Antes de la pandemia, Carla Huanca y su familia estaban haciendo modestas pero significativas mejoras en su estrecho apartamento en los barrios humildes de Buenos Aires.
Ella trabajaba como peluquera. Su pareja atendía la barra de un club nocturno. Juntos, llevaban a casa unos 25.000 pesos (270 dólares) a la semana, lo suficiente para añadir un segundo piso a su casa, creando espacio adicional para sus tres hijos. Estaban a punto de revestir sus paredes.
“Entonces, todo se cerró”, dijo Carla Huanca, de 33 años. “Nos quedamos sin nada”.
En medio del confinamiento, la familia necesitó de ayudas de emergencia del Gobierno argentino para mantener la comida en la mesa. Se resignaron a que las paredes fueran duras. Pagaron por el servicio de Internet inalámbrico para que sus hijos pudieran aprender a distancia.
“Nos hemos gastado todos nuestros ahorros”, dijo Huanca.
La devastación económica global que ha acompañado al COVID-19 ha sido especialmente dura en Argentina, un país que entró en la pandemia sumido en una profunda crisis. Su economía se contrajo casi un 10% en 2020, marcando el tercer año consecutivo de recesión.
La pandemia ha acelerado el éxodo de la inversión extranjera, lo que ha hecho bajar el valor del peso argentino. Esto ha incrementado el coste de las importaciones, como los alimentos y los fertilizantes, y ha mantenido la tasa de inflación por encima del 40%. Más de cuatro de cada diez argentinos están sumidos en la pobreza.
Sobre la vida nacional pende una inevitable renegociación a finales de este año con el Fondo Monetario Internacional, una institución que los argentinos detestan ampliamente por haber impuesto una austeridad presupuestaria paralizante como parte de un paquete de rescate hace dos décadas.
Con sus finanzas públicas agotadas por la pandemia, Argentina debe elaborar un nuevo calendario de pagos de 45.000 millones de dólares en deudas con el FMI. Esa carga es el resultado del rescate más reciente del fondo, y el mayor de la historia de la institución: un paquete de préstamos de 57.000 millones de dólares concedido a Argentina en 2018.
Ahora, bajo una nueva gestión, el fondo ha disminuido su tradicional reverencia por la austeridad, aliviando parte de la ansiedad habitual. Aun así, las negociaciones serán seguramente complejas y políticamente tempestuosas.
Un escenario político complicado
El Gobierno argentino, encabezado por el presidente Alberto Fernández, está plagado de discordias de cara a las elecciones de medio término de octubre. La administración se enfrenta a un duro desafío desde la izquierda, con la ex presidenta -y actual vicepresidenta- Cristina Fernández de Kirchner, que exige una postura más combativa con el FMI.
Los empresarios se quejan de que el Gobierno no ha logrado elaborar una estrategia que pueda generar un crecimiento económico sostenido. Liberar a Argentina del estancamiento y de la inflación es un objetivo que ha eludido a los dirigentes del país durante décadas. En un país que ha incumplido el pago de su deuda soberana en no menos de nueve ocasiones, el escepticismo persigue perpetuamente las fortunas nacionales limitando la inversión.
“No hay un plan, no hay un camino a seguir”, dijo Miguel Kiguel, un ex secretario de finanzas argentino que dirige Econviews, una consultora con sede en Buenos Aires. “¿Cómo conseguir que las empresas inviertan? Todavía no hay confianza”.
El Gobierno de Fernández está apostando por los méritos de una relación más cooperativa con el FMI, buscando asegurar un acuerdo con la institución que le ahorre al gobierno penalidades presupuestarias y le permita gastar para promover el crecimiento económico.
Tales esperanzas habrían sido en su día poco realistas. Desde Indonesia hasta Turquía y Argentina, el FMI ha obligado a los países a recortar el gasto en medio de las crisis, eliminando el combustible para el crecimiento económico y castigando a quienes dependen de la ayuda pública.
Pero el FMI actual, dirigido desde hace dos años por Kristalina Georgieva, ha moderado la tradicional obsesión de la institución por la disciplina fiscal. Ha instado a los Gobiernos a recaudar impuestos sobre el patrimonio para financiar los costos de la pandemia, una medida que Argentina adoptó a finales del año pasado.
El análisis del Fondo sobre el panorama de la deuda argentina, y su conclusión de que la carga no era sostenible, sentó las bases para un acuerdo con los acreedores internacionales el año pasado. Los inversores acordaron finalmente rebajar el valor de unos 66.000 millones de dólares en bonos, superando la oposición del mayor gestor de activos del mundo, BlackRock.
El Gobierno argentino está procediendo con la suposición de que puede asegurar un acuerdo del fondo que permita al país posponer significativamente sus deudas, proporcionando un alivio de los pagos inminentes -3.800 millones de dólares este año, y más de 18.000 millones de dólares el próximo- sin requisitos estrictos de que recorte el gasto.
“La dirección del FMI ha dejado claro que este es el marco”, dijo Joseph E. Stiglitz, economista de la Universidad de Columbia en Nueva York galardonado con el premio Nobel. El nuevo acuerdo reflejará “el nuevo FMI”, añadió, “reconociendo que la austeridad no funciona, y reconociendo su preocupación por la pobreza”.
La esperada flexibilidad del FMI con Argentina refleja su creciente confianza en el presidente Fernández y en su ministro de Economía, Martín Guzmán, que estudió con Stiglitz.
A primera vista, su administración representa un retorno al pensamiento que ha animado la vida pública de Argentina desde los años 40 bajo el liderazgo de Juan Domingo Perón. Su presidencia se caracterizó por una fuerte autoridad estatal, la generosidad pública para los pobres y el desprecio por las consideraciones presupuestarias.
