Durante la pandemia de COVID-19, los médicos y enfermeras no solo están preocupados por el riesgo de la enfermedad. En todo el país, miles temen que alzar la voz sobre la escasez de empleados y equipo protector personal provoque medidas disciplinarias y posiblemente que los despidan por eso. Muchos hospitales han instituido órdenes de mordaza para dejar claro que defender de manera pública condiciones de trabajo más seguras podría provocar despidos y, como lo han demostrado Nicholas Kristof y otros, decenas ya han sido castigados.
Soy enfermera y, aunque actualmente no estoy trabajando en el frente, sé cómo se sienten esas enfermeras y esos médicos. Yo era una de ellos: me despidieron de un trabajo que amaba porque no aceptaba dejar de escribir y alzar la voz acerca de problemas en nuestro sistema de atención médica.
Nunca he relatado esta anécdota en público e incluso ahora resulta inquietante. Era ingenua cuando comencé a escribir como enfermera para este diario. Pensaba que todos los que estaban involucrados en el cuidado de la salud querían que todos los pacientes recibieran el mejor cuidado posible y, además, que enfatizar problemas permitiría que se resolvieran. En cambio, los administradores me acusaron de “hacer que el hospital tuviera mala reputación”. Y aunque de manera escrupulosa me apegué a los requisitos federales de privacidad, pues jamás nombré mi hospital y traté de no identificar a miembros del personal tanto como fuera posible, finalmente recibí un ultimátum: si escribía o hablaba más, me despedirían.
El jefe de enfermeros del hospital dijo que lo que escribía estaba afectando el cuidado de los pacientes y que varios oncólogos —que jamás fueron nombrados y al parecer no querían reunirse conmigo— se quejaron de que no podían trabajar como querían cuando yo estaba en su piso. Esto ocurrió tras una serie de reuniones intimidantes que tuve con el jefe de enfermeros y un abogado corporativo. La gente que no ha pasado por una situación similar de desconfianza corporativa no tiene idea de lo estresante que es: yo era una enfermera de piso que en repetidas ocasiones era llamada a reuniones, mientras que mi trabajo era cuidar a pacientes muy enfermos que se sometían a trasplantes de médula ósea. Para cuando renuncié, ya tenía palpitaciones cardíacas constantes.
Me guardé esta anécdota porque no creía que mis problemas individuales con mis empleadores importaran más allá de mi historia personal. También me preocupaba que me describieran como una “exempleada resentida”, una etiqueta que podía evitar que volviera a trabajar de nuevo como enfermera en Pittsburgh. Simplemente tenía demasiado que perder.
Sin embargo, las enfermeras y los médicos que están siendo silenciados ahora tienen demasiado que perder si no alzan la voz. No quieren infectar de coronavirus a sus abuelos, parejas o hijos. No quieren infectar a sus pacientes que no tienen COVID-19. No quieren perder sus empleos, pero tampoco quieren perder la vida.
La verdadera pregunta aquí es esta: ¿por qué tienen que tomar una decisión como esa? ¿Por qué los sistemas hospitalarios están emitiendo órdenes de mordaza? ¿Y por qué, cuando surgen quejas de falta de equipo protector personal o mala gestión de pacientes con COVID-19, los representantes de los hospitales con tanta frecuencia lo niegan todo, incluso cuando las pruebas son abrumadoras? ¿Por qué los hospitales están tan dispuestos a defender su propia imagen, en vez de a sus enfermeras, médicos y pacientes?
Una explicación evidente es el dinero. A los hospitales podría preocuparles que los demanden los pacientes o los empleados por negligencia durante la pandemia de COVID-19. Quizá también haya asuntos regulatorios que a los hospitales les preocupa infringir, pues eso podría provocar una pérdida de ingresos o amenazar su acreditación.
Sin embargo, mi experiencia sugiere que restringir la libertad de expresión de los empleados va más allá y se relaciona con la corporativización continua de la medicina estadounidense. Las órdenes de mordaza y los representantes que parecen expertos en relaciones públicas que libran una campaña política son el producto de sistemas corporativos de atención médica enfocados en su “marca”, en superar las ventas de la “competencia” y en generar tanto dinero como sea posible.
Controlar la libertad de expresión de los empleados es el lado oscuro de esta mercadotecnia y ese sesgo. El sistema de salud en el que trabajaba era muy jerárquico, no solo en el entorno clínico, sino también en cuanto a cómo la gestión se relacionaba con el personal. La información llegaba de manera descendente. Cuestionar las políticas y prácticas no era bien visto, a veces incluso cuando ese cuestionamiento abordaba la seguridad de los pacientes. No es sorprendente que mi exempleador haya emitido órdenes de mordaza para todo el personal durante la pandemia. Los médicos clínicos que temen el virus y la falta de suficiente equipo de protección ahora deben trabajar en un entorno en el que también le temen a la administración del hospital.
El problema más grande con este enfoque de hermetismo de la información y de concentrarse en las marcas de los hospitales es que maximizar los ingresos de la atención médica no implica que los pacientes reciban el mejor cuidado posible. Estados Unidos gasta más en atención médica por persona que cualquier otro país industrializado, pero a nuestros pacientes en general les va peor.
El silencio es de oro, me solían decir cuando era niña, lo cual implicaba que no hablar tiene un valor social y propio. En algunas situaciones eso quizá sea cierto, pero no con la crisis de COVID-19. Los pacientes, las enfermeras y los médicos están muriendo. Las prohibiciones para hablar acerca de sus necesidades clínicas solo puede hacer que aumente el número de muertes, porque esas necesidades clínicas son reales. A los trabajadores de primera línea les faltan suministros adecuados, no tienen pruebas para el virus y siguen perdiendo a miembros de personal que se enferman.
Pero sí tienen valor y compromiso y, además, cuentan con sus voces, llenas de compasión e indignación mezcladas. Si el país más rico del mundo no puede cuidar a sus trabajadores hospitalarios, ¿podemos al menos proteger su libertad de expresión? Su protesta es un llamado de auxilio claro en medio de una emergencia terrible.
Theresa Brown es miembro del cuerpo docente clínico de la Escuela de Enfermería de la Universidad de Pittsburgh y autora de The Shift: One Nurse, Twelve Hours, Four Patients’ Lives. (c) The New York Times 2020
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