Nicaragua tiene un sencillo mensaje para los manifestantes: no

Por Frances Robles

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Karen Lacayo Rodriguez, quien participó en una huelga de hambre en una iglesia, en Masaya, Nicaragua, el 5 de diciembre de 2019. (Cesar Rodriguez/The New York Times)
Karen Lacayo Rodriguez, quien participó en una huelga de hambre en una iglesia, en Masaya, Nicaragua, el 5 de diciembre de 2019. (Cesar Rodriguez/The New York Times)

Diana Lacayo nunca imaginó que una huelga de hambre en una iglesia se convertiría en un estado de sitio de nueve días, con la policía afuera y los servicios de electricidad y agua suspendidos al interior.

Sin embargo, para las autoridades nicaragüenses, hasta esa manifestación mínima era un reto que había que aplastar.

Durante casi dos años, los nicaragüenses se han venido levantando en contra del control de una familia, los Ortega, acusados de convertir al país en un feudo personal: el mandato del presidente no tiene plazo límite y sus hijos ocupan puestos importantes en industrias como las del gas y la televisión.

Frente a la agitación, el gobierno ha recurrido a medidas inflexibles para silenciar a la disidencia y a pesar de la economía que se colapsa, las sanciones estadounidenses y la inmigración masiva, el presidente Daniel Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, todavía se aferran al poder con firmeza.

Mientras los activistas que apoyan al gobierno siembran violencia en las calles, las voces de disentimiento son acalladas mediante arrestos y asedio. Los manifestantes, violentados y asaltados por los seguidores del gobierno, algunas veces regresan a casa de las manifestaciones sin sus teléfonos e incluso sin zapatos.

“Si salimos con una bandera, vamos a la cárcel”, comentó Lacayo.

El enfrentamiento aquí en la Iglesia de San Miguel Arcángel dejó claro que ningún lugar es un santuario.

Desesperadas por hacerse escuchar, Lacayo y otras ocho mujeres fueron ahí para ver si una huelga de hambre les ayudaba a conseguir la libertad de sus maridos, hermanos e hijos, activistas políticos que languidecían en prisiones gubernamentales. Para cuando terminó, 14 personas en total, incluido un sacerdote católico, habían pasado más de una semana encerrados en su interior, rodeados de policías, mientras los suministros básicos disminuían hasta casi acabarse.

“Nos dejaron como ratas en un agujero”, comentó el reverendo Edwing Román, el pastor que quedó atrapado en la iglesia junto con los manifestantes.

Para los nicaragüenses fue otro recordatorio de que el solo hecho de manifestarse puede tener graves consecuencias.

El año pasado, parecía que el presidente estaba en la cuerda floja cuando los nicaragüenses organizaron las manifestaciones más multitudinarias en décadas. Aunque el gobierno se recuperó, las personas que estaban en huelga de hambre en San Miguel Arcángel y otros manifestantes se animaron ante la salida de este otoño del aliado boliviano de Ortega, Evo Morales.

Sin embargo, pese a toda su ideología compartida de izquierda e inclinación al autoritarismo, Ortega goza de una cosa que Morales no tiene: el Ejército y la policía nacional se han mantenido a su lado, protegiéndolo como lo han hecho las fuerzas de seguridad por Nicolás Maduro en Venezuela y otros líderes autoritarios en todo el mundo.

Por lo tanto, en Nicaragua, las manifestaciones solo han conducido a más arrestos, incluso mientras una crisis atormenta al país. La economía está empeorando de manera continua y casi 100.000 personas han huido del país.

Frente a todo esto, Ortega y su esposa han retratado a Nicaragua como un país mucho más seguro que sus vecinos y un nuevo lema advierte de los peligros de la disrupción: “Con la paz no se juega”.

A pesar de ello, Nicaragua está lejos de ser segura: al informar sobre el sitio en la iglesia, me atacaron dos días consecutivos.

La primera vez fue un ataque rápido a manos de una mujer que estaba molesta porque le tomé una fotografía. Un día después, una multitud de activistas del partido del Frente Sandinista que se había congregado afuera de la capilla me rodeó, me empujó hacia el piso y trató de quitarme mi teléfono. Luego, alguien golpeó el parabrisas de mi automóvil rentado con una piedra del pavimento mientras huía.

La policía, que estaba presente, no intervino.

Las protestas comenzaron en la primavera de 2018, cuando ciudades enteras se levantaron contra los Ortega. En un principio, las manifestaciones giraban en torno a los recortes al seguro social, pero pronto se convirtieron en un reproche generalizado contra los gobiernos cada vez menos democráticos. La Corte Suprema de Justicia de Nicaragua fue amotinada, los legisladores fueron obligados a renunciar, las elecciones municipales fueron fraudulentas y los límites del mandato se eliminaron.

Tres meses más tarde, el gobierno recuperó las calles. En una aplastante ofensiva, la policía disparó contra los manifestantes que habían levantado barricadas en todo el país. Murieron más de 300 personas, entre ellas 22 policías.

Docenas de manifestantes que incendiaron edificios, tomaron las universidades durante meses y bloquearon las carreteras durante semanas, siguen en prisión, entre ellos el hijo de Lacayo, Scannierth Merlo Lacayo, de 22 años, quien fue condenado a cinco años de cárcel.

En noviembre, Diana Lacayo y otras mujeres con parientes encarcelados se acercaron a Román y le preguntaron si podían usar su iglesia para hacer una huelga de hambre. El sacerdote aceptó: “Pensando que este era un país civilizado, dije que sí”.

