Ireneo Funes era un muchacho de Fray Bentos, Uruguay, que recordaba todo. ¿Y qué era ese todo? Absolutamente todo. “Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado”. Frente a tal maraña, “resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez”. Funes, escribe Jorge Luis Borges en su cuento publicado en Ficciones, año 1944, “Funes, el memorioso”, “era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso”.
“La memoria es tiempo”, dice Moria Casán en su autobiografía MeMoria: tiempo vivido, experiencia. Pero ese pasado ya está, ya pasó, y ahora, de pronto, hay que reconstruirlo. El caso extremo de Ireneo Funes nos muestra lo problemática que es esa reconstrucción. Si recordarlo todo es una locura, entonces hay episodios que necesariamente deben archivarse en el olvido. Pero, ¿cuáles? ¿Qué encriptado criterio mental rige en la cajonera de la memoria que no solo desecha sino que, además, eso que creíamos evaporado, de repente regresa bajo formas fantasmagóricas? Todos tenemos traumas. Los países, las sociedades también. La pregunta es qué hacer con su terrible presencia imaginaria. En el último tiempo se han publicado muy buenos libros sobre el problema de la memoria.
De repente, lluvia
Uno de ellos, uno de los mejores, es Tres meses; un año, de Fernando Chulak, publicado el año pasado por Beatriz Viterbo Editora. Es una novela —la tercera que publica el autor— cuyo protagonista vive solo con su perro. “Desde hace un año que los segundos, los minutos y las horas son todo lo mismo”, dice. ¿Qué sabemos de este hombre de setenta años cuya monotonía lo sumerge en un tedio que sólo se sostiene a flote porque toma mucho vino y habla consigo mismo en un largo soliloquio? ¿Por qué vive en esta enigmática soledad? Ni él lo sabe. “A veces lucho por recordar; a veces, por olvidarme. Y otras veces soy un idiota y punto”. Pero de a poco los detalles empiezan a emerger en la trama. El quiebre se da con la aparición de quien parece ser su esposa, Julia.
Lleva al perro al veterinario y ve la foto de una mujer que estaba perdida, que la encontraron, que buscan a sus familiares. Está en un pueblo cercano, se aloja en la casa de la mujer que la encontró. Julia no recuerda nada, ni su nombre, por eso la llaman María. Hace un año que no vive con él (¿por qué se fue?, ¿se escapó?), pero la encontraron hace tres meses (¿qué pasó en el resto del tiempo?); no importa, ahora vuelven a vivir juntos y la rutina es todo intuición: ir de a poco, reconstruir el amor, la intimidad, lo que los hizo pareja. Pero en ella los recuerdos están anulados. ¿Y en él? ¿Qué pasa en la cabeza de este hombre que recorre a ciegas los pasillos de su mente? ¿Y si ella no es su esposa? “¿Hay acaso un agujero por donde se escapa la memoria o el cuenco está ya fisurado y se pierde todo por todos lados?”
La novela camina despacio, de a poco, en puntas de pie. Es como ver a un paisajista pintando: primero el horizonte —el cielo arriba, la llanura abajo—, después los árboles, las nubes, los pájaros, los detalles. Hay un mecanismo similar al de la película El padre de Florian Zeller: el lector está adentro de la mente del narrador. El paisaje se está pintando y, de pronto, las interferencias de la memoria: “Una escena, un tipo que habla, un partido de fútbol, un documental sobre tortugas, lo que sea, y de un momento a otro, lluvia. Así se va mi cabeza. Pierdo la señal. Una idea, un recuerdo, una palabra y, de repente, lluvia. ¿Cuánto dura la lluvia, diez segundos, cinco minutos? ¿Cuánto hasta que para y vuelvo a la escena, si es que vuelvo? Sé que pensaba en algo, no sé en qué. Y que el ladrido del perro me despabiló”.
Sueños y quimeras
“La memoria es una boca de tormenta que en las noches de lluvia se atora con basura”. La frase aparece en La sombra de un jinete desesperado, de Juan Mattio. Es un libro de ocho ensayos que publicó Ediciones Godot el año pasado. El tema central no es la memoria, pero es un ángulo para abordarlo ya que se manifiesta de forma variada e insistente. En principio, al igual que en la novela de Chulak, aparece la metáfora de la lluvia; pero ese es solo un detalle. Podría decirse que la tensión que pone Mattio en este libro es entre memoria y realidad. Por eso dice que “toda realidad vivida en el capitalismo es, en último término, fantasmagórica”. El planteo es interesante: si hoy reinan “los sueños y las quimeras de las mercancías”, entonces “la vida real en el capitalismo es una fantasía”.
