Heridos pero resilientes, una ciudad uigur se aferra a su pasado cultural

Por Chris Buckley y Steven Lee Myers

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Gente cerca de un puesto
Gente cerca de un puesto de comida en Yarkand, en la región de Sinkiang, el 5 de agosto 2019. La ciudad antigua musulmana sigue siendo una cuna cultural para la etnia uigur, quienes han sido enviados a las detenciones en masa. Una visita rara reveló cómo las personas allí han soportado las agitaciones. (Gilles Sabrié/The New York Times)

Las calles sinuosas y concurridas de la vieja Yarkand, una antigua ciudad que se encontraba en la Ruta de la Seda, conservan patrones de vida que se remontan a hace varios siglos.

Una mañana reciente, salía humo a bocanadas de parrillas crepitantes donde se cocinaba cordero y de hornos llenos de panes planos. El calderero hacía repicar el metal mientras martillaba un tazón. Los tañidos de un dutar, un laúd de dos cuerdas, salían de una tienda que vende instrumentos musicales tradicionales. En una casa de té ligeramente alumbrada, unos ancianos que usaban gorros de oración musulmanes murmuraban al conversar.

En el extremo del desierto de Taklamakán, Yarkand sigue siendo una cuna cultural para la etnia uigur, una minoría principalmente musulmana en la región de Sinkiang, en el oeste de China. Pero su estilo de vida se encuentra bajo una gran presión.

Desde hace tres años los uigures han soportado una campaña radical que busca convertirlos en seguidores obedientes del Partido Comunista, debilitar su compromiso con el islam y obligarlos a que dejen de labrar la tierra para trabajar en fábricas. Los pueblos y ciudades en todo Sinkiang están rodeados de puestos de control grandes de la Policía, quienes usan escáneres faciales para registrar a la gente que entra y sale.

Un millón o más de uigures han sido enviados a campos de adoctrinamiento desde 2017. Yarkand fue diezmada debido a estas detenciones.

En 2018, esta ciudad de alrededor de 200.000 personas prácticamente estuvo cerrada a los periodistas extranjeros, ya que los puestos de control de la policía impedían el ingreso a los autos. Pero desde el año pasado, las autoridades de Sinkiang han disminuido lo suficiente las restricciones como para dejarnos entrar.

Nuestra visita revela una ciudad herida por las agitaciones recientes. En la parte vieja, las excavadoras amenazan las casas, consideradas tugurios, a fin de abrir paso para nuevos vecindarios.

Pero los uigures de aquí también parecían ser resilientes. Se aferran a costumbres entretejidas en su historia como un pueblo de agricultores, mercaderes y musulmanes que viven al borde de los desiertos.

Llegamos a Yarkand en un tren matutino de Jotán, una pequeña ciudad a 280 kilómetros en dirección sureste. Después de algunas negociaciones y llamadas telefónicas susurradas, policía y funcionario de propaganda que se había apresurado a la estación nos dejó visitar la ciudad, a condición de que esa misma noche tomáramos un tren a Kasgar, la siguiente parada en nuestra travesía para ver cómo estaba cambiando la región de Sinkiang.

Con un breve viaje en taxi llegamos a la parte vieja de Yarkand mientras las tiendas y los restaurantes empezaban a despertar. Policías vestidos de civiles nos observaban de cerca y nos limitamos a sostener conversaciones breves con los habitantes para no meterlos en problemas.

En Yarkand, aún se vislumbran destellos de su viejo esplendor. La calle principal de la vieja área comercial está poblada de casas de dos pisos, agrietadas y descuidadas, donde habitan mercaderes. Los balaustres de madera y techos de yeso están decorados con flores y volutas, lo cual recuerda la historia de Yarkand como una de las paradas en las rutas comerciales que atravesaban China, Asia central y más allá.

Yarkand fue la capital de una dinastía islámica, el Kanato de Yarkand, que duró dos siglos desde 1514. Los uigures creen que el Kanato fue el responsable de reunir y refinar un conjunto respetado de ejecuciones musicales, los doce muqames. Las tumbas de los kanes se encuentran en un cementerio grande de la localidad.

En la principal calle para ir de compras, grupos de mujeres con vestidos de colores brillantes entraban a tiendas donde vendían ropa para niños, o discutían mientras contemplaban charolas brillantes de collares y anillos en los puestos de joyería. Los corpulentos tenderos acomodaban montones de uvas pasa y dátiles secos, llamados sanzi, un bocadillo preparado con harina freída.

En este viaje por el sur de Sinkiang, los lugares que habíamos visitado durante la represión en 2017 y 2018 ahora parecían más ajetreados y frecuentados, lo cual sugería que las restricciones para con los habitantes se habían relajado un poco.

