Niños mueren congelados mientras un ataque provoca el éxodo más grande de la guerra en Siria

Por Vivian Yee y Hwaida Saad

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Refugiados sirios en un centro médico de rehabilitación en Reyhanli, Turquía, el 21 de febrero de 2020. (Mauricio Lima/The New York Times)
Refugiados sirios en un centro médico de rehabilitación en Reyhanli, Turquía, el 21 de febrero de 2020. (Mauricio Lima/The New York Times)

La bebé no se estaba moviendo. Primero su cuerpo ardió, y luego se enfrió. Su padre la llevó de inmediato a un hospital, fue a pie porque no pudo encontrar un auto, pero era demasiado tarde.

A sus 18 meses, Iman Leila había muerto helada.

En el caparazón de concreto medio terminado que había sido su hogar desde que corrieron para salvar sus vidas por todo el noroeste de Siria, la familia Leila había pasado tres semanas soportando temperaturas nocturnas que apenas se elevaban por encima de los -6° Celsius.

“Sueño con estar en un lugar cálido”, dijo unos días después por teléfono Ahmad Yassin Leila, el padre de Iman. “Solo quiero que mis hijos estén calientes. No quiero que mueran de frío. No quiero nada más que una casa con ventanas donde no entre el frío ni el viento”.

El levantamiento de Siria comenzó con un rayo de esperanza hace casi nueve años. Ahora, en medio de una de las peores emergencias humanitarias de la guerra, algunos de los que lanzaban consignas a favor de la libertad y la dignidad en 2011 solo quieren resguardarse del frío invernal.

El presidente Bashar al Asad, que ya es el ganador real de la guerra civil de Siria, está más cerca que nunca de retomar el último territorio controlado por los rebeldes, la provincia de Idlib en el noroeste de Siria, un acontecimiento que consolidará su victoria aunque intensifique el sufrimiento de su pueblo. A lo largo de los últimos tres meses, sus fuerzas, respaldadas por ataque aéreos rusos, han intensificado sus ataques en contra de la provincia, provocando que casi un millón de residentes se dirijan a la frontera con Turquía.

Muchos están viviendo en tiendas de acampar o durmiendo al aire libre en el frío helado. Iman Leila es solo una de los nueve niños que murieron de frío en las últimas semanas.

Este éxodo es el más grande de una guerra que ha desplazado a trece millones de personas y que ha cobrado cientos de miles de vidas, además de ser uno de los mayores en la historia reciente, el segundo después del escape de los musulmanes rohinyá de Birmania en 2017. Con cerca de tres millones de residentes atrapados entre la frontera turca que está cerrada en el norte, y bombas y proyectiles que son lanzados desde el sur y el este, la crisis tiene el potencial de empeorar mucho más conforme el gobierno combata para reclamar toda Siria.

“Son personas que están tratando de tomar las decisiones más difíciles de su vida en condiciones que están fuera de sus manos”, comentó Max Baldwin, director del programa del norte de Siria de Mercy Corps. “El nivel de intensidad, el hecho de que por un lado están las fuerzas militares turcas y por el otro, la línea de combate que avanza, y además siguen atacando los hospitales… todo eso está creando un nivel de temor e incertidumbre que ha sido un desafío enorme para todos. Y podría empeorar”.

Los sirios que escapan buscan lugares seguros en campamentos en el campo rural cerca de la frontera turca o en ciudades que quizá sean bombardeadas en cualquier momento. Los más afortunados se refugian en edificios alquilados o abandonados, muchos de los cuales no tienen puertas ni ventanas. Los menos afortunados duermen en tiendas de acampar. Decenas de miles se apiñan en las aceras o debajo de olivos, y ponen lonas de plástico y mantas sobre las ramas, o nada.

Los que pueden permitírselo, compran combustible para calentadores, si encuentran un poco. Los que no pueden, envuelven a sus hijos con pedazos de plástico y llenan cualquier bolsa que encuentren con agua caliente para descongelar las camas de los niños en la noche. Cuando se les acaba la leña, queman ropa y zapatos.

Algunos escaparon llevando consigo trozos de sus viejas casas —como puertas y marcos de ventanas— con la esperanza de mejorar sus refugios temporales o reconstruir su hogar algún día. Ahora esos objetos también van a parar a las hogueras.

Una familia que trató de mantener encendida una fogata dentro de su casa de acampar este mes terminó quemándola mientras dormían, por lo que murieron dos niños.

“Hay muchas personas más que están muriendo”, dijo Leila. “A nadie le importa”.

Como cientos de miles de habitantes, los Leila ya habían escapado de otro lugar y terminaron en Idlib como último recurso.

Hace nueve años, Leila se unió a las manifestaciones pacíficas en contra del brutal autoritarismo de Asad, las cuales se convirtieron en un levantamiento armado y después en una guerra. Cuando las fuerzas de Asad recapturaron la ciudad de origen de los Leila, el suburbio de Ghouta del Este en Damasco, hace dos años, la familia aceptó la oferta del gobierno de pasar de manera segura a Idlib en vez de enfrentar represalias.