Las fantasías son fantasmas. ¿De dónde vienen? Del futuro, tal vez: lo que queremos ser, lo que deberíamos ser. Pero sobre todo del pasado: la historia oficial y los deshechos que el mundo olvida, que nuestra mente diluye, y que, reprimidos, regresan bajo formas aterradoras. Si “nuestra memoria es parcial, insuficiente, equívoca”, entonces estamos frente a un problema complejo: “la fragilidad que supone el acto de recordar (...) convierte la propia vida en algo así como un misterio. Un crimen extraño que intentamos comprender”. Ene estos lúcidos ensayos que amalgaman con gran fortaleza ciencia ficción y marxismo, Mattio habla de autores, ideas y reflexiona casi en voz alta. “No hay memoria falsa”, dice, y cita a Philip K. Dick: “Todo es verdad. Todo lo que las personas han pensado alguna vez”.
Los recuerdos y las palabras
¿Registrar el deterioro? Sí, pero hay algo más. ¿Por qué son tan lindos los caballos? de Julieta Correa es un diario: crónica de los días, soliloquios profundos, frases de autores, textos de Sari, su madre. “Sari nació el 2 de enero de 1963 en Buenos Aires. Ahora tiene 61 años y un diagnóstico de demencia”. “Trato de dejar un registro de cómo se fue apagando”, escribe. La literatura como forma de mirar al dolor a los ojos: agarrarlo con fuerza, clavarle la mirada hasta que afloje. Pero hay algo más: “Lo que le falta a Sari es poder decir, no recordar. Los recuerdos siguen estando adentro de la cabeza. No es que se borran o desaparecen, están ahí. Solo que no puede llegar hasta ellos. O llega, pero le quedan adentro de la boca. Dormidos o enredados. Me parece una revelación. No es la memoria, son las palabras”.
Los muros encriptados del silencio
“Padre comenzó a tener problemas de memoria hace exactamente cinco años”, empieza Popit, quinta novela de Juanjo Conti. “Al principio, había olvidado controlar que algunos procesos de backup se ejecutaran correctamente”. El padre del protagonista es ingeniero informático. “En dos ocasiones había confundido el comando para apagar servicios que se tenían que dar de baja y terminó por detener sistemas críticos”. Pero “la gota que colmó el vaso”, como dijo la gerenta, fue cuando le dijo: “A vos lo único que te interesa es facturar”. Los médicos le diagnostican alzhéimer. “Cuando no está caminando, en clases de música o comiendo, lo común es verlo sentado con la mirada hacia abajo, moviendo veloz los dedos sobre el popit naranja flúo, subiendo y bajando burbujas, como si de un trabajo se tratara”.
La enfermedad avanza. “Nos lo había dicho el doctor de los caballos. Siempre que alguien de una familia se enferma como le había pasado a Padre, el resto de los miembros se enferma con él. No se refería a que los demás empezarían con problemas de memoria u otras fallas cognitivas, sino al desgaste propio de la situación”, escribe Conti en este libro publicado por la Editorial Municipal de Rosario, que se nutre de su experiencia familiar: su padre tiene Alzheimer y él es ingeniero y programador. El punto de vista es el opuesto al de la novela de Chulak. Acá la historia cambia cuando el protagonista ve patrones en las burbujas que su padre aprieta en el popit. Imagina un código secreto. ¿“Está queriendo comunicarse”? Se obsesiona, habla con programadores: quiere atravesar los muros encriptados del silencio.
La canción de mis ancestros
Con mis manos dormidas (Elemento Disruptivo) empieza con la muerte del padre. Juan Pablo Abraham pone una cesta de pan al lado de un teléfono y en esa imagen simple construye con suma belleza la posibilidad que tiene la literatura: que el mundo, en su afán imperturbable, por fin nos hable. Entonces recuerda una voz que una vez le habló de “silbar una vieja melodía de mis muertos”, de “la canción lejana de mis ancestros”, y el poemario se empieza a nutrir de aquellos inmigrantes que llegaron primero, “la Paloma que surcó el cielo de Pompeya”, “la explosión final del Vesubio”, Córdoba y las niñas hablando del sol hasta conformar una memoria colectiva —siempre difusa, extraña, inabarcable— donde los recuerdos ya no son propios, individuales, narcisistas, vanidosos, sino de alguien más, de algo más: el tiempo.