Si un hombre llega a una sala de emergencia con dolor en el pecho, lo habitual es que se le hagan estudios para descartar o confirmar que está sufriendo un infarto. Pero ese problema no se manifiesta de esa misma manera en las mujeres. Y si una mujer llega a la misma sala de emergencia con mareos, náuseas y falta de aire, lo habitual es que se la envíe de regreso a su casa con instrucciones de relajarse, acaso con un ansiolítico y la indicación de buscar tratamiento psicológico.
Las salas de emergencia médica no son guaridas de gente misógina y malvada. Pero la historia de la medicina carga con las desigualdades y los prejuicios sociales que afectan otras áreas. Y en el caso de la salud de las mujeres, lleva siglos de diagnósticos errados, tratamientos delirantes y hasta intervenciones quirúrgicas brutales.
De eso se trata Unwell Women: Misdiagnosis and Myth in a Man-Made World (Mujeres indispuestas: diagnósticos errados y mitos en un mundo hecho por hombres), una investigación de la historiadora británica Elinor Cleghorn.
Que partió, penosamente, de su propia experiencia. Ella tiene lupus, una enfermedad autoinmune muy difícil, y encontrar alguien que sumara todos los síntomas y viera el cuadro completo sin el preconcepto de “la cuestión hormonal” le llevó siete años y un golpe de suerte.
Muchos de los casos que presenta parecen sacados de El cuento de la criada, el libro de Margaret Atwood y la serie de HBO: incluyen experimentos sin anestesia en esclavas negras, porque se creía que sentían menos dolor que las mujeres blancas; extirpación del clítoris para calmar presuntas compulsiones histéricas; lobotomía frontal para combatir lo que se consideraba nerviosismo que las desviaba del ideal de domesticidad.
Una historia social de la medicina
“Nos enseñan que la medicina es el arte de resolver los misterios del cuerpo. Y esperamos que la medicina, como ciencia, sostenga los principios de la evidencia y la imparcialidad”, escribió Cleghorn. “Esperamos, y merecemos, un tratamiento justo y ético más allá de nuestro género o del color de nuestra piel. Pero en este punto las cosas se complican. La medicina carga con el peso de su propia historia problemática”.
Una historia tan social y cultural como científica, detalló: “Es una historia de gente, de sus cuerpos y sus vidas, no sólo de médicos, cirujanos, clínicos e investigadores. Y el progreso médico no ha avanzado sólo en laboratorios, pupitres, conferencias y libros de texto; siempre ha reflejado las realidades del mundo cambiante y los significados de ser humano”.
La medicina moderna evolucionó a lo largo de siglos en un contexto histórico en el cual las mujeres fueron subordinadas en política, en patrimonio y en educación. Con una necesidad extra de dominar su capacidad de engendrar, de la cual se derivaban enormes consecuencias económicas.
“Las mujeres fueron rotuladas por sus diferencias anatómicas respecto de los hombres y fueron médicamente definidas como incorrectas, defectuosas, deficientes. Pero las mujeres también poseían un órgano de enorme valor biológico —y social—: el útero”, analizó el libro. “La posesión de este órgano definió el propósito de las mujeres: tener y criar hijos. El saber sobre la biología femenina se centró en la capacidad —y el deber— de reproducción de las mujeres”.
De ahí a identificar a la mujer con su biología había un paso; y una biología tan problemática sólo podía generar una persona débil, gobernada por esos humores caprichosos. “Desde luego, no todas las mujeres tienen úteros y no todas las personas que tienen úteros o que menstrúan son mujeres”, precisó Cleghorn. Pero la medicina, históricamente, ha insistido en fusionar el sexo biológico con la identidad de género”.
No ayudó mucho que en el Génesis la voz divina dijera a la mujer tras el episodio de la serpiente y el fruto del árbol prohibido: “En gran manera multiplicaré tu dolor en el parto, con dolor darás a luz los hijos; y con todo, tu deseo será para tu marido, y él tendrá dominio sobre ti”.
Tampoco que Hipócrates, el primero en plantear que la enfermedad resultaba de un desequilibrio en el cuerpo y no de la voluntad de los dioses, considerase que el cuerpo de las mujeres era diferente del cuerpo de los hombres por un órgano. Todo malestar femenino se explicaba como una dolencia del útero.
Que era, según describió un autor romano, “un animal dentro de un animal”.
Unwell Women cita a Charles Meigs, un obstetra del siglo XIX, quien explicaba en sus clases que la mujer era “una criatura gestacional y sufriente”. Dado que para ellas el dolor viene con el cuerpo, se lo minimiza y se lo normaliza: su queja sólo puede ser patológica. Y aun así es difícil de entender si el modelo de paciente es varón y la mujer es una especie de subgrupo.
¿Es una exagerada? ¿Está loca? ¿O es una loca exagerada?
