“La desesperación está provocando estragos”.
Eso nos dijo Armando Gallinari, un padre de cinco niños encargado de una pequeña florería en el norte de Nápoles. Su local ha estado cerrado casi un mes.
“Desde entonces no he tenido ningún ingreso”, comentó. “Hasta el momento no he recibido ninguna ayuda del gobierno. No tenemos nada a qué recurrir”.
Ahora ya todos conocen la historia de Italia. El primer país europeo con el que arrasó el coronavirus se ha convertido en un precursor para el resto del continente y Estados Unidos. Primero, ocurrió el cierre de emergencia. Después observamos el sistema de atención médica presionado hasta su colapso y el terror provocado por el número creciente de muertes.
Ahora, casi un mes después de que comenzó el aislamiento del país, Italia está advirtiendo sobre algo más. La economía está en problemas y se dirige a una gran recesión. Además, los trabajadores en situación complicada —independientes, temporales, informales— son los que más están sufriendo. No está claro cuánto tiempo más podrán sobrevivir.
Aunque el coronavirus se ha concentrado en el norte del país, especialmente en las regiones de Lombardía y Emilia-Romaña, los efectos económicos son más severos en el sur más pobre y menos industrializado.
En la Campania, la región cuya capital es Nápoles, el 41 por ciento de las personas está en riesgo de caer en la pobreza. El trabajo es un problema: el año pasado, el desempleo se acercaba al veinte por ciento y alrededor de ese porcentaje de la fuerza laboral de la región estaba subempleado. Y para quienes sí tienen trabajo, a menudo es informal, inestable y particularmente vulnerable a la crisis.
Bruno Esposito, por ejemplo, ha trabajado durante muchos años como plomero para negocios familiares locales, pero, al igual que más de dos millones de personas en todo el sur, no tiene contrato formal. “No tengo prestaciones ni estoy en ninguna base de datos estatal, así que no puedo tener acceso a ningún tipo de beneficios del estado”, explicó. De manera ordinaria, Esposito, padre de tres, logra poner comida sobre la mesa. “Pero esta situación lo cambia todo”, comentó. “Ni siquiera sabemos cuándo regresará todo a la normalidad”.
Los trabajadores informales —cuidadores, limpiadores, trabajadores de la construcción, meseros, mensajeros, conductores, agricultores y muchos más— son doblemente vulnerables. En primer lugar, porque el trabajo del que dependen ha desaparecido. En segundo lugar, porque las medidas que puso en vigor el gobierno italiano con el fin de aliviar los peores efectos de la crisis —aplazamientos para las hipotecas, pausas a los pagos de préstamos de los negocios y protecciones salariales para los despedidos— no los protegen.
La lógica subyacente del sistema de prestaciones sociales italiano, que ofrece poco apoyo a quienes no son contribuyentes fiscales, sigue intacta. Así que Esposito y su familia dependen de los paquetes de comida semanales que ofrece un centro comunitario. “Sin su ayuda, simplemente no tendríamos nada que comer”, graficó.
Incluso los trabajadores que están dentro del sistema pueden ser víctimas de esta desigualdad. Lucia Vitale trabaja en el aeropuerto de Nápoles durante casi la mitad del año, atendiendo a cientos de miles de turistas que llegan de marzo en adelante. Durante la otra mitad del año, ella y otros trabajadores de temporada como ella pueden solicitar prestaciones por desempleo. Sin embargo, esos beneficios ya se agotaron. Y no pueden obtener la ayuda del gobierno porque “no estamos en las categorías adecuadas”, dijo Vitale.
El gobierno ha otorgado un pago único de 600 euros, cerca de 650 dólares, para los empleados independientes y los trabajadores temporales en el sector turístico. Sin embargo, Vitale técnicamente trabaja en el sector del transporte, así que no puede solicitar el apoyo. Por ahora, ella también recibe donaciones de organizaciones voluntarias.
La situación para muchos es terrible. “Todos aquí están en problemas”, dijo Gallinari, el florista. “Hay muchas personas que tienen hambre. Se puede ver que su comportamiento está empezando a cambiar”. Los reportes de malestar social en toda la región— tenderos obligados a regalar comida, incluso algunos robos— han provocado caos en una comunidad generalmente unida. “La otra noche atrapé a unos chicos que trataban de entrar a mi cochera”, dijo Gallinari. “Eso es nuevo para nosotros”.
Aun así, ese tipo de incidentes no son comunes. Lo más sorprendente —y representativo de la vida en los vecindarios de Nápoles— ha sido una serie de iniciativas comunitarias, para llenar el vacío del apoyo estatal inexistente. Algunos han montado una línea de ayuda mutua para que los voluntarios puedan entregar comida y apoyo. Además, algunas tiendas han comenzado a animar a los clientes a pagar la cuenta de alguien que no pueda hacerlo, según la tradición napolitana del “caffè sospeso”, o café suspendido.
Los trabajadores vulnerables de Nápoles, y el sur en general, necesitan más ayuda. Los 400 millones de euros, cerca de 432 millones de dólares, que el gobierno ha destinado a cupones de alimentos, no es suficiente. Ahora se habla de que el siguiente presupuesto del gobierno podría incluir una cobertura de “ingresos de emergencia” para los que no han sido tomados en cuenta.
No obstante, el presupuesto no se presentará sino hasta finales de este mes. Para los trabajadores que no tienen acceso al apoyo del gobierno y que dependen de la asistencia comunitaria y están cada vez más desesperados, ese es mucho tiempo.
Y para los trabajadores que no cuentan con seguridad social en todo el mundo, la sirena está sonando.
c.2020 The New York Times Company