—Una tostada de palta —le digo a la cajera, parada frente a ella como si en vez de haber ido a un restaurante estuviera esperando un reparto de comida.
La chica es educada, ha sido entrenada para no contradecirme, así que pispea, de reojo, el cartel que tiene a un costado y marca: Avocado toast.
“Avocado toast”, dice mi ticket: no palta, no tostada.
Estoy viejísima.
La tarde en que me enteré de que había muerto el hermano de mi abuela no pensé nada: mi abuela tenía muchos hermanos, no nos veíamos seguido, yo estaba intensamente en mi vida veinteañera. No sabía —lo sé ahora, 35 años después— que mi vida empezaba a cambiar de manera decisiva. Voy a eso.
Cuando uno es chico piensa que envejecer es como correr por una calle ancha en medio de una maqueta. A los lados, todo está quieto y uno avanza, cada vez más lento, con algún achaque, cada vez más cansado, hasta el final.
Pero nos vamos haciendo grandes y la cosa no es tan así. Uno se mueve, sí, cada vez más lento, sí, pero no hay maqueta. Alrededor las cosas cambian de manera frenética: cuando nos acerquemos al final, de aquello que veíamos cuando arrancamos no quedará nada y, si la carrera es larga, no quedará nadie.
Lo más evidente son las personas. Los abuelos, sus hermanos, sus hijos, eran parte del paisaje de la infancia. Como conocimos el mundo mirando ese paisaje, creímos que así era el mundo. Nos había tocado ser chicos, a ellos les había tocado ser grandes; en el tiempo lento de la infancia —sí, para los grandes los chicos crecen rápido, pero cuando somos chicos lo vivimos despacio— esos adultos son columnas. Están siempre, vienen siempre a la fiesta de fin de año, la abuela trae siempre el pollo con papas, el tío hace siempre el chiste verde.
Cuando pasa el tiempo y empezamos a medir como ellos, somos nosotros los que estiramos la cuerda, nos ponemos esa ropa que no se podía, nos metemos con esa gente que no les gustaba, nos vamos a ver otros horizontes. Ellos están, son sólidos, el lugar a donde volver, el muelle desde el que tirarnos al agua. Son el mundo.
Pero un día, ah, se muere un hermano de la abuela. Un cambio en el paisaje demasiado sutil para alterarnos, pero que es sólo el comienzo de un camino. Tiempo después se muere otro y un día cualquiera la prima Tal tiene un hijo y, entre sus berridos, dejamos de ser la generación más joven de la familia. Se va el tío que cantaba tangos, entran cinco novios y cuatro novias, se va el que trabajaba en Once y que aquella vez que nos perdimos nos dio plata para volver, entran otros tres sobrinos, se va el que era como un hermano para mamá. Se va mamá.
Cuando levantamos la cabeza, el mundo —esa foto sobre la que nos recortábamos— no existe más y somos, con nuestros chistes malos, nuestro yogur casero y nuestros asados en parrilla eléctrica, el paisaje de otros.
¿Y cómo nos sentimos sin nuestro mundo?
“Yo ya estoy muerto”, me decía hace años el escritor colombiano Fernando Vallejo -autor de La virgen de los sicarios-. Me explicó que era por eso: su gente, sus amigos, todos muertos. Caminaba raro en ese mundo de otros. Yo era demasiado joven para entenderlo.
Algo similar pasa con la ciudad, las cosas, las costumbres.
Esa avenida por la que íbamos al zoológico: llegabas desde el sur, doblabas a la derecha... zas, cambió de mano. De pronto estás perdido en un lugar que recorriste durante años.
La gomería de la esquina, su mugre, sus muchachos forzudos ahora son una torre con columnas imponentes, vidrios gruesos y un “Tótem” (una pantalla vertical más alta que yo) que, como el éxtasis del chismoso, sabe quién entra con quién, quién pasa con quién y ¿verá cuando la perra se para justo justo ahí a hacer lo suyo?).
Extraño el paisaje conocido. Envejezco.
Aquel libro de Simone de Beauvoir
Recuerdo, por eso, La vejez, un libro tremendo que escribió Simone de Beauvoir y que fue central en un artículo con el que prácticamente inicié mi carrera periodística. El libro se publicó en 1970 y da escalofríos ver que las cosas que dice siguen vigentes. Las más existenciales, claro. Pero también las económicas.
“La ley de la vida es cambiar”, escribe la filósofa francesa. Claro, el cambio es permanente y, ya se sabe, no nos bañamos dos veces en el mismo río. Pero eso que a los 20 se canta sacando pecho y garganta al viento —”cambiar por cambiar nomás”— se va volviendo condena. “Lo que caracteriza al envejecimiento es cierto tipo de cambio irreversible y desfavorable, una declinación”, dice De Beauvoir, que para cuando salió el libro ya tenía 62 años. Y aunque le quedaban mucho tiempo de vida —murió a los 78— ya veía cómo sería el camino.