Los puestos de control de la policía en los pueblos y ciudades se han vuelto menos estrictos durante el último año y es más fácil desplazarse. En los bazares, más rostros tenían los gestos endurecidos de los agricultores, lo cual sugiere que es más fácil viajar desde los pueblos.

Las razones de estos cambios no nos quedaron claras y los funcionarios no nos las explicaron. Quizá el gobierno se sintió más seguro luego de aprehender a tantas personas. O quizá sintió que debía ser menos severo porque las restricciones estaban sofocando el turismo y la economía local, además de que era objeto de críticas a nivel internacional.

De todas maneras, Yarkand sigue estando constreñida por medidas de seguridad. Rejas de metal revestían muchos negocios. Cuchillos de carniceros estaban atados a las bancas, como lo exigen las reglas de la ley y el orden, a fin de evitar apuñalamientos en la calle.

Una familia uigur visitando a
Una familia uigur visitando a la tumba de un familiar en Kashgar, el region Sinkiang de China, el 7 de agosto 2019. (Gilles Sabrié/The New York Times)

El gobierno espera que las medidas de seguridad hagan regresar a los turistas, y Yarkand ha convertido un palacio de los kanes reconstruido con elegancia en una atracción turística llamativa, que además también es un plató para cine y televisión.

“Cultura china, expresión china”, dice un letrero colgado en la entrada del edificio. Adentro, lo primero que ven los visitantes es un espectacular de Xi Jinping, el líder del Partido Comunista, retratado saludando con un fondo de edificios modernos.

Algunos indicios del cambio que ha habido en Yarkand desde la represión son sutiles. En un parque polvoroso, seis barberos blandían sus navajas, rasurándole a los hombres sus bigotes; de vez en cuando les gruñían órdenes a sus clientes para que no se movieran o para que giraran un poco la cabeza.

Hace no tanto, los barberos no eran muy solicitados. A inicios de los noventa, el sur de Sinkiang tuvo un resurgimiento islámico. Había más hombres jóvenes con gorros para orar y barbas largas, y más mujeres empezaron a usar velos y vestidos largos, un fenómeno común en el Medio Oriente, para expresar su religiosidad.

El gobierno consideró a este resurgimiento de la religión musulmana como el culpable de una mayor violencia y resistencia étnica, por ejemplo, de un enfrentamiento en Yarkand en 2014, cuando unos uigures que portaban hachas y cuchillos atacaron una oficina gubernamental y cuartel de la policía matando a 37 personas, de acuerdo con informes del gobierno.

Ahora prácticamente han desaparecido todas las manifestaciones de fe islámica de Yarkland y en todo Sinkiang, a raíz de las detenciones en masa y una ola de prohibiciones. La mayoría de las mujeres usaban velos más discretos o ninguno; solo unos cuantos ancianos tenían barbas. Las mezquitas se veían cerradas o casi vacías, incluso en las horas de oración. Celebrar el ramadán está oficialmente prohibido. Cuando nos detuvimos afuera de la mezquita de Juma, un hombre salió de prisa a azuzarnos para que nos fuéramos.

“Amor al Partido, amor al País”, se leía en el letrero sobre la entrada. Ese mismo mensaje se repetía afuera de las otras mezquitas de Sinkiang.

Casi no había miembros de la mayoría han de China. Yarkand es un 90 por ciento uigur, aunque la cultura y el idioma chinos se están extendiendo. Una pequeña niña pasó sentada atrás de una bicicleta eléctrica, sostenía un libro de texto para aprender chino: el idioma que ahora aprenden los niños uigures en la escuela.

Al pasear nos preguntamos si los transeúntes no provienen de prisiones o campos de adoctrinamiento. Vimos a hombres jóvenes concentrados en un juego de azar en la acera, gritando o haciendo gestos al conocer los resultados. Solo podemos conjeturar cuántos más hombres había antes de la ola de detenciones.

Los registros gubernamentales de seis pueblos en las áreas rurales de Yarkland en 2018 mostraban que casi el 16 por ciento de 3249 adultos registrados se encontraba en campos de adoctrinamiento, prisiones o centros de detención para criminales, afirmó en un informe reciente Adrian Zenz, un investigador alemán que estudió Sinkiang de cerca.

Cerca de la estación ferroviaria de Yarkland, un campo de adoctrinamiento parecía estar vacío; el cordón usual de guardias no estaba. El gobierno ha dicho que los campos en Sinkiang se están reduciendo. Pero otros más grandes que quisimos visitar en el sur de Sinkiang seguían muy vigilados, lo cual sugiere que continúan en funciones.

La vieja Yarkland quizá no sobreviva mucho más.

"Llevar la reforma hasta el límite”, decía un eslogan pintado en viviendas deshabitadas que esperaban a ser demolidas.

©2020 The New York Times Company

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