Esas nociones de la histeria (término que deriva de hystera: útero en griego antiguo) como la cifra de los problemas femeninos sobrevivieron como consenso indiscutido, como idea razonable y base científica, hasta finales del siglo XIX. Si el dolor era algo que venía con el cuerpo femenino, hecho para procrear, una mujer que se quejase de dolor era un oxímoron: el problema seguramente emanaba de su cabeza, afectada por el subibaja hormonal.
El origen de Unwell Women fue el diagnóstico que su autora recibió en 2010 de lupus eritematoso sistémico, una enfermedad de la que se conoce muy poco y que por cada hombre que afecta, la sufren nueve mujeres.
Llevaba ya una década con síntomas como inflamación o dolores en las piernas; en su primera consulta le dijeron que podía estar embarazada, o que tal vez era gota. Pero los exámenes indicaron que ninguna de esas hipótesis era cierta. “Ninguna prueba dio mal”, le dijo el médico. “Probablemente son sólo tus hormonas”. Cada tanto sentía dolores, o el corazón se le disparaba y se quedaba sin aire. ¿Angustia, tal vez?
En 2009 tuvo un embarazo muy complicado: su sistema inmunológico había atacado al feto en su vientre; si bien llegó a término, cuando su bebé nació reveló problemas cardíacos. Pero el niño vivió y nadie asoció los síntomas de la madre, que al cabo de casi 10 años de sufrirlos empezaba a pensar que todo estaba en su cabeza, con el episodio. Cuando Cleghorn llegó a la sala de emergencias, a poco más de dos meses del nacimiento, le dieron ibuprofeno y la mandaron a su casa. Cuando regresó un poco peor, dos días más tarde, le diagnosticaron “Enfermedad cardíaca tóxica post parto” y la dejaron hospitalizada.
En la sala coronaria le tocó un control con varios especialistas; un reumatólogo leyó toda su historia clínica mientras un cardiólogo la revisaba por el fluido acumulado alrededor de su corazón y le preguntó si le habían hecho una prueba de factor reumatoide. Se trata de un anticuerpo elevado en enfermos de artritis, ciertas infecciones crónicas y algunas enfermedades autoinmunes, entre otras. El lupus es una de ellas.
Así se completó el rompecabezas de una enfermedad que le había arruinado la vida durante 10 años.
Pero fue sólo el comienzo. Cuando le dieron el alta y la derivaron a una clínica especializada, se encontró con nuevas dudas sin solución: ¿qué causaba el lupus? ¿Era un mal genético? ¿Por qué la sala de espera estaba llena de mujeres? Todo eso se ignora. Sólo le explicaron que hay medicación para controlar los síntomas.
Entonces ella comenzó su propia investigación.
Sin consentimiento o sin anestesia
Casi enseguida Cleghorn encontró que, estadísticamente, si una mujer no recibe un diagnóstico rápido, las demoras la conducen a la autopista de la seudo explicación hormonal. También encontró numerosos casos en los que las mujeres que sufrían síntomas complicados recibieron un diagnóstico errado, con frecuencia de males psiquiátricos, “sólo para que los médicos reconsiderasen sus dolencias durante las autopsias”.
En el siglo XIX Isaac Baker Brown, una eminencia de la cirugía británica, practicaba unas “curas ginecológicas” que consistían en extirpar los ovarios o el clítoris a las mujeres “como forma de poner sus cuerpos en orden, hacer que se comportaran, frenar el desenfreno que se creía inherente a lo femenino”.
Por esa misma época el escocés James Young Simpson se animó a contradecir siglos de dolor en el parto al argumentar que no había razones para privar de anestesia a las mujeres, siempre que fueran “civilizadas”, en sus palabras: blancas y de clase alta. Se suponía que la sangre africana o el trabajo endurecían a las mujeres y no necesitaban ayuda con el dolor.
Con ese mismo criterio, a mediados del siglo XIX James Marion Sims, el padre de la ginecología moderna, “condujo experimentos en mujeres negras esclavizadas, sin anestesia”. Hasta que en 2018 el movimiento #MeToo llamó la atención sobre sus intervenciones quirúrgicas bárbaras, Sims tuvo una estatua en el Central Park de Nueva York durante más de un siglo.
No se trata de un pasado muerto. “Un estudio de 2016 mostró que los mitos sobre las diferencias biológicas raciales condujeron a disparidades enormes en el tratamiento médico del dolor de la gente negra”, destacó Unwell Women. “La creencia falsa pero generalizada de que las mujeres negras sufren menos el dolor, porque se supone que tienen ‘una piel más gruesa’ y ‘menos terminales nerviosas sensibles’ se origina en las falsedades deshumanizantes que se perpetuaron para justificar los abusos horribles de las personas negras esclavizadas en la historia contada por los blancos”.
