Nicholas Sutton, al igual que otros presos condenados a muerte en Tennessee, puede elegir cómo prefiere que ese estado acabe con su vida.
La opción establecida en la legislación estatal es una serie de inyecciones: una para sedarlo, seguida de otras cuya función es paralizarlo y hacer que su corazón se detenga. Sin embargo, Sutton, al igual que otros cuatro presos que han sido ejecutados antes que él en Tennessee desde 2018, optó por la otra alternativa que ofrece el estado: dos ciclos de 1750 voltios de electricidad.
En todo el país, la silla eléctrica se considera un método del pasado; ningún otro estado lo ha empleado desde 2013. No obstante, algunos defensores de los reclusos y abogados afirman que los condenados en Tennessee prefieren morir electrocutados porque temen quedar paralizados y experimentar una intensa incomodidad durante el tiempo que las sustancias que les inyecten tarden en matarlos.
Hace poco, en Ohio, un juez federal escribió que parte del protocolo del estado para la inyección letal es similar a la técnica de tortura del “submarino”, y algunos procedimientos mal realizados en otros estados provocaron que los condenados se revolcaran en agonía.
“Cuando todo sale a la perfección, son aproximadamente catorce minutos de dolor y horror”, explicó Stephen Kissinger, defensor federal asistente que ha representado a Sutton y otros presos condenados a muerte. “Por otro lado, cuando consideran la electrocución, piensan en el tiempo que tarda”.
Tennessee es uno de los estados que, hace más de dos décadas, decidieron emplear la inyección letal como el principal método para las ejecuciones, ya que a los legisladores les pareció que, en apariencia, era una alternativa más tranquila y menos violenta que la electrocución.
Sin embargo, esa percepción se ha puesto en duda desde hace algunos años debido a la amplia difusión de información sobre algunos errores y ejecuciones problemáticas, incluida una en Oklahoma, en 2014, en la que el condenado recuperó la conciencia. Además, muchas empresas farmacéuticas han puesto más trabas para que los estados adquieran las sustancias adecuadas, pues no quieren que se les asocie con el término de una vida.
En general, ha habido menos condenas a muerte en Estados Unidos; siete estados realizaron veintidós ejecuciones en 2019, cifra que ocupa el segundo lugar entre los números más bajos registrados desde 1991. El año pasado, Nuevo Hampshire se convirtió en el estado número 21 en eliminar la pena capital, y el último en Nueva Inglaterra. Hace un año, Ohio suspendió las ejecuciones mientras los funcionarios estatales estudiaban un nuevo protocolo para la inyección letal, pues no fue posible obtener los fármacos y un juez federal determinó que el método podía causarle a los internos “dolor agudo y sufrimiento innecesario”.
“Ohio no va a ejecutar a nadie durante mi mandato si un juez federal afirma que es un castigo cruel e inusual”, aseveró el gobernador republicano Mike DeWine el año pasado.
Otros estados, en cambio, han vuelto a aplicarla todavía con más resolución. La semana pasada, funcionarios estatales en Oklahoma anunciaron que volverían a aplicar la inyección letal tras una suspensión de cinco años y una serie de ejecuciones mal logradas.
En Tennessee, el protocolo establece que deben inyectarse tres sustancias distintas: midazolam, que funciona como sedante, bromuro de vecuronio, que paraliza al reo, y cloruro de potasio, que hace que se detenga el corazón. Dorinda Carter, vocera del Departamento de Correccionales del estado, hizo notar que “la inyección letal se ha considerado constitucional en varias ocasiones en Tennessee”.
El gobernador republicano del estado, Bill Lee, tampoco ha dejado de apoyar la pena de muerte, y en una entrevista con Associated Press publicada en diciembre señaló que el castigo todavía le parece “apropiado para los delitos más atroces”.
Algunos expertos médicos refutan este argumento, pues dicen que la inyección letal fuerza al máximo los límites constitucionales en el tema de qué se considera un castigo cruel. Joel Zivot, profesor adjunto de Anestesiología y Cirugía en la Universidad Emory, comentó que el sedante incluido en el grupo de tres fármacos no ayuda a los condenados a soportar el dolor y el paralizante disfraza el tormento que experimentan.
“No se percibe mucho”, dijo Zivot. “Ves a una persona acostada ahí”. Añadió que crea la impresión de que los reos tan solo “se quedan dormidos y luego mueren”. Más bien, los fármacos pueden provocar que sus pulmones se llenen de líquido, y así causarles asfixia, además de producirles la sensación de estarse quemando.
En casi cuatro décadas no se había ejecutado a ningún preso en Tennessee cuando los legisladores estatales, en 1998, agregaron la inyección letal a los métodos de ejecución. Dos años después, se convirtió en el principal método empleado en el estado. De cualquier forma, la legislación estatal estipula que los presos condenados a muerte antes de 1999 pueden elegir entre la inyección letal y la electrocución.
De los 52 presos condenados a muerte en Tennessee, más de la mitad recibieron su sentencia antes de esa fecha, según datos del Departamento de Correccionales del estado.
Sutton, de 58 años, fue sentenciado a muerte por su participación, cuando tenía 23 años, en el asesinato de Carl Estep, otro prisionero de la institución en la que estaba encarcelado. Ya lo habían condenado por asesinato en primer grado, pues dejó inconsciente a su abuela, quien lo crio, y la arrojó a un río. También lo sentenciaron a dos cadenas perpetuas más cuando confesó haber matado a otros dos hombres, John Large y Charles Almon.
En una apelación en la que Sutton pidió clemencia, sus abogados hablaron sobre la transformación de su cliente en más de 35 años que llevaba en prisión. La madre de uno de sus compañeros presos, que sufría esclerosis múltiple y no recibía tratamiento, dijo que Sutton había cuidado a su hijo e incluso lo había cargado, relataron los abogados. Algunos oficiales de la correccional también declararon que “le debían la vida” a Sutton porque los había rescatado cuando otros prisioneros iban a atacarlos.
“Puso mi seguridad y mi bienestar antes que los suyos”, escribió un oficial de la correccional, Tony Eden, en un artículo de opinión publicado en The Tennessean, en el que también describió a Sutton como el “preso más rehabilitado que he conocido en mi vida”.
“En esencia”, añadió, “la prisión será más segura si Sutton cumple su condena vitalicia que si lo ejecutan”.
Sutton también intentó librarse de la ejecución argumentando, entre otras cosas, que lo habían encadenado indebidamente frente al jurado durante su juicio. Por desgracia para él, la Corte Suprema de Tennessee no aceptó sus argumentos y, en el dictamen emitido el 14 de febrero, declaró que Sutton “no demostró que fuera probable una decisión a su favor si ambos argumentos iban a juicio”.
Sutton, cuya ejecución estaba programada para este 20 de febrero por la noche, fue trasladado el día 18 al área donde se mantiene en observación a los hombres antes de su ejecución en la Institución de Máxima Seguridad Riverbend, ubicada en un recodo del río Cumberland en Nashville, Tennessee.
Se le puso en observación las 24 horas del día en una celda aledaña a la cámara de ejecución, se le entregaron sus artículos de aseo personal, doce hojas de papel, tres sobres con estampillas y un lápiz que debía devolverle a un oficial de la correccional cuando no lo estuviera utilizando. Ahí, esperó la decisión del gobernador para proceder con su ejecución, que se entregó el 19 de febrero.
“Después de considerar detenidamente la solicitud de clemencia de Nicholas Sutton y revisar a conciencia su caso”, subrayó Lee en una declaración, “decidí ratificar la sentencia del estado de Tennessee, por lo que no pienso intervenir”.
c.2020 The New York Times Company