Los políticos españoles consideran un gran misterio por qué volvemos a ser el país europeo más castigado por la pandemia. Han culpado a la imprudencia de los jóvenes, a nuestra latina incapacidad para mantener el distanciamiento e incluso a la inmigración. Y, sin embargo, todo este tiempo tenían la respuesta mucho más cerca: nada ha facilitado la propagación del virus tanto como su propia incompetencia.
Los españoles aceptaron con infinita paciencia el confinamiento más duro de Europa durante la primera ola de marzo, asumieron graves perjuicios económicos a cambio de proteger la vida de sus mayores y han sido algunos de los ciudadanos más disciplinados en normas como el uso de la mascarilla, utilizada por más del 84 por ciento de la población. Hoy asisten, entre la impotencia y la indignación, al desperdicio de todos sus sacrificios por parte de una clase política que no cumplió su parte del trato. El lunes, el gobierno de Madrid impuso un confinamiento parcial en 37 zonas básicas de la ciudad; el miércoles pidió ayuda urgente al ejército y el despacho de 300 médicos luego de una nueva ola de infecciones.
España llegó a tener controlado el virus cuando puso fin al estado de alarma el 21 de junio. El gobierno del presidente Pedro Sánchez declaró victoria, organizó una desescalada apresurada que incluyó la reapertura del turismo y devolvió las competencias sanitarias a las regiones autónomas. La responsabilidad pasó de un gobierno que había gestionado la pandemia con torpeza —el país lideró las cifras de mortalidad y trabajadores de salud contagiados— a 17 administraciones que lo han hecho con desidia. Las pocas excepciones, como la norteña región de Asturias, solo confirman el fracaso generalizado.
Antes de que arribara la segunda ola, hubo tiempo de sobra para tomar medidas que han mostrado su efectividad en países asiáticos y han mitigado el impacto de la pandemia en otros más cercanos, como Portugal. Pero nuestros políticos decidieron ignorarlas: no se reforzaron los sistemas sanitarios, ni se planeó la reapertura de las escuelas, ni se organizó el sistema de rastreo que aconsejaban los expertos.
Una de las claves para frenar la propagación del virus es buscar y realizar la prueba de PCR al mayor número de personas que han estado en contacto con personas infectadas. Pero el número de esos sospechosos que España consigue localizar es inferior al de Zambia (9,7), cuatro veces menor que el de Italia (37,5) y está veinte veces por debajo de Finlandia (185).
Nuestros políticos tienen escasos incentivos en buscar la excelencia porque saben que los españoles votan a sus partidos con una lealtad solo equiparable a la que sienten por su equipo de fútbol. La ideología y el partidismo tienen más peso en las urnas que la preparación, la honestidad o experiencia de los candidatos, enviándoles el mensaje de que su futuro no depende de su gestión o los resultados que obtienen. Eso tiene que cambiar: si algo nos ha enseñado la pandemia es que el precio de no tener a los mejores al volante es demasiado alto.
Mientras los partidos políticos seguían culpándose de quién había sido responsable de la primera ola, la segunda ya estaba en marcha. Ahora está fuera de control y decenas de localidades vuelven a padecer restricciones. Los hospitales, que tienen un déficit crónico de médicos, viven un déjà vu. El personal sanitario al que aplaudimos como héroes en marzo y abril asiste “con abatimiento e indignación al espectáculo de nuestros responsables políticos”, dice el Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos de España (CGCOM).
Por supuesto la frustración no es exclusiva de España. La coincidencia de la pandemia con la emergencia de populismos y extremismos en el mundo, desde Estados Unidos a Filipinas, ha dificultado respuestas basadas en el conocimiento, la ciencia y la gestión eficaz de los medios disponibles. Pero en el caso español los problemas trascienden la coyuntura actual.
Los partidos políticos se han convertido en organizaciones endogámicas y herméticamente cerradas al talento exterior. Los españoles solo pueden votar a sus candidatos en bloque, a través de listas cerradas elaboradas por los propios partidos tras un proceso de selección donde la intriga y las relaciones cuentan más que la preparación. La mayoría de nuestros representantes llegan a puestos de responsabilidad sin más experiencia que su militancia política. Solo el 36 por ciento de los diputados del Congreso declaraban haber trabajado alguna vez en la empresa privada en 2018.
En tiempos normales las disfunciones de la política española quedaban tapadas y la polarización inmunizaba a los políticos frente a las consecuencias de sus errores. La pandemia ha desvelado una verdad dolorosa: la incompetencia cuesta vidas y arruina economías, como demuestra el ejemplo de la comunidad de Madrid, el centro financiero y administrativo de España, hoy en situación límite.
Nueva York y Madrid estaban en condiciones similares en el mes de junio: tras haber sido duramente golpeadas por la COVID-19, tenían la pandemia controlada. Desde entonces la comunidad española ha visto multiplicar sus casos hasta los 772 por cada 100.000 habitantes mientras Nueva York mantiene la situación bajo control con 28 contagios por cada 100.000 habitantes. Tampoco aquí hay secreto: las diferencias en el número de rastreadores, el apoyo hospitalario, la reapertura eficazmente prudente de los negocios o las pruebas explican la diferencia.
La presidenta de la comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, del Partido Popular —el partido conservador que lleva gobernando la región 25 años—, ha prometido en estos meses rastreadores, refuerzos sanitarios y profesorado para las escuelas que no han llegado o no lo han hecho a tiempo. Además de las tensiones con el gobierno central, las recomendaciones de los expertos han sido supeditadas al oportunismo político, las medidas se han tomado tarde y, en otra de las características de la clase dirigente española, las culpas se han extendido para eludir las responsabilidades propias.
Revertir la mediocridad en la política española requerirá de profundas reformas que deben comenzar por la educación y cuyos beneficios podrían demorarse años. Pero nada impide empezar por medidas más concretas que frenarían la degradación de la vida pública.
Urge cambiar la ley electoral para que los votantes escojan a sus representantes en listas abiertas, replantearse una organización territorial que ha provocado una gran descoordinación entre regiones y renovar las instituciones de gobierno para que dejen de ser una agencia de colocación de políticos y militantes afines a los partidos en el poder. Y, sin embargo, nada de ello servirá mientras no se responsabilice a los dirigentes españoles por sus fracasos y que estos tengan consecuencias políticas en las urnas.
En la próxima elección no deberíamos olvidar a los responsables por el desastroso manejo de la pandemia del coronavirus.
David Jiménez (@DavidJimenezTW) es escritor y periodista. Su libro más reciente es El director.
c. 2020 The New York Times Company
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