Llegó el momento de ser explícitos sobre los riesgos del COVID-19

Nuestros mensajes al público sobre el virus deberían explicar gráficamente el verdadero costo de contraer el virus

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Afuera de la entrada de
Afuera de la entrada de urgencias del Hospital Memorial Stephens en Breckenridge, Texas. (Desiree Rios para The New York Times)

Todavía recuerdo exactamente dónde estaba sentada hace décadas, cuando le pasaron el cortometraje a mi clase: durante unos pocos y dolorosos minutos, vimos a una mujer que hablaba a través de un hoyo en su garganta, con un tono rasposo y monótono, y hacía pausas de vez en cuando para jalar aire.

El mensaje de servicio a la comunidad: esto puede suceder si fumas.

Tuve pesadillas sobre ese anuncio, el cual hoy en día seguramente vendría etiquetado con una advertencia o se consideraría no apropiado para niños. Sin embargo, tuvo una eficacia absoluta: nunca empecé a fumar ni tampoco creo que lo hayan hecho unos pocos, si es que hubo alguno, de mis aterrorizados compañeros de clase.

Entre 1967 y 1970, cuando el gobierno les exigió a las estaciones de radio y televisión que dieran 75 millones de dólares de tiempo de aire para anuncios en contra del consumo del tabaco —muchos de los cuales eran terroríficamente explícitos—, las tasas de fumadores se desplomaron. Desde entonces, varias campañas “atemorizantes” en contra del cigarro han demostrado ser exitosas. En algunas, incluso hubo celebridades, como la ofrenda póstuma de Yul Brynner con una advertencia tras morir de cáncer de pulmón: “Ahora que ya no estoy, no fumes, no importa qué hagas, simplemente no fumes”.

Mientras Estados Unidos enfrenta picos descontrolados de COVID-19 y la gente se rehúsa a acatar las precauciones recomendadas, a menudo incluso obligatorias, nuestros anuncios de salud pública de parte de gobiernos, agrupaciones médicas y empresas dedicadas a la atención médica se sienten sosos en comparación con la urgencia del momento. Son una mezcla virtuosa y profundamente aburrida de eslóganes ingeniosos, información científica y convocatorias a cumplir las obligaciones cívicas.

Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por su sigla en inglés) instan al uso de cubrebocas en videos donde aparecen científicos y doctores diciendo que quieren seguridad para los niños al enviarlos a la escuela o proteger la libertad.

Quest Diagnostics hizo un video donde sale gente lavándose las manos, hablando por teléfono, jugando damas. El mensaje: “Permanezcamos unidos pasando el tiempo separados”.

Cuando los casos estaban aumentando en septiembre, el gobierno de Míchigan produjo videos en los que exhortaba: “Propaga esperanza, no COVID”, para exhortar a los habitantes del estado a usar cubrebocas “para tu comunidad y tu país”.

FOTO DE ARCHIVO: Un conductor
FOTO DE ARCHIVO: Un conductor de Uber usa una máscara protectora mientras conduce un automóvil en el vecindario de Queens, mientras la enfermedad del coronavirus (COVID-19) continúa propagándose, en Nueva York. 5 de agosto de 2020. REUTERS/Tina Bellon

Ya basta de eso. Ser amables como Mister Rogers no está funcionando en muchas partes del país. Es momento de asustar e incomodar a las personas. Llegó la hora de un realismo drástico y enfocado en aterrorizar.

“El recurso del miedo puede ser muy eficaz”, opinó Jay Van Bavel, profesor adjunto de Psicología en la Universidad de Nueva York, quien fue coautor de un artículo publicado en Nature sobre las maneras en que las ciencias sociales podían respaldar los esfuerzos de respuesta frente a la COVID-19. (Van Bavel hizo notar que tal vez no sean tan necesarios en lugares como Nueva York, donde la gente experimentó las sirenas constantes y los hospitales improvisados).

No estoy hablando de sembrar el miedo, sino de mostrar qué puede suceder con el virus de una manera directa y gráfica.

