‘El Automático’, o el café en el que se quiso cambiar el arte y la literatura colombiana

Hubo un tiempo en el que Bogotá era una ciudad de cafés, no de cafeterías como lo es hoy. En estos sitios, poetas, escritores, pintores, músicos y políticos, intercambiaban opiniones y críticas, también se leían, por primera vez, versos y relatos, y se exponían obras de pintores que buscaban renovar la plástica nacional

En siglo XX, los sitios de encuentro para comentar la vida nacional, el arte, la literatura y la política eran los cafés, esta es la historia de El Automático, uno de los más míticos. Foto: Infobae.

Entre finales de los años cuarenta y finales de los cincuenta, un café —que no una cafetería— fue el fortín de la intelectualidad y la cultura en Bogotá. Sobre la Avenida Jiménez con carrera quinta, en diagonal a la plaza del Rosario funcionó por varios años El Automático, el pequeño reino de poetas, escritores, uno que otro periodista y algunos tantos pintores, que entre cafés y aguardientes debatían —o discutían— sobre literatura, artes, ajedrez y alguna que otra noticia de la actualidad nacional.

El Automático abrió sus puertas, más o menos, luego del Bogotazo, a finales de 1948. La verdad es que ya las tenía abiertas desde antes, solo que, bajo el nombre de La Forteleza, luego, cuando lo compró una pareja de belgas recibió el nombre con el que se eternizó en la historia bogotana. Esta pareja había vetado a uno de los habitués más icónicos del café, León de Greiff, por lo que el pánida, el nuevo, le pide, con otros amigos, a Fernando Jaramillo Botero que compre el café.

Jaramillo Botero, nacido en La Ceja (Antioquia), llegó a Bogotá en 1938, luego de varias aventuras comerciales en Caldas y su natal Antioquia.

A la capital llegó en plan de juerga, de ver qué pasaba y lo que pasó es que fue comprando y vendiendo cafés, como quien cambia de ropa o de láminas de un álbum. El primero fue Felixerre, que compró estando borracho y en un arranque para demostrarle al mesero, con el que peleaba que no estaba hablando con cualquiera.

El café Winsor fue uno de los cafés más importantes de la década de los veinte. Foto: Tomada de /facartes.uniandes.edu.co.

En una crónica publicada por Cromos en los sesenta, Jaramillo Botero cuenta: “Yo estaba borracho tomando un trago en el café “Felixerre” cuando vi que me iban a pasar una cuenta muy grande y discutí con el mesero…”, paisa hasta la médula le preguntó: “Cuánto vale el café o es que creen que la maleta es de hojas…”. Sacó en ese momento tres mil pesos y, los dos mil restantes, los pagó con letras.

Con lo que no contaba es que el café estaba desabastecido y tuvo que pedir fiado a Jorge Z. Baquero los cien pesos que costaba el inventario y pudo abrir el café al día siguiente. Además de esto, Jaramillo Botero contó que se ganó cinco mil pesos en la Lotería de Cundinamarca, con lo que, al poco tiempo, compró el café Mahoma, después El Polo, que vendió para comprar el Luis XV, que vendió un año después, pese a las buenas ganancias que le dejaba, al dueño de la polvorera Barragán.

Después de una incursión industrial junto a Manuel Giraldo —que resultó preso, pues con Jaramillo, que vendían de todo, incluso escopetas de caza y fulminantes, acabó involucrado en un escándalo luego de que el Congreso denunciara que el Ejército estaba vendiendo armas. Las escopetas que vendían se las habían comprado a un coronel de apellido Urrego—, Jaramillo, quebrado, pudo hacerse con el café El gato negro, le fiaron la mitad del negocio y al año ya era suyo. En este café tuvo problemas con algunos toreros, que apenas le pagaban lo de unos tintos y permanecían todo el día en el local.