Declinación, digo. Y saltan sobre mí cientos de páginas, videos que me explican todo lo que tengo que hacer —el esfuerzo que tengo que hacer— para sostenerme. No declinar, sostener.
En un hermoso libro que salió el año pasado el argentino Pacho O’Donnell —psicoanalista, escritor, historiador— cuenta que a los 63, y después de un susto cardíaco, se puso a entrenar y que eso lo fortaleció, lo alegró, le devolvió el deseo y la performance sexual. La nueva vejez, se llama el libro, que es esperanzador aunque deja claro que eso da tanto trabajo. Ser joven es algo que ocurre, ser un viejo sano, fuerte y lúcido es algo a lo que hay que dedicarse.
Mucho tiempo pensé en la traición del cuerpo. Ese cuerpo mío, volviéndose otro en mi contra, traición. Hasta que un poco en chiste y un poco en serio otro psicoanalista —y humorista—, Rudy, me contestó con una máxima conocida: el que avisa no es traidor. El cuerpo avisa, nacimos avisados. Escuchar ese aviso no es tarea fácil.
Y por supuesto hubo quienes quisieron transformar el destino. A fines del siglo XIX, cuenta De Beauvoir, algunos sostuvieron que el envejecimiento se debía a la involución de las glándulas sexuales. Y se pusieron manos a la obra. “Brown-Séquard, profesor del Collège de France, se inyectó a los 72 años extractos de testículos de cobayo y de perro, sin resultado duradero.Voronoff, también profesor del Collège de France, inventó injertar en hombres de edad glándulas de mono: fracasó”.
El trabajo de Simone de Beauvoir —que tradujo nada menos que Aurora Bernárdez, la primera mujer, amiga y finalmente albacea de Julio Cortázar— es un recorrido que pretende entenderlo todo. Arranca en la biología, pasa por cómo se vio esta etapa en distintas culturas y cómo se la ve hoy, tiene en cuenta juegos de poder, organizaciones sociales y el lugar que cada uno ocupa en la economía según pasan los años.
Sabe que no somos todos iguales y busca datos para apoyar esta intuición. Un estudio realizado en Países Bajos le aporta información. Dice: “Hay grandes diferencias según el grado de cultura de los sujetos. Unos tests de memoria hechos en Groninga, sobre 3.000 personas, muestran que en todos disminuye con la vejez, pero menos en los intelectuales que en los trabajadores manuales, menos en los viejos obreros calificados que en los peones, menos en las gentes que siguen trabajando que en los jubilados”.
“Una miserable limosna”
Muchas cosas se pueden pensar de por qué los viejos tienen este o el otro lugar en una sociedad. Se puede pensar qut tienen un lugar malo porque se debilitan, si la fuerza es lo que marca el poder (en una sociedad donde valga más el dinero que la fuerza, un anciano rico no será más débil que un joven pobre). O porque marcan el inexorable camino a la muerte, lo representan; son eso que sabemos pero no queremos saber.
De Beauvoir lo dice así: “Toda sociedad tiende a vivir, a sobrevivir; exalta el vigor, la fecundidad, ligados a la juventud; teme el desgaste y la esterilidad de la vejez”.
Pero si algo no somos los humanos es animales pura biología y nuestra supervivencia no depende de lo que recogemos o cazamos día a día. Entonces algunas cosas cambian. La filósofa habla de Confucio, que vivió en China unos 500 antes de Cristo y, dice, “reglamentó rigurosamente las relaciones de los inferiores con los superiores”. En ese modelo, que todavía tiene influencia en Oriente, incluso en sociedades tan modernas como la coreana, “toda la casa debía obediencia al hombre de más edad”. ¿Cómo se relaciona esto con la vida material? ¿Por qué es así? ¿Por qué ahí mandaba un hombre grande? De Beauvoir dice que se debe a que “el cultivo intensivo que se practica en China exige más experiencia que fuerza”. Ese capital de los mayores, el conocimiento, servía a la subsistencia. Eso siempre te da un buen lugar.
Lo contrario, dice, pasaba en la Edad Media. Escribe De Beauvoir: “Cuando la propiedad no es garantizada por instituciones estables sino que se merece y defiende con la fuerza de las armas, los viejos quedan relegados a la sombra; el sistema descansa en los jóvenes, son ellos los que poseen la realidad del poder”. Está clarito y y cada uno hará las analogías que crea correctas.
En este sentido, lo que la filósofa dice de las jubilaciones parece haber sido escrito hoy, o el año pasado, o hace cinco. Habla de lo que se les asigna a los mayores. Leé con cuidado:
“Cuando se decide su condición económica parece considerarse que pertenecen a una especie extraña; no tienen ni las mismas necesidades ni los mismos sentimientos que los otros hombres puesto que basta acordarles una miserable limosna para sentirse en paz con ellos. Esta ilusión cómoda es acreditada por los economistas, por los legisladores cuando lamentan el peso que los no activos representan para los activos, como si éstos no fueran futuros no activos y no aseguraran su propio futuro instituyendo la protección de las gentes de edad”.
