Desde que el gobierno mexicano pidió a la población quedarse en casa su clientela prácticamente desapareció. Y sabía que él también corría el riesgo de contraer el virus.
Sin embargo, Leonardo Meneses Prado seguía atendiendo su puesto de hamburguesas en su acera habitual de Ciudad de México.
“No puedo parar”, dijo a finales de la semana pasada, con un dejo de desesperación en la voz. “Si no vendo, no como. Así de fácil”.
Las economías latinoamericanas ya eran frágiles incluso antes de la llegada del coronavirus. Pero ahora, que los esfuerzos gubernamentales contra la pandemia paralizan la actividad económica, la perspectiva es mucho peor.
Y no hay sector de la sociedad de América Latina más vulnerable a los impactos económicos y de salud de la pandemia que los trabajadores que laboran en la vasta economía informal del continente, la mayoría lejos de la supervisión gubernamental sin contratos formales ni protección laboral.
Estos trabajadores —vendedores callejeros en Asunción, Paraguay, repartidores que recorren Lima, Perú, recicladores de basura en Tegucigalpa, Honduras— son una mayoría en la región y viven al día, con ahorros escasos o inexistentes y una red de seguridad social muy limitada.
Conforme se ha propagado la pandemia, muchos de ellos han empezado a estar en mayor peligro de contraer el virus pues trabajan en rubros que los obligan a estar en contacto con extraños y al final del día se retiran a descansar en viviendas hacinadas.
El precario estado de la salud pública en muchos países de la región hace que estos trabajadores sean incluso más vulnerables a los estragos de la pandemia.
“Van a verse muy perjudicados”, dijo Santiago Levy, economista mexicano y socio sénior en la Brookings Institution en Washington, D.C.
Las consecuencias serían especialmente amplias y salvajes en México, donde los trabajadores informales, según el gobierno mexicano, generan casi una cuarta parte de la producción económica.
Y en comparación con otros países de la región, el gobierno de México ha adoptado medidas más mesuradas frente a la pandemia, un tono que ha sido difundido por el presidente Andrés Manuel López Obrador, cuya actitud, en ocasiones, ha sido displicente e incluso desdeñosa.
López Obrador, quien ganó la presidencia en 2018 al posicionarse como el defensor populista de los desfavorecidos, ha esperado para aplicar medidas más estrictas de salud pública para no desestabilizar la economía de manera prematura. Su mayor preocupación, ha dicho, son los pobres del país, que constituyen su base política.
Algunos críticos han señalado que al retrasar lo inevitable, López Obrador le ha dado al virus más oportunidad de infectar a un mayor porcentaje de la población empobrecida de México. “Una cosa es seguir teniendo montones de personas que viven al día y otra es tener a miles que se mueran de esto cada día”, dijo Jesús Silva-Herzog Márquez, profesor en la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey.
El martes, funcionarios mexicanos anunciaron que, debido a un cambio en el comportamiento de los contagios, se impondrían protocolos más estrictos y se cancelarían los eventos de más de cien personas. También llamaron a suspender los trabajos que requerían que los empleados se trasladaran a oficinas.
Y durante el fin de semana, el gobierno de López Obrador empezó a instar a los mexicanos a quedarse en casa. Pero la medida no era obligatoria. Y muchos no pueden trabajar desde casa ni ausentarse del trabajo durante semanas.
Meneses, de 43 años, que ha vendido hamburguesas y hot dogs en su puesto durante 19 años, dijo que le preocupaba menos contraer el virus que los efectos económicos de la pandemia. Su negocio ya se ha fracturado. Sus ventas han disminuido en 50 por ciento desde hace dos semanas y siguen cayendo.
Si las autoridades obligan a los vendedores callejeros a cerrar, dijo Meneses, no sabe qué hará para mantener a su esposa y a sus tres hijas. Tal vez empeñar sus pertenencias, dijo.
Dijo que la familia no cuenta con seguro de salud.
“Para nosotros enfermarse es un lujo”, dijo.
