a acordar pero Sharon Olds tiene un poema sobre eso en el que se pregunta sobre las mujeres que se acuestan con alguien que acaban de conocer o que no conocen bien y hace un montón de preguntas interesantísimas al respecto que a mí me parecieron muy buenas y que me hicieron pensar a mí, sí. Probablemente, por ejemplo, eso que la narradora dice al final de ese fragmento de mi libro esté ligado a ese poema de Sharon Olds. Digo esto porque así se arma el tejido de asociaciones. Y además se arma de una manera tan inconsciente que solo cuando me hacen preguntas o cuando un lector me confronta con lo que escribí empiezo a entender esa red complejísima donde se abren cajones y saltan ideas o sentimientos o cosas que tienen que ver también con todas las lecturas. Y eso aparece bastante.
— Sigo con los hombres. Aparecen hombres que hacen sufrir, otros con quienes la relación se terminó. Hay también reencuentros muchos años después. En particular hay un reencuentro con un hombre que está atravesando una enfermedad: es muy emotivo ese fragmento. Porque ¿cómo es reencontrarse con alguien a quien se amó mucho, tanto tiempo después.
— Y, depende, ¿no? Yo tengo la suerte, creo que es la suerte, de que cuando amé a alguien eso no se termina nunca. Aunque me haya separado. Aunque haya sido todo un desastre. Hay algo que resurge muy rápidamente. Y bueno, creo que mi protagonista tiene eso también. Le di eso de mí. Y entonces para mí los reencuentros siempre… Además hay otra cosa, me da mucha curiosidad la vida de las personas. De todas. Me da mucha curiosidad alguien que amé.
— Ni que fueras escritora.
— Tal cual. Entonces, quiero que me cuente qué le pasó, por dónde anduvo. Sí me pasa mucho que estoy perdiendo la capacidad de hablar superficialmente. Quiero que acortemos camino, poné ya el corazón arriba de la mesa, hablemos así. El hígado, el corazón, el riñón, todo, viste. Cada vez tengo menos paciencia con esa cosa superficial. Agotadora la tipa, lo reconozco. Y cuando me reencuentro con alguien que hace mucho que no veo es “bueno, a ver, contame, pero contame lo esencial, no me vengas con pavadas”.
— Pasaron tantas décadas que si empezamos por el detalle…
— Pero hay un hilo. Para mí hay un hilo que va por abajo y que es el hilo profundo de tu búsqueda. El otro día hablaba con una amiga norteamericana que me decía “yo quiero estar con gente que está comprometida con el crecimiento pero el crecimiento como de, no sé, del alma o de…
— Sí, el espíritu. Está bueno eso.
— Es lindo. Y tiene que ver con eso, con “quiero ver por dónde te fue la cosa. Qué te pasó.”
— Hay un personaje que me gusta mucho, que no tiene un vínculo amoroso con la protagonista, que es Dani. Hay otra clase de amor, hay protección, él es alguien muy desprotegido y es el dueño de la casa adonde se va la narradora. Este hombre es taxista, tiene problemas de peso y tiene problemas para vincularse. Me parece un personaje increíble, él solo podría ser protagonista de un relato o de una novela. Está muy logrado.
— Sí. Sí. Lo amo. Qué bueno, qué bueno. Me encanta que digas eso.
— Contame cómo trabajaste ese personaje en medio de una historia que una podría decir que, en principio, no tenía que ver con él.
— No, es que fue creciendo. La vulnerabilidad del personaje me parece que me fue llevando porque la protagonista también es muy vulnerable pero tiene algo como de protección a su vez.
— Tiene herramientas.
— Tiene herramientas. Y en cambio Dani está en carne viva y él ni siquiera es consciente. Y esa necesidad de proteger a ese personaje comenzó a ser cada vez más fuerte y también me parece que hay algún momento donde es tan lo otro, ¿no? Cuando la narradora se enfrenta a él como un otro muy otro, en carne viva. Que es cuando bailan, esa escena donde bailan. Hay algo ahí que es el enorme misterio de aquello que es otra persona.
— Me gusta mucho por distintas razones la parte del festival en Odesa. Me interesa que me cuentes un poco eso, por qué esa crónica de viaje incrustada. Qué te pasó ahí. Qué clase de crecimiento tal vez tuviste ahí y por qué pensaste que tenía que estar.
