En los países más vulnerables del mundo, la pandemia se asemeja a la crisis de 2008

Por Peter S. Goodman, Daniel Politi, Suhasini Raj, Lynsey Chutel y Abdi Latif Dahir

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Algunos trabajadores desinfectan el complejo
Algunos trabajadores desinfectan el complejo de templos Prambanan, que permanece cerrado al público, en Yogyakarta, Indonesia, el martes 17 de marzo de 2020. (Ulet Ifansasti/The New York Times)

En Nueva Delhi, una vendedora de frutas cuyas ventas se han reducido a la mitad ahora diluye la leche que les da a sus cinco hijos. En el centro de Turquía, una empresa que ofrece paseos en globos aerostáticos para turistas mandó a sus 49 empleados a un descanso indefinido y redujo su salario a la mitad.

En Manila, un cantinero que trabaja en una línea internacional de cruceros está anclado en casa, y se pregunta si sus ahorros alcanzarán hasta que el buque pueda regresar al mar. En Johannesburgo, una madre que se gana la vida trenzando el cabello de sus clientes regresa a casa con las manos vacías.

También en Buenos Aires, un conductor de taxi recorre las calles desiertas en busca de pasajeros, temeroso de contraer el coronavirus, pero todavía más aterrado de perder su taxi si no puede hacer los pagos respectivos.

“No sé qué voy a hacer”, dijo. “Esta situación está totalmente fuera de mis manos”.

Ahora que la pandemia de coronavirus ha puesto a la economía global en un sorprendente estado de suspenso, los países más vulnerables del mundo sufren daños cada vez más intensos. Las empresas, a falta de ventas, tienen que despedir a sus empleados. Los hogares que no cuentan con ingresos suficientes gastan a cuentagotas en alimentos. Los inversionistas internacionales abandonan los llamados mercados emergentes a un ritmo no visto desde la crisis financiera de 2008, con lo que provocan una disminución en el valor de las monedas y obligan a las personas a pagar más por bienes importados como alimentos y combustible.

Será igual de malo, o quizá incluso peor, que la crisis financiera global para los mercados emergentes”, afirmó Per Hammarlund, estratega principal para mercados emergentes del Grupo SEB, un banco de inversiones globales con sede en Estocolmo. “El panorama es sombrío”.

También es una amenaza para el porvenir global. Los mercados emergentes representan el 60 por ciento de la economía mundial en términos de poder adquisitivo, según el Fondo Monetario Internacional. Una ralentización en los países en desarrollo se traduce en una ralentización del planeta.

Desde el sur de Asia hasta África y América Latina, la pandemia confronta a los países en desarrollo con una emergencia de salud pública combinada con una crisis económica, y cada una agrava los efectos de la otra. Las mismas fuerzas actúan también en las naciones ricas. Sin embargo, en los países pobres, donde miles de millones de personas viven al borde de la calamidad incluso en épocas de bonanza, los peligros se amplifican.

Esto ocurre justo en un momento en que muchos gobiernos tienen una deuda que limita su capacidad de ayudar a los más necesitados. Desde 2007, la deuda total pública y privada en los mercados emergentes se ha multiplicado de alrededor del 70 por ciento de la producción económica anual al 165 por ciento, según Oxford Economics.

La pandemia ha disparado una marcada salida de inversiones internacionales de los mercados emergentes, en busca de la seguridad de los bonos del gobierno de Estados Unidos.

Apenas el año pasado, un grupo de más de veinte mercados emergentes, como China, India, Sudáfrica y Brasil, recibieron flujos de inversión de 79.000 millones de dólares, según el Instituto de Finanzas Internacionales. Durante los dos últimos meses, una inversión neta de 70.000 millones de dólares salió de esos países.

Ese cambio ha reavivado el temor de que algunos países se deslicen hacia la insolvencia y no puedan cumplir sus obligaciones de pago, en especial Argentina, Turquía y Sudáfrica.

“La velocidad es sorprendente”, señaló Sergi Lanao, economista jefe adjunto del instituto. “Quienes ya eran vulnerables antes, definitivamente enfrentan una situación de lo más complicada”.

