Cuando en 2013 publiqué un ensayo narrativo sobre la historia de las librerías ni se me ocurrió la posibilidad de que en pocos años se tradujera al inglés, al francés, al árabe, al chino y a otros idiomas. Mi ego quiere pensar que ese interés global —tan inesperado— se debe exclusivamente a mis virtudes literarias; pero mi espíritu crítico —tan anticlimático— es muy consciente de que la publicación de mi libro coincidió con una fuerte tendencia del mercado editorial.
En efecto, durante la segunda década del siglo XXI se pusieron de moda los libros sobre libros. El espectro abarca desde la bibliofilia hasta el bookporn, desde las historias del papel, la imprenta, las bibliotecas o los clásicos hasta las colecciones de anécdotas librescas o de fotografías de Instagram. El fenómeno tal vez se deba a tres razones principales: a la necesidad de volver a lo corpóreo, tras unos años de euforia virtual; al deseo de conocer los orígenes y la historia de un objeto que ha sido fundamental para todos nosotros y cuya existencia está en crisis; y a la conciencia de que internet es abstracto, inimaginable, angustiante, mientras que la escala humana de los libros, aunque no pueda salvarnos del big data ni del tiempo acelerado, al menos sí nos puede dar una tregua.
Tengo la sensación de que nos hemos cansado un poco de Facebook, Tinder o el Kindle; y hemos regresado a los teatros, los bares y las librerías. Ese regreso se ha debido a la anagnórisis —el reconocimiento trágico— de que internet, pese a sus promesas de conectar los deseos con los cuerpos, los mapas con los territorios, aspira en realidad a desconectarnos del mundo, a ser cada vez más autosuficiente. Y esa conciencia es puro desasosiego.
Somos capaces de imaginar nuestra galaxia. Somos capaces de hacerle una fotografía a un agujero negro. Pero somos incapaces de dibujar internet: no tiene forma y está fuera de toda escala. Por eso nos agarramos a las imágenes de las bibliotecas y a la arqueología del libro: porque queremos creer que, entendiendo ese mundo que empezamos a perder, podremos comprender al menos la esencia de esa nueva matemática de la información. Y quién sabe si frenar un poco su implacable conquista.
Durante el siglo pasado los estudios sobre el mundo del libro se circunscribían en la academia a disciplinas como la paleografía y la historia cultural, con referentes como Armando Petrucci o Roger Chartier. En los últimos cuarenta años se han configurado como una nueva disciplina universitaria y han empezado a llegar al gran público. En 1980, Umberto Eco convirtió en superventas una novela erudita ambientada en la Edad Media, El nombre de la rosa; en 1996 Alberto Manguel publicó su imprescindible Una historia de la lectura, y en 2001, con La sombra del viento, Carlos Ruiz Zafón dio a conocer a millones de lectores de todo el mundo su Cementerio de los Libros Olvidados. Pero ha sido en la última década cuando se han multiplicado los grupos de investigación y los seminarios académicos sobre la producción, edición y circulación de los libros. Y se han reproducido como conejos las novelas (y las películas) con un título que incluye las palabras “librería” o “biblioteca”.
Como dice Violet Moller en su fascinante ensayo La ruta del conocimiento —sobre cómo algunas obras clásicas sobrevivieron al exterminio cristiano e iluminaron el Renacimiento, gracias sobre todo a la erudición islámica—, la historia del libro “no se halla encerrada en los límites de la cultura, la religión o la política”. Recorre transversalmente todo lo que entendemos por civilización. Por eso algunos autores han encontrado en cómo se escribió y leyó un único texto fundamental la clave para radiografiar un fenómeno muy complejo. A través de la biografía de la Biblia, la Enciclopedia o Mein Kampf entendemos desde una perspectiva lateral el monoteísmo, la razón ilustrada o el nazismo.
Otras obras recientes abren el foco temporal para realizar a través de la exploración de ciertas vidas o proyectos bibliófilos panoramas de toda una época. Tiempo de magos, de Wolfram Eilenberger, por ejemplo, es una brillante lectura en paralelo de cuatro vidas entre 1919 y 1929, las de Ludwig Wittgenstein, Walter Benjamin, Ernst Cassirer y Martin Heidegger. Pero sobre todo es un relato de cómo se escribieron y difundieron el Tractatus Logico-Philosophicus, Calle de sentido único, Filosofía de las formas simbólicas y Ser y tiempo. Cuatro libros que todavía siguen influyendo en el pensamiento y en el arte.
En Memorial de los libros naufragados, la espectacular biografía de Hernando Colón que ha firmado Edward Wilson-Lee, la clave para entender el siglo XVI se encuentra en una biblioteca alucinante. El hijo del almirante que inició la conquista de América inventó la clasificación a través de fichas bibliográficas e índices de materias, coleccionó tanto libros como todo tipo de documentos impresos (incluidos informes diplomáticos y publicidad). Llevó a cabo —en fin— un proyecto revolucionario: “La Biblioteca Hernandiana (como él deseaba que se llamara) no sería simplemente un edificio o un conjunto de libros, sino una máquina para extraer los escritos de toda la humanidad, un organismo adaptado a la vida en el nuevo mundo de la imprenta”.
¿Qué tienen en común los ensayos de Moller, Eilenberger, Wilson-Lee y tantos otros que se han publicado en los últimos años? Que encuentran en las historias de ciertos libros el modo de contar estructuras mentales y representaciones del mundo que fueron válidas durante siglos y que ahora han empezado a dejar de serlo. Hernando Colón concibió unos protocolos de acceso al conocimiento que se están convirtiendo en la red cada vez más espectral sobre la que se levanta la red de los motores de búsqueda. La secuencia lógica que une su biblioteca sevillana con la Biblioteca Apostólica Vaticana, la Enciclopedia francesa, la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos o Wikipedia se ha interrumpido con Google o Amazon, que ya no ordenan los libros y su información según los criterios del humanismo y la biblioteconomía. Para los algoritmos no existen las unidades textuales quietas, sino las secuencias de metadatos que no cesan de fluir. Transformer, la nueva red neuronal de Google, es capaz de procesar (leer) de golpe todo Crimen y castigo. El cambio es constante: es muy probable que la mitad de las búsquedas de este año se realicen a través de la voz.
Ante ese vértigo, los lectores estamos reclamando la existencia de libros sobre libros, editores, librerías y bibliotecas en los que refugiarnos, porque nuestros cerebros no pueden asumir la nueva velocidad del mundo. Internet es un gran fantasma incorpóreo que no para de alejarse de la escala humana; frente a ese nuevo universo infinito, los libros de la vieja Galaxia Gutenberg que, como nosotros, son individuales, tienen cuerpo, son del tamaño de nuestras manos, nos dan un poco de consuelo.
*Copyright: 2020 The New York Times Company
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