Sudamérica se está desmoronando. La rebelión popular en Chile —un país percibido por buena parte de sus vecinos como un ejemplo de éxito basado en el buen comportamiento— es solo el caso más extremo del descontento manifiesto (o a punto de estarlo) en casi todos los países de Sudamérica. La lucha entre la derecha y la izquierda se ha intensificado. Sin embargo, hasta el momento, estas protestas no han logrado nada que contribuya a un crecimiento económico socialmente inclusivo. ¿Qué significa todo esto? ¿Y en qué medida los problemas de Sudamérica reflejan los de Estados Unidos?
Los detonantes que han generado conmoción en la región han sido por lo general ordinarios —un aumento en los precios de la gasolina o en la tarifa del autobús—, pero han conectado con fuentes más profundas de frustración. Millones de trabajadores se sienten abandonados por las élites corruptas y egoístas que gobiernan sus países. Tras haber presenciado rachas de crecimiento económico y oportunidades, estos millones no ven posibilidad de progreso en la actualidad. En el pasado estos ciudadanos se han sabido indefensos, pero ahora han descubierto que pueden encontrar poder en las redes sociales y en las calles. Nada de esto es exclusivo de América del Sur. Pero cuando empezamos a buscar las causas y las soluciones, es cuando surge una historia más desafiante.
En décadas recientes, Sudamérica ha oscilado entre dos estrategias fallidas de desarrollo económico. En una parte del mundo rica en recursos naturales, una de esas estrategias ha usado la riqueza de la tierra —agricultura, ganadería y minería— para subsidiar el consumo urbano sin mejorar las habilidades y la productividad de los trabajadores. Si bien este enfoque ha democratizado la economía en cuanto a la demanda, suele derrumbarse cuando los precios de las materias primas bajan. Además, es incapaz de crear una base duradera para un crecimiento económico socialmente inclusivo porque apuesta a las riquezas fáciles de la naturaleza en vez de a lo que el intelecto humano puede crear.
Otra estrategia hace lo que sea que la gente en el poder piense que es necesario para complacer a los mercados financieros, comenzando por la disciplina fiscal, con la esperanza de provocar una oleada de inversión extranjera y nacional. La oleada nunca llega o, si llega, no permanece mucho tiempo. Recientemente, Mauricio Macri en Argentina y Jair Bolsonaro en Brasil invocaron a los espíritus del capital. Sin embargo, los espíritus no se materializaron.
Ningún país se enriquece siguiendo un modelo recomendado por las grandes potencias del momento, que quieren que los rezagados esperen pacientemente en la fila, resignados a su suerte en la división mundial del trabajo. La rebelión contra las fórmulas prescritas por esas potencias no siempre es recompensada; la obediencia es invariablemente castigada. No existe ascenso nacional sin innovación institucional, y no se puede lograr la innovación institucional sin desarrollar la habilidad de ser diferente. Sí, el realismo fiscal es indispensable, pero no por las razones esgrimidas por los predicadores de una falsa ortodoxia: es indispensable para que los países y sus gobiernos no estén sujetos a los caprichos e intereses de las altas finanzas y puedan permitirse la valentía de abrir vías de desarrollo basadas en la democratización de las oportunidades y las capacidades.
Si estas dos estrategias no funcionan, entonces ¿cuál es la indicada? Movilizar recursos naturales para construir el país sin dejarse intimidar por dogmas acerca de lo que el gobierno y la iniciativa privada pueden hacer. Ambos pueden lograr, especialmente trabajando juntos, mucho más de lo que suponemos. Piensen en esta parte de lo que funciona como en una economía de guerra sin el componente de la guerra. Se debe innovar en la organización de los mercados para que la gente sea capaz de llegar a más mercados de diferentes maneras y adquirir los medios para ser más productivos.
¿Suena radical e inverosímil? Recuerden a Estados Unidos en la primera mitad del siglo XIX: el plan de Alexander Hamilton de construir el país desde arriba no habría sido tan exitoso si la agricultura y las finanzas no se hubieran democratizado. En estos dos sectores, y a pesar de la pesadilla aterradora de la esclavitud de los africanos, los estadounidenses no regularon los mercados o atenuaron sus desigualdades simplemente con tributación progresista y gasto social. Ellos reinventaron la economía de mercado y realizaron innovaciones en las instituciones y en las leyes que le dan forma a la distribución básica del beneficio económico.
En la actualidad, un esfuerzo semejante en Sudamérica y en Estados Unidos necesita un enfoque diferente. Hay una nueva vanguardia de producción, fundamentada en la ciencia y tecnología y marcada por la innovación permanente. Esta economía del conocimiento permanece confinada, en todas partes del mundo, en comunidades que excluyen a la vasta mayoría de los trabajadores y los negocios, lo que tiene consecuencias de largo alcance en la desigualdad y la desaceleración económica. Negar las prácticas más avanzadas de producción a la mayoría de la población y los negocios ha frenado el crecimiento incluso en los países más ricos. El abismo entre las partes avanzadas y rezagadas de la economía ha generado una desigualdad tan grave que ni la tributación progresista ni la redistribución mediante el gasto social son capaces de corregirla.
Profundizar y diseminar la economía del conocimiento es el camino actual para alcanzar una prosperidad mayor y más inclusiva. Estados Unidos y Sudamérica se desviaron de ese camino. Solo que los estadounidenses eran mucho más ricos que los sudamericanos cuando se desviaron. Aun así, ambos comparten diferentes versiones del mismo dilema y las mismas ilusiones.
El fracaso político y económico está detrás de la infelicidad de América del Sur. Cada senda nacional tiene que ser descubierta y desarrollada de manera experimental. Para organizar ese esfuerzo, los sudamericanos necesitan el tipo correcto de democracia: una que eleve los niveles de participación popular en la vida política, que resuelva con rapidez el estancamiento político (por ejemplo, con elecciones adelantadas) y que use el federalismo para combinar iniciativas decisivas del gobierno central con la oportunidad de que los estados se aparten del camino principal tomado por el país y experimenten con modelos alternativos del futuro de la nación.
Esa no es la democracia que las repúblicas de Sudamérica copiaron de Estados Unidos. América del Sur ya no puede permitirse arreglos constitucionales que asocien —como lo hace la constitución estadounidense— la fragmentación del poder, necesaria para la libertad, con el aletargamiento de la política, algo que inhibe los cambios estructurales. Este tipo de democracias de “poca energía” necesitan que haya crisis, en forma de guerra o ruina económica, para lograr transformaciones. Los sudamericanos no deberían necesitar una guerra mundial o un colapso económico como el de la década de los treinta —como fue el caso de Franklin Roosevelt en Estados Unidos—, para poder lograr transformaciones necesarias.
Los problemas de Sudamérica parecen demasiado familiares. Sin embargo, para superarlos, se requiere de algo novedoso y diferente en la economía, en la política y en el pensamiento. Ciudadanos estadounidenses, tomen nota: esta historia también les concierne.
©2019 The New York Times Company