La mayoría de los economistas dan por hecho que ya nos encontramos en una recesión mundial, una recesión sincronizada que castiga a los países de manera indiscriminada y transforma las fortalezas económicas tradicionales en vulnerabilidades alarmantes.

En mecas turísticas como Tailandia, Indonesia, Turquía y Sudáfrica, la imposición efectiva de una cuarentena mundial bien podría provocar el desempleo masivo en industrias como la hotelera, la restaurantera y la turística.

La interrupción de la industria en todo el planeta ha disminuido de manera drástica la demanda de materias primas, lo que ha golpeado a los productores de cobre como Chile, Perú, la República Democrática del Congo y Zambia, además de a los productores de zinc como Brasil e India. Los exportadores de petróleo son especialmente susceptibles a la recesión ahora que los precios permanecen bajos, situación que genera presión en Colombia, Argelia, Mozambique, Irak, Nigeria y México.

México ya se encontraba en una recesión, y muchos de sus empleos dependen de la producción de bienes para Estados Unidos, que ahora ha aplicado un verdadero cierre de emergencia.

En las naciones ricas se han ordenado cuarentenas, mientras que los gobiernos y los bancos centrales han liberado billones de dólares en gasto y crédito para limitar el daño económico. Pero no ocurre lo mismo en los países pobres, donde las familias de los barrios pobres viven hacinadas, por lo que sería imposible aplicar una cuarentena. Quienes sobreviven gracias a la chatarra de metal que encuentran en los basureros podrían morir de hambre si se quedan en casa.

“Algunos de estos países realizarán desagradables experimentos en la vida real, sin intentar detener las consecuencias, porque ni siquiera creo que puedan controlarlo”, comentó Gabriel Sterne, director de investigación macroeconómica de mercados emergentes en Oxford Economics. “En un gueto de Soweto, ¿cómo puedes aislarte? Las consecuencias sociales de la muerte entre los más débiles y los ancianos sencillamente serán monstruosas”.

India, un país de 1300 millones de personas, parece muy expuesto, con todo y que el número oficial de casos de coronavirus parece reducido. El martes, el primer ministro de India, Narendra Modi, declaró un paro nacional con el propósito de evitar la diseminación del virus.

Una tarde reciente, en una calle que conduce a la principal estación de ferrocarril de Nueva Delhi, las personas que vendían en las banquetas enfrentaron un cambio peligroso: las calles estaban vacías.

Hender, de 60 años, que se dedica a bolear zapatos, dormía al lado de la calle, con la cabeza apoyada en la bolsa de tela en la que guarda los aditamentos que necesita para su trabajo. Antes del coronavirus, ganaba unas 400 rupias (alrededor de cinco dólares) al día. Ahora gana 100 rupias.

Incluso antes del brote, India sufría una desaceleración económica. El gobierno de Modi no ha generado los empleos prometidos y ha habido acusaciones de que maquilló los libros oficiales para ocultar las dimensiones reales del desempleo.

Para responder a los lamentos sobre la decepcionante economía, Modi ha avivado el nacionalismo hindú. La policía se ha aliado con las mafias hindúes en conflictos sangrientos con la minoría musulmana. Ninguno de estos problemas se aligerará en medio de una catástrofe de salud pública combinada con un desempleo masivo.

“Habría que tener una fe ciega para decir que India no atraviesa una recesión masiva”, opinó Swati Dhingra, economista de la Escuela de Economía de Londres. “Ahora, aparece otra fuerza importante, una que golpeará de manera asimétrica a los pobres. Podría tener consecuencias realmente terribles”.

Argentina se encontraba en peligro antes de la pandemia. Su moneda, el peso, perdió más de dos tercios de su valor en 2018 y 2019, y la inflación se disparó por encima del 50 por ciento. Su economía se contrajo un dos por ciento el año pasado, como continuación de un deslizamiento prolongado de la fortuna del país. La deuda del gobierno llegó a cerca del 90 por ciento de la producción anual, una señal alarmante de peligro.