Del mismo modo, la actualidad del insulto “histérica” tiene sus raíces en tratamientos monstruosos: en las décadas de 1930 y 1940 los neurólogos estadounidenses Walter Freeman y James Watts realizaban lobotomías prefrontales en mujeres como una cura para males inexistentes. “Describían a las mujeres como arpías, muy nerviosas y gritonas, histéricas, antes de someterlas al procedimiento”, explicó Cleghorn. “Luego hablaban de que habían vuelto a un estado casi infantil de feliz ignorancia”.
Un hombre les dijo a Freeman y Watts que desde la cirugía a su mujer todo le daba lo mismo, como un elogio. De todas las lobotomías prefrontales realizadas en los cuarenta y los cincuenta, el 75% aproximadamente se hizo en mujeres, y muchas en mujeres menopáusicas.
La píldora anticonceptiva, que tanto sirvió a la autonomía de la mitad de la población adulta, obtuvo la autorización de la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) luego de un ensayo clínico realizado en Puerto Rico entre mujeres que no sabían que participaban de un experimento ni conocían los efectos secundarios del tratamiento con estrógenos.
Dado que en los Estados Unidos continentales la anticoncepción no era legal, la prueba en un amplio grupo de mujeres se realizó entre puertorriqueñas: los investigadores necesitaban “una jaula de hembras ovulando”, según una carta que citó Cleghorn, y no hablaban precisamente de ratones. Se eligió, además, a mujeres apenas alfabetizadas y con muchos hijos, de manera tal que aceptaron sin mayor cuestionamiento participar en un proyecto que se presentaba como muy seguro y traía la ventaja de evitar el embarazo.
En la década de 1950 la píldora anticonceptiva combinada tenía niveles de estrógenos tres veces mayores que la actual. Los investigadores tomaron nota de la “hiperactividad emocional” de las puertorriqueñas, pero no supieron si atribuirlo al producto o al temperamento de la mujer latina.
“Cuentos, falacias, presunciones y mitos”
El problema de base es que, a los fines de entender qué es un funcionamiento anormal del cuerpo, hay que construir primero una idea de normalidad, y esa idea se modeló en un hombre blanco delgado. Hasta el presente, las mujeres y las etnias están sub representados en los ensayos clínicos (algo que se volvió a observar durante la pandemia de COVID-19, cuando muchos estudios tuvieron problemas para encontrar candidatos que representaran la diversidad de la población humana) y todavía se habla de la menstruación y la menopausia como problemas en lugar de señales de una salud normal.
Si bien ya no se considera que una mujer que lucha por la igualdad de sus derechos sufra de “morbilidad histérica”, como se diagnosticaba a las sufragistas, el sesgo sexista permanece en formas lesivas. “Al atravesar esta historia que a la vez fascina y enfurece —escribió la autora—, este libro indaga en las maneras en que la medicina androcéntrica ha estudiado, evaluado y definido las condiciones biológicas y anatómicas etiquetadas como ‘femeninas’.”
Por ejemplo, Cleghorn citó una publicidad de la terapia de reemplazo hormonal en la que se ve a un grupo de mujeres mayores divirtiéndose junto a unos hombres, con la leyenda “Ayuda a mantenerla así”: hasta no hace demasiado tiempo se prescribía sin conocer su costo para muchas mujeres, debido a la relación entre estrógeno y cáncer. Otro caso del libro es la endometriosis, una enfermedad descripta en 1920 que afecta al 10% de las mujeres: “Todos sus misterios diagnósticos se mantienen hasta hoy”, escribió. “Todavía no se sabe qué la causa”. Su identificación hoy demora, en promedio, entre siete y nueve años.
“Las expectativas de género prejuiciosas afectan directamente cuán real y serio se percibe que es el dolor de una mujer, hasta qué punto merece tratamiento”, sintetizó Unwell Women. “Las mujeres tienen más probabilidades de que les ofrezcan tranquilizantes menores y antidepresivos que de que les ofrezcan analgésicos. Las mujeres tienen menos probabilidades de que les ordenen más investigación diagnóstica que los varones. Y su dolor tiene muchas más posibilidades de ser atribuido a una causa emocional o psicológica que a una física o biológica”.
Eso no tiene base científica: es un destilado social y cultural. “Los estereotipos dominantes sobre la manera en que las mujeres sienten, expresan y toleran el dolor no son un fenómeno moderno: han sido enraizadas a lo largo de la historia de la medicina”, completó el texto. “Nuestro conocimiento biomédico contemporáneo está manchado con residuos de viejos cuentos, falacias, presunciones y mitos”.
Como inconveniente adicional, el saber médico tiene la capacidad de validar las expectativas sociales y culturales dominantes, y así ha funcionado al punto de normalizar ideas sobre qué deberían sentir las mujeres y, sobre todo, qué pueden o no hacer con sus cuerpos. Concluyó Cleghorn: ”La medicina, desde su mismo inicio, ha abrazado mitos discriminatorios sobre la diferencia binaria de los géneros en la formación de su conocimiento”. Su consecuencia: “La salud y las vidas de todas las mujeres indispuestas de hoy se ven profundamente afectadas por esta historia mitificadora”.
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