Román, de 59 años, es uno de varios sacerdotes en Nicaragua que han asumido un papel de liderazgo durante la insurrección; un grupo de clérigos que no se han mordido la lengua, dado que han usado palabras como “dictadura” para describir al gobierno.

Diana Lacayo, de 48 años, y los demás huelguistas de hambre llegaron a San Miguel alrededor de las 9 de la mañana de un jueves y la policía de inmediato rodeó la iglesia. En determinado momento, bloquearon las puertas de entrada y se negaron a dejar que Román oficiara misa en su propia iglesia; así que los feligreses rezaron afuera.

El sacerdote logró entrar, pero cuando la comunión estaba por terminar, se fue la luz. Las autoridades habían cortado el suministro eléctrico.

“El padre dijo: “¡Rápido! ¡Llenen los barriles de agua!’”, recordó José Román Lanzas, un monaguillo de 13 años. “Claro, ¿qué creen que hizo el gobierno? Cortó el suministro de agua”.

El niño logró salir, pero cinco personas, entre ellas un abogado y un activista de derechos humanos que estaban apoyando a las mujeres, quedaron atrapados al interior.

“Pensamos que íbamos ahí para una huelga de hambre, no que íbamos a estar sitiadas”, dijo Karen Lacayo Rodríguez, de 42 años, exsandinista cuyo hermano de 45 años, Edward Lacayo Rodríguez, está cumpliendo una sentencia de 15 años por un cargo de narcotráfico que, a decir de su familia, fue orquestado (ella no es familiar de Diana Lacayo).

Román comentó: “Cuando abrimos las ventanas, la policía apostada afuera les decía a las madres: ‘Van a salir en bolsas negras, apestando’. Éramos rehenes”.

Las madres de otros presos intentaron llevar a cabo huelgas similares en otras iglesias. En la Catedral Nacional de Managua, partidarios del gobierno asaltaron y golpearon a un sacerdote.

“Estamos viviendo en un país sin reglas”, dijo el reverendo Rodolfo López, cuya paliza fue capturada en video. “Estamos hablando de una situación en la cual la gente, deliberada y libremente, ofrece sus almas al diablo”, dijo del presidente y la primera dama.

La huelga de hambre en la catedral terminó en un día, pero en San Miguel, la situación se tornó desesperada.

Las mujeres dormían en el suelo con cortinas para cobijarse. Usaban la ropa donada para los pobres para cambiarse. Las mujeres en la huelga de hambre se habían preparado con bebidas de electrolitos y el sacerdote repartía el contenido de la despensa de la rectoría con quienes no estaban en huelga de hambre.

Por la noche, los espectadores molestos arrojaban piedras y sacudían la puerta de metal del garaje. Nadie podía bañarse.

Los voluntarios que trataron de llevarles agua fueron arrestados y acusados de tráfico de armas. A pesar de ello, se las arreglaron para introducir varios galones de agua. Además, llovió en dos ocasiones, lo cual les permitió recolectar agua algunos días, y les dio la oportunidad de lavarse.

Las baterías de sus teléfonos celulares acabaron por agotarse. Enviaron un mensaje a los simpatizantes: “Si repican las campanas de la iglesia, alguien está en peligro mortal”.

A los ocho días del enfrentamiento, se cerró la circulación en dos manzanas y docenas de policías se apostaron afuera del recinto. Las ventanas y las puertas estaban cerradas. La policía no permitió que nadie ingresara, pero dijo que permitiría que los manifestantes salieran en cualquier momento.

“No vayan a andar diciendo que los encerramos”, dijo un policía. “Si quieren, pueden salir”.

Entonces, me ordenó que me fuera.

Para el noveno día, los alimentos y el agua se estaban agotando. Román, quien es diabético, se desmayó dos veces y deliró debido a que su nivel de glucosa en la sangre disminuyó.

Las mujeres dijeron que el sacerdote les había dicho que estaba dispuesto a morir. Aunque las mujeres estaban dispuestas a dar su vida por la causa, no querían que él perdiera la suya. Usaron el único teléfono que habían conservado con batería para emergencias, le quedaba solo un uno por ciento de batería, y se rindieron.

La Cruz Roja envió una ambulancia de inmediato y liberó a las catorce personas.

“El sacerdote estaba en muy mal estado”, dijo una de las huelguistas, Martha Alvarado, de 47 años, cuyo hijo, Melkissedex López Ferrey, de 30 años, está cumpliendo una pena en prisión de cuatro años por robo después de haber participado en las manifestaciones el año pasado. “Pero cuando la ambulancia llegó, no quería subirse a una camilla. Dijo: ‘Voy a salir de aquí caminando’”.

Varias de las catorce personas pasaron varios días en el hospital. Lejos de sentirse derrotadas, las mujeres se sintieron victoriosas: cuando se hizo público el asedio a la iglesia, se condenó a nivel internacional.

El gobierno dijo que muchos de los manifestantes estaban armados y que los medios de comunicación hicieron caso omiso de las atrocidades que habían cometido, incluidos asesinatos y la quema de edificios gubernamentales. Los manifestantes como Karen Lacayo rechazan las denuncias.

“Dicen que tenemos misiles, y otras cosas, pero la única arma que tenemos es la bandera y nuestra voz”, afirmó. “Queremos una Nicaragua libre".

c.2019 The New York Times Company

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