En algunos países de la región, cuando los gobiernos han intentado imponer restricciones para combatir el virus, los trabajadores pobres se han rebelado y han sido reprimidos. En Perú más de 21.000 personas, entre ellos vendedores ambulantes y otros trabajadores de la economía informal, han sido detenidos por no cumplir con el mandato oficial de quedarse en casa.
Los gobiernos en América Latina han prometido ayudar a los pobres y en algunos lugares han anunciado programas de ayudas en efectivo.
En Colombia, el presidente Iván Duque recientemente anunció, entre otras medidas, pagos de alrededor de 40 dólares para trabajadores informales que no estuvieran recibiendo asistencia social. Pero al iniciar la cuarentena esta semana, en el país había una gran preocupación de que el desembolso fuera insuficiente para mantener el orden social.
Entre los más vulnerables se encuentran el millón y medio de venezolanos que han emigrado a Colombia buscando escapar del colapso económico de su país. Muchos de ellos gastan lo que ganan en un día para pagar el alojamiento en un motel y, con el cierre de actividades en el país, son bastantes los que ya se han quedado en la calle.
El martes 24 de marzo, una multitud de manifestantes se reunió en la Plaza de Bolívar en Bogotá para mostrar su enojo. “¡Tenemos hambre!”, gritaban.
En la vecina Venezuela, el gobierno ha impuesto una cuarentena nacional y anunciado que transferirá el equivalente a 50 dólares a seis millones de trabajadores informales y del sector privado para compensar los ingresos perdidos. Para la mayoría, la cifra apenas cubre una fracción de dichas pérdidas.
Mientras tanto, el gobierno de López Obrador ha estado diseñando un plan de recuperación económica que beneficiaría directamente a los pobres de México.
El miércoles 25 de marzo el presidente mexicano dijo que el plan incluirá un millón de créditos, cada uno por el equivalente a mil dólares, para las pequeñas empresas tanto en la economía formal como en la informal. Los beneficiarios, dijo, serían “gente humilde” y “trabajadora”.
Levy, de la Brookings Institution, dijo que incluso si los gobiernos llevan a cabo transferencias de efectivo y otros programas compensatorios, muchos trabajadores en el sector informal serán invisibles ante las agencias del gobierno, pues no existe registro de ellos en el seguro social ni en los padrones de contribuyentes.
José Luis Miguel Monroy, un vendedor de agua de coco de 30 años en Ciudad de México, dijo que se ha convertido en el único proveedor para su familia después de que sus dos hermanos perdieron su trabajo debido a recortes resultantes de la pandemia.
Dijo que había escuchado del distanciamiento social pero que en su trabajo tenía pocas posibilidades de practicarlo. La mayoría de sus clientes no le hacían caso, comentó. Por la noche es todavía más difícil, pues comparte un cuarto que alquila con otros cinco vendedores ambulantes.
“Soy un poco más vulnerable”, reconoció. “Si nos infectamos no tenemos muchos recursos para curarnos”.
A pesar del desolador panorama que enfrentan los trabajadores informales, Luis de la Calle, un analista de economía mexicano, asegura que vivir fuera de las estructuras corporativas podría tener ventajas. Algunos de los que han construido su carrera en la calle tienen la capacidad de adaptarse rápidamente, una habilidad que será útil una vez que la pandemia transforme incluso a las economías más estables. Durante la pandemia de la influenza de 2009, posterior a la crisis financiera global, la fuerza informal de trabajo en México se expandió cuando las personas buscaron nuevas formas de ganarse la vida.
“Eso se convierte en parte de la solución”, dijo De la Calle. “Entre más flexible seas, mejor”.
Pero Meneses, el vendedor de hamburguesas, no es tan optimista. Para él, lo único que se avecina es un desastre.
“Si llega y nos pega fuerte va a ser una masacre”, dijo. “Yo espero que esto sea solo un sueño y que pase rápido, una pesadilla de la que nos despertemos”.
c.2020 The New York Times Company