¿Y por casa?
Y por casa, ya sabemos. De pronto en todas partes todo el mundo es joven. De pronto la doctora que nos atiende en la guardia podría ser nuestra hija. De pronto todo el mundo te enseña a vivir, como si no tuvieras un montón de experiencia.
De pronto la música es esa cosa que te parece chocante y tonta y eso te distancia de la fiesta. Lo que les pasaba a nuestros padres, horrorizados con Moris o aburridos con los Bee Gees.
¿Envidia de la juventud? ¿Ganas de que me guste el trap, de tatuarme toda, de conocer gente en las redes, de cortarme el pelo no sé cómo? No, no es ganas de tener la juventud de hoy sino quizá —no es mi caso, yo por ahora disfruto la edad que tengo— la juventud de uno. Pero, como cantaba el gran —y viejo— Charly:García “Y si mañana es como ayer otra vez, lo que fue hermoso será horrible después”.
No hay vuelta atrás ni ganas de travestirse generacionalmente.
Aquella nota mía con el libro de Simone de Beauvoir —yo tenía 27 años— sostenía que el saber de los viejos ya no servía porque los viejos sabían cosas de un mundo que había cambiado. Como si tuvieras la gambeta de Messi, pero ahora se jugara al básquet. Era la primera mitad de los años 90, qué me iba a imaginar todo lo que faltaba cambiar, cuántos juegos aprendería a jugar, cuánto vería el decorado de la vida transformarse y transformarse.
Mientras miro las nuevas olas yo ya soy parte del mar. Y en buena hora.
Mis subrayados
- “Mientras conserva eficacia, permanece integrado a la colectividad y no se distingue de ella, es un adulto masculino de edad avanzada. Cuando pierde sus capacidades, se presenta como otro; entonces se convierte, mucho más radicalmente que la mujer, en un puro objeto. La mujer es necesaria para la sociedad; él no sirve para nada: ni moneda de cambio ni reproductor ni productor; no es más que una carga”.
- “Antes de que nos caiga encima, la vejez es algo que sólo concierne a los demás”.
- “Cuando se los interroga sobre su futuro, los jóvenes, y sobre todo las muchachas, interrumpen la vida a los 60 años, cuando más. Algunos dicen: ‘No llegaré hasta entonces, me moriré antes’. Y otros incluso: ‘Me mataré antes’”.
- “Un campesino hace comer a su padre separado de la familia, en una pequeña escudilla de madera; sorprende a su hijo juntando maderitas: ‘Es para cuando tú seas viejo’, dice el niño. Inmediatamente el abuelo recobra su lugar en la mesa común”.
- “El niño supera al adulto por la riqueza de sus posibilidades, la inmensidad de sus adquisiciones, la frescura de sus sensaciones; ¿basta esto para considerar que al adquirir edad se degrada? Ésta parece haber sido hasta cierto punto la opinión de Freud: “Piénsese en el contraste entristecedor que existe entre la inteligencia resplandeciente de un niño sano y la debilidad intelectual de un adulto medio”.
- “En el siglo XIII, Rogelio Bacon, que consideraba la vejez como una enfermedad, escribió para Clemente VI una higiene de la vejez en la que concede un gran lugar a la alquimia. Sin embargo, fue el primero que tuvo la idea de corregir la vista con cristales de aumento. (Se fabricaron en Italia poco después de su muerte en 1300. El uso de dientes postizos era ya conocido por los etruscos)”.
- “Los progresos de la medicina han modificado la situación. Defendido contra gran cantidad de achaques y enfermedades, el cuerpo resiste más tiempo. Mientras el espíritu conserva su equilibrio y su vigor, se consigue de ordinario mantener al sujeto en buena salud física; ésta se arruina cuando el ánimo cede; si la vida filosófica se degrada gravemente, las facultades intelectuales se perturban”.
- “Del conjunto de tests y estadísticas se deduce una importante consecuencia: cuanto más elevado es el nivel intelectual del sujeto, más débil y lenta es la disminución de sus facultades. Si continúa ejercitando su memoria y su inteligencia puede conservarlas intactas”.
- “El paso del tiempo entraña desgaste y debilitamiento; esta convicción se manifiesta en los mitos y ritos de regeneración, que desempeñan un papel tan importante en todas las sociedades de repetición: los antiguos, los primitivos e incluso sociedades rurales más avanzadas”.
- “Hasta el siglo XIX, nunca se menciona a los “viejos pobres”, pues eran poco numerosos, la longevidad sólo era posible en las clases privilegiadas; no representaban estrictamente nada”.
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