— Bueno, para mí es una crónica. Tenía parte escrita porque yo fui a un festival literario en Odesa y entonces -esto me pasa mucho-, busco geografías que conozco. Y busco también personajes conocidos, a veces mezclo varios, como hace cualquier escritor. Pero necesito conocer algo de por donde agarro la punta del hilo y era ese lugar en Odesa. Y tenía parte de la crónica escrita pero decidí armar una historia que para mí habla del mundo, es decir, habla de las cosas chiquitas y de las grandes al mismo tiempo.
— Hay varios momentos en los cuales sabemos que la protagonista de Diario de una mudanza se expuso a serios riesgos. ¿Vos te arrepentís de haberte puesto seriamente en riesgo?
— La verdad es que cuando me puse en riesgo en serio fue tan inconscientemente.. Y ahora, cuando miro hacia atrás me doy cuenta de las veces que me puse en riesgo en serio. Yo viajé un año entero con mochila; dormía en el borde del mar con una bolsa de dormir. Ahí es donde aparece lo que vos veías, porque eso fue en esos años. Cuando yo me fui de la Facultad hice ese viaje de un año y fui sola a todas partes; obviamente trabajaba y viajaba. Cuando trabajaba, trabajaba con otra gente. Pero cuando fui a Grecia yo ya tenía ahorrada mucha plata después de haber trabajado en Londres y en París, en Roma, y llegué ahí y entonces estaba de vacaciones. Y durante un mes entero estuve en una playa en el sur de Creta sola. No quería estar en el campamento entonces estaba sola. Te internabas por la playa y había un arbolito y ahí estaba colgada mi mochila.
— ¿22 tenías entonces?
— Sí, 21, 22.
— Muy chiquita.
— Pero yo me sentía de 45, no sé. Y dormía, sacaba la bolsa de dormir y me acostaba en el borde de la playa. A mí no me parecía que yo era valiente, a mí me parecía que era re normal. Me metía la plata, lo que tenía, ahí adentro de la bolsa de dormir y dormía. Y pasaba gente caminando para un lado, para el otro. Y ahora lo pienso… Igual el mundo cambió mucho, está mucho más violento, pero, por ejemplo, todo este tema de las mujeres, de la sensación de fragilidad de las mujeres, que existía todavía más fuertemente en esa época, nunca la tuve. No sentía fragilidad por ser mujer.
— ¿Ante un encuentro con un desconocido tampoco?
— No. No. Era una inconsciente absoluta. Tal vez porque tampoco, como yo te dije, tenía esta sensación. Yo creo que era una desconexión muy grande. Muy grande.
— No veías cómo te veían.
— No. Tal vez no me sentía alguien a quien vieran. De hecho estaba mucho sola y me pasaba que leía y que iba al pueblo, leía, escribía, y nadie se acercaba. Y tenía esta sensación de que yo era medio invisible. Y, ahora, mirando para atrás digo: ¡¿Qué?! Nada invisible.
— No se me ocurre que hayas podido ser invisible, ya desde tu altura sería raro eso.
— Por eso te digo, no sé, tenía esa sensación de ser invisible.
— Tu altura. Tu aspecto. Tenías cuerpo de deportista.
— Claro, pero yo no registraba eso.
— ¿Pero era inconsciencia o también era seguridad?
— No, era inconsciencia. No, seguridad cero. Inconsciencia total. No sé, es muy incomprensible cuando miro para atrás con todo lo que sé hoy en día. Es parte también de lo que quise contar.
— Entiendo que es un libro en el que las mujeres, incluso las más jóvenes, van a encontrar montones de cosas que les van a interesar. Mencionaste varias veces a los varones. ¿Por qué pensás que a los varones les puede interesar?
— Y, es la pregunta de por qué a los varones les interesaría la psiquis, la emocionalidad, el punto de vista, la manera de mirar el mundo de una mujer. Que igual estamos hablando de una mujer y un hombre pero en realidad todos tenemos un poco de todo, ¿no? En el libro muchas veces está esta necesidad de conversar. “Me cuentan los hombres a mí también”, dice la narradora, “me cuentan a mí qué les pasa con el cuerpo, qué les pasa con la andropausia”. Como que ese diálogo no está habilitado para nada. Y es una tristeza porque en realidad, esto lo han dicho ya varias veces, ¿no?, pero a las mujeres siempre nos interesaron los temas de los hombres y los hombres no nos devuelven la cortesía, decía.
— Ya lo vamos a conseguir.
— (Risas) Qué bueno.
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