Desde entonces, los políticos peronistas han ayudado a las comunidades con dificultades y han gastado hasta el olvido, pagando las facturas mediante la impresión de pesos. Esto ha producido con frecuencia una inflación galopante, crisis y desesperación. Los reformistas han tomado el poder de forma intermitente con el mandato de restaurar el orden fiscal recortando el gasto público. Esto ha enfurecido a los pobres, sentando las bases para el siguiente estallido peronista.
El último presidente, Mauricio Macri, asumió el cargo como la supuesta solución a este ciclo de auges y caídas. Los inversores internacionales lo celebraron como la vanguardia de un nuevo enfoque tecnocrático de la gobernanza.
Pero Macri se excedió al explotar su popularidad entre los inversores. Pidió prestado de forma exuberante, incluso cuando se enemistó con los pobres con recortes en los programas gubernamentales. Su borrachera de deuda, combinada con otra recesión, obligó al país a someterse a la máxima humillación: pedir una mano al FMI.
En las elecciones de hace dos años, los votantes rechazaron a Macri e instalaron a Fernández, un peronista. Algunos sugirieron que Fernández podría adoptar una posición enconada con los acreedores, incluido el FMI, pero el Gobierno de Fernández ha demostrado ser pragmático y se ha ganado la confianza del FMI, al tiempo que ha mantenido la ayuda a los pobres.
“Tenemos que evitar seguir los patrones del pasado que tanto daño hicieron”, dijo el ministro de Economía, Guzmán, en una entrevista. “Queremos ser constructivos y resolver estos problemas de forma que funcionen”.
El problema más pernicioso sigue siendo la inflación, una realidad que asalta a las empresas y a los hogares, y que aumenta la presión sobre los pobres a través de la subida de los precios de los alimentos.
En las principales economías, como la de Estados Unidos, los bancos centrales suelen responder a la inflación subiendo los tipos de interés. Pero eso frena el crecimiento económico, lo que no es sostenible en Argentina, donde el Banco Central ya mantiene los tipos de interés en un nivel tan brutal como el 38 por ciento.
En su lugar, Guzmán ha presionado a los sindicatos para que acepten escasos aumentos salariales, con el argumento de que los sueldos más pequeños llegarán más lejos si se puede controlar la inflación. Ha impuesto controles de precios a los alimentos, al tiempo que ha instado a otras empresas a mantener precios más bajos para sus productos.
El Gobierno también ha aumentado los impuestos a las exportaciones, lo que ha enfadado a ganaderos y agricultores.
“Me pasó más tiempo rellenando hojas de cálculo para el Gobierno que produciendo”, se quejó Martín Palazón, un agricultor que planta soja, maíz y trigo y también cría ganado en las afueras de Buenos Aires.
Sin embargo, los lamentos de las empresas argentinas y la intensificación de las tensiones sobre los pobres coinciden con la realidad de que las perspectivas del país ya están mejorando. Se espera que la economía argentina se expanda casi un 7% este año, ya que las exportaciones de soja generan crecimiento, mientras que los altos precios de las materias primas dan al país una fuente necesaria de divisas.
Muchas empresas argentinas siguen dudando de que la recuperación pueda cobrar impulso, sobre todo porque el banco central mantiene unos tipos de interés elevados.
Edelflex, una empresa con sede en las afueras de Buenos Aires, diseña equipos utilizados por cervecerías, procesadores de alimentos y fabricantes de productos farmacéuticos para gestionar líquidos. Los elevados costes de los préstamos han impedido a la empresa realizar mejoras en sus plantas, que podrían suponer un crecimiento adicional, dijo el presidente de la empresa, Miguel Harutiunian.
“Es inevitable que tengamos una visión a corto plazo y no podamos invertir en nuevas tecnologías”, dijo Harutiunian. “El objetivo final de una empresa -o de un país- no puede ser simplemente sobrevivir”.
Texcom, una empresa textil con tres fábricas en Argentina, fabrica tejidos para marcas internacionales de artículos deportivos. El pasado mes de marzo, en medio de una cuarentena ordenada por el Gobierno, la empresa suspendió la producción. En mayo, Texcom reabrió y se dedicó a un área de gran necesidad: suministraba material para equipos de protección, como máscaras faciales, que necesitaba el personal médico de primera línea.
Aun así, la producción de la empresa se redujo a la mitad el año pasado en comparación con 2019, y espera que su producción este año vuelva a ser solo el 70% del nivel prepandémico.
El presidente de la empresa, Javier Chornik, está ya acostumbrado a que su fortuna suba y baje con los vaivenes perpetuamente volátiles de la economía nacional.
“Argentina lleva años metida en un laberinto del que no puede salir”, afirma. “El país siempre parece crecer, luego hay una crisis y vamos hacia atrás. Vamos y volvemos y nunca podemos llegar a ninguna parte”.
En la barriada del sur de Buenos Aires, la pareja de Carla Huanca había recuperado recientemente su antiguo trabajo en el club nocturno, pero el aumento de los precios de los alimentos y el combustible había disminuido sus ingresos.
Luego llegó una oleada de nuevos casos de COVID en su barrio. El Gobierno impuso nuevas restricciones ante la preocupación de que la variante se extendiera rápidamente en el vecino Brasil. El empleador de su pareja redujo sus horas, recortando su salario a la mitad. “Tengo miedo de lo que pueda pasar ahora”, dijo. “Todo el mundo está muy preocupado”.
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