El nuevo gobierno, encabezado por el presidente Alberto Fernández, enfrenta un problema aritmético casi imposible: ¿será posible eliminar los recortes impopulares a programas como becas en efectivo para los hogares pobres sin ahuyentar a los inversionistas internacionales y acelerar el éxodo de dinero? ¿Cómo podría el gobierno aumentar el gasto y pagar los 57.000 millones de dólares que recibió en préstamo del Fondo Monetario Internacional (FMI)?

La semana pasada, la directora gerente del FMI, Kristalina Georgieva, dio muestras de flexibilidad. En una declaración por escrito, citó la pandemia cuando declaró que era necesario una “cancelación sustancial de la deuda de los acreedores privados de Argentina”.

Sin embargo, el peligro aumentaba. La moneda bajó otro seis por ciento con respecto al dólar este año. Al parecer, la pobreza se agravará, por lo que serán necesarios recursos públicos.

Es difícil pensar que Argentina pueda obtener financiamiento de alguna parte”, comentó Maria Castiglioni Cotter, directora de la consultora C&T Asesores Económicos, en Buenos Aires. No obstante, “el gobierno debe aumentar el gasto público”, añadió, o corre el “riesgo de un colapso total”.

En Turquía, las empresas están saturadas de deuda, gran parte en moneda extranjera. Las deudas se deben a que el presidente Recep Tayyip Erdogan ha buscado crecer a toda costa. Encarceló a sus enemigos e incautó sus bienes, mientras que protegió a quienes han obtenido préstamos para financiar monumentos a su destreza, como un nuevo aeropuerto en Estambul.

En años recientes, los inversionistas han sacado su dinero, por lo que la lira turca se ha desplomado y varias empresas están al borde de la quiebra. La pandemia bien podría atizar de nuevo esa crisis. La moneda turca ha bajado un diez por ciento desde enero. El turismo, que representa alrededor de una décima parte de la economía turca, ha quedado diezmado.

En Capadocia, un paisaje de estupendas formaciones rocosas cónicas, Deniz Turgut, de 37 años, uno de los propietarios de Butterfly Balloons, solo ha visto un flujo continuo de gastos al tiempo que se desvanecen sus ganancias.

El año pasado, la empresa trasladó a alrededor de 20.000 turistas en globos aerostáticos. En febrero, la empresa solo tuvo 43 clientes, menos que sus 49 empleados. De mala gana, Turgut envió a sus trabajadores a casa.

“No sabemos cuándo pasará esta situación”, se lamentó.

Antes de la pandemia, Sudáfrica estaba en apuros; su economía estaba en recesión y la tasa de desempleo superaba el 29 por ciento. Desde la aparición de la pandemia, la moneda de Sudáfrica se ha sumido más de un 20 por ciento, lo que ha elevado los precios de los bienes.

Siphilisiwe Nyathi, quien se gana la vida trenzando cabello, se ha visto obligada a hacer un gasto adicional para rentar un sillón en un salón de belleza de Johannesburgo. Las extensiones de cabello importadas de China también cuestan más.

En un buen sábado, por lo regular gana 2000 rand (unos 112 dólares). El sábado pasado, no ganó nada. Pagó el pasaje para tomar el minibús abarrotado de su casa, en un barrio de ingresos mixtos, a la ciudad, casi a una hora de distancia. Se pasó el día en la acera tratando de atraer clientes, pero no convenció a ninguno.

“Estamos estancados en esta situación”, dijo. “No sabemos qué hacer”.

En Manila, Reynaldo Tating, de 57 años, está en casa a su pesar.

Al igual que millones de filipinos que trabajan en el extranjero en industrias variadas, desde servicios de salud hasta hospitalidad, por lo regular pasa ocho meses del año navegando el mundo en cruceros, preparando cocteles para turistas internacionales.

Ahora, le preocupa que su patrón, un importante operador de cruceros, se vaya a la quiebra.

“No sé si podremos retomar nuestros empleos”, se lamentó. “O si todavía tenemos trabajo”.

c.2020 The New York Times Company

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