Llegando a ‘El Automático’

Algunos 'habitué' de El Automático. Foto: banrepcultural.com

Volviendo a El Automático, a Jaramillo Botero lo convenció De Greiff, y otros, de comprar el viejo café La Fortaleza, que había resultado afectado por los disturbios provocados por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. El café, sin embargo, estaba quebrado; Jaramillo Botero contó, un texto publicado el 5 de noviembre de 1962 en Cromos, que las deudas llegaban a los 25.000 pesos. Aun así, lo decidió comprar:

“El café estaba quebrado; tenía un pasivo de 25.000 pesos, pero resolví comprarlo. Inicialmente, era un güeso. Era el tiempo de la violencia y caían allí muchos poetas y pintores con hambre, sin cinco en el bolsillo. Me decidí a ayudarlos como “pa’ sostener la caña”. Muchas veces tenía que llevar surtido del San Francisco a El Automático

El café, hay que decirlo, por su ubicación, en la avenida Jiménez No. 5-28 —dirección que conserva hoy el Edificio Sotomayor, que fue sede del Ministerio de Educación, en donde trabaja De Greiff— no sufrió tanto como los cafés de la carrera Séptima, que fueron destruidos durante el Bogotazo. Y si bien no fue víctima de los disturbios, El Automático sí lo fue de la censura que el gobierno de Mariano Ospina Pérez instauró en el país luego del asesinato de Gaitán, y que ayudó a radicalizar aún más la política nacional.

Jaime Iregui, artista y profesor asociado de la Universidad de Los Andes en Café El Automático, arte, crítica y esfera pública, publicado en 2009, cuenta:

“A finales de los años cuarenta El Automático se fue consolidando como lugar de encuentro de quienes compartían ideas y proyectos —obras, exposiciones, revistas, semanarios, pasquines— y ejercían una posición crítica con respecto a la realidad artística, literaria y política del país que se encontraba en vías de radicalización por los gobiernos conservadores de Mariano Ospina y Laureano Gómez”

En un día normal, cuenta Alberto Zalamea, hijo de Jorge Zalamea, otro de los habitué de El Automático —en la misma publicación de la Universidad de Los Andes—, cuando no había toque de queda —que fueron instaurados durante el gobierno de Alberto Urdaneta, que reemplazó en la Presidencia a Laureano Gómez por su mal estado de salud— abría hasta las diez u once de la noche.

Allí llegaba, bien temprano en la mañana, desde su casa, en el barrio Santafe, de Greiff a desayunar. Durante el día, bajaba de su oficina en el Ministerio de Educación a tomarse algún tinto, para, a media tarde, acomodarse en su mesa hasta altas horas de la noche, cuenta Iregui. En esa mesa, el poeta componía sus versos y relatos en un cuaderno cuadriculado que llevaba en el bolsillo

En su mesa, a la que no podía sentarse cualquiera, lo acompañaban, habitualmente, Luis Vidales, Jorge Zalamea y Arturo Camacho Ramírez. La mesa de Los Nuevos, dice el profesor Iregui. En otra mesa, los pintores Ignacio Gómez Jaramillo y Marco Ospina, y en otra, Alejandro Obregón y Enrique Grau. Hasta allí llegaban jóvenes escritores y poetas buscando, tal vez, la venía del maestro De Greiff, un guiño, una señal de aprobación que les pudiera abrir las puertas a ese Olimpo de la intelectualidad bogotana.

Sobre esto, Óscar Domínguez, en un reportaje publicado en El Tiempo, anota que el periodista Carlos J. Villar Borda, otro habitué del café, cuenta en uno de sus libros que “al maestro León lo trataba todo el mundo con enorme respeto. Era silencioso y abstraído, fumaba cigarrillos prendidos de una larga boquilla y prefería las mesas en donde no había intelectuales, porque odiaba las conversaciones presuntuosas de estos últimos”.

Café, galería de arte y sede de torneos de ajedrez

León de Greiff en El Automático viendo las pinturas expuestas allí. Foto: Tomada de /facartes.uniandes.edu.co.