De lo que pude averiguar, el estado de California estuvo cerca de mostrar la urgencia: un video de enfoque suave de una persona conectada a un respirador, con el sonido de la máquina de fondo, pero sin un rostro. En él se exhortaba a la gente a usar cubrebocas para proteger a sus amigos, mamás y abuelos.

Sin embargo, tal vez necesitamos un anuncio de servicio público en el que haya alguien realmente conectado a un respirador en el hospital. Se podría ver a esa persona “corcoveándose contra el respirador”: los cuerpos se rebelan de manera natural contra la máquina que mete oxígeno a presión en los pulmones, por eso los pacientes suelen estar sedados.

(Como yo había sido testigo de este sufrimiento como doctora, siempre fui honesta sobre el trauma con los seres queridos de pacientes con enfermedades terminales cuando intentaban decidir si debían dar su consentimiento para que un familiar fuera conectado a un respirador. Suena tan fácil como inyectarle a alguien un medicamento intravenoso. No lo es).

En otro mensaje, podría salir un paciente acostado en la cama de una unidad de cuidados intensivos, inmóvil, con tubos en la ingle y una mascarilla sobre la boca y nariz para recibir oxígeno al 100 por cientocon los ojos abiertos a causa del miedo, mientras ve cómo suben y bajan las cifras de saturación en el monitor que tiene sobre la cama.

Tal vez algunos anuncios de servicio público deberían tener a uno de los llamados portadores prolongados de COVID-19, del cinco al diez por ciento de los pacientes tarda meses en recuperarse. Tal vez un atleta profesional como Ryquell Armstead, un corredor de 24 años de la NFL, quien ha entrado y salido del hospital con graves problemas pulmonares y se perdió la temporada.

Estos anuncios de servicio público tal vez suenen hostiles, pero podrían vencer nuestra negación natural. “Un hallazgo constante en las investigaciones es que, aunque la gente vea y entienda los riesgos, los subestima para ella”, comentó Van Bavel. Las gráficas, las estadísticas y las explicaciones razonables no sirven. No han servido.

Foto: REUTERS/Eduardo Munoz
Foto: REUTERS/Eduardo Munoz

Tan solo después de que Chris Christie, un asesor del presidente Donald Trump, experimentó la COVID, comenzó a predicar sobre el uso de cubrebocas: “No obstante, cuando pasas siete días en aislamiento en una sala de terapia intensiva, tienes tiempo para reflexionar mucho”, comentó Christie, quien sugirió que la gente debería seguir “los lineamientos de los CDC en público sin importar dónde estés y usar cubrebocas para protegerse y a los demás”.

Nos enteramos de muchas personas que se resisten a tomar precauciones. Dicen: “Conozco a alguien que se enfermó y no está tan mal” o “Es como la gripa”.

Claro, la mayoría de los fumadores de mucho tiempo tampoco terminan con cáncer de pulmón o atados a un tanque de oxígeno (de hecho, esa fue la justificación de fumadores como mi padre, cuyo hábito de fumar dos cajetillas al día contribuyó a su muerte por infarto a los 47 años).

Estos nuevos anuncios parecerán difíciles de ver. “Vivimos en la era de Pixar”, reflexionó Van Bavel, y los cuentos de hadas ya no tienen toda su sangre y violencia.

Sin embargo, los estudios han demostrado que los anuncios emotivos con historias personales sobre los efectos de fumar fueron los más eficaces para persuadir a la gente a que dejara el hábito. Además, dejar de fumar es mucho más difícil que el distanciamiento social y el uso de cubrebocas.

En cuanto una vacuna haya demostrado ser exitosa y suficiente gente esté vacunada, la pandemia podría quedar atrás. Mientras tanto, los creadores de los mensajes de salud pública deberían dejar de favorecer lo lindo, cálido y soso. Y —al menos en ocasiones— atemorizarte.

Por Elisabeth Rosenthal, quien trabajó como médica de salas de urgencias antes de volverse periodista. Fue corresponsal para The New York Times, es la autora de “An American Sickness: How Healthcare Became Big Business and How You Can Take It Back” y la editora jefa de Kaiser Health News.

© The New York Times 2020 - P

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