Más de un millón de civiles de todas partes de Siria han hecho lo mismo, muchos después de haberse mudado varias veces. Han duplicado la población de Idlib, convirtiéndola en un montón de disidentes recién llegados que se encuentran hacinados con sus familias y una multitud de grupos yihadíes y rebeldes que aprovecharon el caos para hacerse de control político.

Esos grupos —dominados por Hayat Tahrir al Sham, vinculado con Al Qaeda— le han dado al gobierno sirio una razón para justificar la masacre en nombre del contraterrorismo.

Puesto que gran parte de la zona está bajo ataque, las organizaciones humanitarias no pueden llegar a los civiles, o les toma horas entregar suministros a los campamentos que están a tan solo unos kilómetros debido a que las carreteras están muy saturadas. Los socorristas, voluntarios y contratistas que suministran agua, mantas y alimentos están escapando de sus propios hogares conforme tratan de ayudar a otros, por lo que la respuesta humanitaria ha quedado inmersa en el caos.

A los grupos de auxilio desde hace mucho se les acabaron las tiendas de acampar y no tienen dinero para comprar más.

“La gente no tiene altos estándares para refugiarse”, dijo Fouad Sayed Issa, de 25 años, fundador de Violet, una organización siria de socorro sin fines de lucro cuya sede se encuentra justo al otro lado de la frontera con Turquía. “Solo quieren tener un lugar donde quedarse. Nos llaman pidiendo tiendas de acampar, y no tenemos ninguna que darles”.

Aislados de los países que alguna vez enviaron ayuda militar a los rebeldes, ruegan un rescate que nadie les ofrece.

“Claro que estamos solos”, dijo Issa. “Este es el final”.

Hasta que comenzó la ofensiva del gobierno la primavera pasada, Idlib había mantenido una estabilidad frágil bajo un cese al fuego mediado por Rusia, que respalda a Asad, y Turquía, que apoyaba a las fuerzas de la oposición.

Turquía se ha manifestado en contra de la violación del acuerdo y sostuvo charlas con Rusia, sin mucho éxito. Rusia ha prometido reinstaurar el cese al fuego, aunque sus aviones siguen bombardeando hospitales civiles.

Turquía ha lanzado una contraofensiva modesta, aunque algunos esperan que termine la masacre.

Estados Unidos, que tiene 500 soldados en el sur y el este de Siria, ha descartado cualquier participación militar en el noroeste.

El gobierno de Trump se ha puesto del lado de Turquía, expresando su apoyo al contraataque y a una zona segura propuesta y aplicada por Turquía para los civiles desplazados en la frontera.

“Turquía sola no puede lidiar con la llegada repentina de tres millones de refugiados que cruzan sus fronteras”, le dijo James Jeffrey, el principal diplomático estadounidense dedicado a asuntos de Siria, a un entrevistador de la televisión turca en Estambul este mes. “Tiene todo el derecho de asegurar que eso no ocurra, y estamos aquí para ver cómo podemos ayudar a que los turcos lleven a cabo esas medidas adecuadamente”.

En el lado turco de la frontera, los refugiados sirios observan agonizantes cómo sus celulares se saturan con ruegos de sus familiares en Idlib, que les preguntan dónde pueden ir.

“No quieren irse y quedar humillados… quedarse en la calle, no poder alimentar a sus hijos, ver cómo tiemblan de frío”, dijo Abdulhamid Sallat, de 31 años, un activista sirio que escapó a la pequeña ciudad turca fronteriza de Reyhanli en 2014. Su familia sigue en Binnish, su aldea natal en Siria.

“No duermo”, dijo su primo, Turki Sallat, de 32 años, un herrero en Reyhanli cuyos padres y hermanos también están en Binnish. “No puedo hacer nada”.

Desde algunos de los campamentos, los desplazados pueden ver Turquía, verde y pacífica más allá de la cerca fronteriza. En el lado turco del cruce de Reyhanli, los olivos crecen en filas ordenadas. Aparte de algún perro callejero, nadie duerme debajo de ellos.

Sin embargo, Turquía ya alberga a más de tres millones de refugiados sirios, y se rehúsa a aceptar más.

Eso no impide que Khadija Mohsen Shaker, de 34 años, siga teniendo esperanzas.

Ella y uno de sus cuatro hijos cruzaron hace varios días a Reyhanli para recibir atención médica; el joven está recibiendo un tratamiento para sus problemas renales. Sin embargo, pronto tendrán que regresar a su tienda de acampar en Idlib, donde viven con sus padres ancianos y dos hijos más.

“Desearía poder vivir en Siria de la manera en que la gente vive aquí”, comentó. “Allá, hay miedo en todas partes. Estamos rodeados por el temor”.

c.2020 The New York Times Company

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