En 1950, Jaramillo Botero vio llegar de Barranquilla al pintor Orlando Rivera que buscó y buscó un sitio en donde exponer su trabajo. Al no encontrarlo, Rivera, o Figurita, como lo llamaban, iba El Automático viendo a ver si alguien lo invitaba a un tinto y a pedirle al dueño una que otra cosa prestada. Un día, Jaramillo Botero le dijo: “Colgá, pues, esos cuadros aquí a ver qué pasa”.

Lo que pasó, según cuentan en Cromos, fue lo siguiente: “Sobre aquella primera exposición de El Automático escribieron los más conocidos cronistas y llegaron a afirmar que “en Bogotá había ya un Montmartre”. A Riverita le hicieron reportajes y sus obras se discutieron con un balance a su favor”.

Esta fue la primera exposición que tuvo lugar en el café, que adecuó un espacio para convertirlo en una galería. Allí también expusieron, Gómez Jaramillo, Omar Rayo, Marco Ospina, Luis Robles, Marco Montaña, Otto Sabogal, Héctor Rojas, Pedro Hanne y Francisco Cardona.

Además de galería, café y centro de tertulias, El Automático, por sugerencia de De Greiff y su hijo Boris —que fue campeón nacional de ajedrez— se convirtió, también, en sede de campeonatos de ajedrez. Incluso Jaramillo Botero llegó a ser el presidente de la Liga de Ajedrez de Cundinamarca, sin saber nada del deporte y mucho menos distinguir entre un peón y una reina.

El café: un espacio de libertad

León de Greiff, Juan Lozano, Leo Matiz en el Café Automático, Leo Matiz, 1958. Foto: Tomada de /facartes.uniandes.edu.co.

El profesor Iregui advierte que la importancia de El Automático se fundaba en la posibilidad que este le prestaba a sus asiduos visitantes “mantener la interlocución y la reflexión crítica más allá de la injerencia ideológica del Estado y la Iglesia. Fue gracias a sus ideas, a sus obras y a sus proyectos editoriales y expositivos que se articularon procesos de renovación al margen de los espacios y medios sociales”.

En ese caldo de cultivo, en el que el humo del cigarrillo, el olor a café y a aguardiente embriagaban a sus asiduos asistentes, nacieron publicaciones como la revista Crítica de los Zalamea y la revista Mito, que si bien apareció en 1955, sus fundadores, Jorge Gaitán-Durán y Hernando Valencia Goelkel, se reunían en La Fortaleza y, cuenta Liliana Marizalde en Un café y unas cuantas publicaciones “tenía una gran herencia de Crítica”. En el caso de la revista Espiral, vivió su auge al mismo tiempo que el café vivió su edad de oro.

El ocaso del café

Para 1955, Jaramillo Botero, enfermo, se retiró a Girardot y le vendió el café Enrique Sánchez, otro paisa original de Jericó (Antioquia). Sobre Sánchez, Álvaro Bejarano, filosofo y periodista y visitante regular de El Automático, cuenta que era “un joven muy simpático que después fue dueño de El Automático; era homosexual, acosador y querido por todos, pero su costumbre de llevar desconocidos a su apartamento lo llevó finalmente a que lo asesinaran a cuchillo”.

El asesinato ocurrió en 1958 y según cuenta Antonio Montaña, otro de los regulares del café, que fue ese año en el que Leon de Greiff dejó de visitar El Automático. De Jaramillo Botero se sabe que murió de tuberculosis.

El Automático ya no existe. Resistió hasta los años ochenta, y después, en 2018, hubo un café con el mismo nombre sobre la calle 18, a media cuadra de la carrera séptima, que tampoco existe actualmente. De El Automático quedan sus recuerdos, algunas fotos y el fantasma de León de Greiff, que reinó en la tierra en un café al que jóvenes y viejos, iban a verlo, esperando, tal vez, una señal de aprobación o el sablazo de su poderoso sarcasmo.