Hace poco, en Canadá, me encontré con una de las más angustiosas “mea culpas” que he visto en mucho tiempo, en una columna que se publicó de manera destacada en The Toronto Star. Su autor, JP Larocque, confesó que en 2008 se disfrazó para Halloween de alguien del lado sur de la frontera estadounidense y, por ende, fue partícipe, al mismo tiempo, de insensibilidad racial, algo inusual en su patria tan respetuosa, apropiación cultural y una broma de un mal gusto imperdonable. Esa foto de sí mismo con un letrero que decía “MEXI-CAN’T” podría reaparecer en cualquier momento, lo cual significaba, en lo más profundo, que había “vivido lamentándose desde entonces”.
Leí la columna con cuidado y compasión, entre otras razones porque Canadá es un verdadero modelo de conciencia global y pensamiento progresista. Y no fue difícil compadecerme por este hombre homosexual de origen birracial que vivía atormentado por su torpe crueldad. Sin embargo, una parte menos benevolente de mí no pudo evitar preguntarse si el sujeto no había cometido pecados más indignantes en los últimos once años, o incluso once días (yo lo he hecho). Y si no sentía que las costumbres y suposiciones culturales siempre están cambiando, haciendo que lo que era excepcional en algún momento sea aberrante en el siguiente. ¿Acaso no todos somos al menos un poco más maduros y perceptivos ahora de lo que éramos hace una década, en parte porque hemos aprendido de nuestros errores? No pasó mucho tiempo antes de que comenzara a preguntarme si Larocque, escritor de la serie de televisión “Slasher”, no estaba solo cambiando el etnocentrismo, nocivo e inaceptable, por el cronocentrismo, un término que se acuñó en 1974 para sugerir, entre otras cosas, el prejuicio en contra de otras épocas, en lugar de otras razas.
Una de las bendiciones de los últimos años es que muchos de nosotros hemos aprendido a ver con mayor comprensión y claridad a los demás. Ser diferente no es ser peor. Sí, una nueva xenofobia despiadada está surgiendo en muchas partes del mundo en respuesta a la erosión de las fronteras, pero eso se debe en parte a que cada vez más personas “diferentes” están trabajando para ver más allá de los estereotipos y etiquetas despectivas del ayer. Aunque muchos luchan arduamente para cultivar la tolerancia en cuanto a la raza, la religión y el género, esas mismas personas parecen cada vez más dispuestas a consentir la intolerancia con respecto a los tiempos pasados, con base en que la gente de dichas épocas era intolerante. El cuestionable supuesto detrás de dicho cronocentrismo es que hemos superado a nuestros antepasados hasta llegar a un estado de relativa iluminación.
En algunos aspectos —como la manera en la que tratamos a las mujeres, a la comunidad LGBTQ y a lo que los canadienses llaman “las minorías visibles”— hemos avanzado. Tras haber crecido como una persona de piel morena en el Reino Unido, donde los pakistaníes eran atacados y el influyente demagogo Enoch Powell predecía que habría ríos “espumosos con mucha sangre” si la gente que se veía como yo continuaba naciendo en esta tierra de cielos grises, me siento encantado de regresar a un Londres recién abierto y creativo donde la persona promedio ha nacido en otro país. Mis cuatro abuelos, todos nacidos en India, llegaron a la mayoría de edad en una sociedad sumamente multicultural, pero en la cual tenían pocas posibilidades de tener vecinos de Camboya, Haití o Etiopía, como sucede con tantos neoyorquinos o angelinos hoy en día. Incluso hace veinte años, nunca me habría podido imaginar que en 2008 Estados Unidos elegiría a un presidente que es una refutación viviente de las distinciones que se hacen entre la gente de color y los blancos.
Sin embargo, me siento menos emocionado cuando la gente culpa a Shakespeare, por ejemplo, de atreverse, en su obra como escritor (y actor) a tratar de adentrarse en el alma de una mujer, un moro y un diablo de Italia, todo lo cual hace en “Otelo”. Me cuesta suponer que, solo porque T.S. Eliot tuvo algunas posturas que ahora nos parecen ofensivas, tenemos una mayor calidad moral o entendemos mejor las complejidades de la naturaleza humana que él. Me alegra vivir en un mundo más diverso del que mis abuelos se habrían imaginado, pero no estoy seguro de que eso signifique que soy más sabio que ellos.
Para un inmigrante agradecido como yo, la bendición de Estados Unidos es su liberación de los hábitos y limitantes del pasado, su disposición a corregir las injusticias, su creencia de que podemos hacer mejor las cosas. En parte, es eso lo que atrae a la gente como yo a venir aquí, desde culturas más añejas y desencantadas. Sin embargo, aquellos que desechan el pasado solo porque es pasado corren el riesgo de no valorar el hecho de que el pasado, al igual que la mayoría de nosotros en tiempos anteriores, estaba tratando de hacer lo mejor que podía con todas sus imperfecciones. A medida que cada vez más de nosotros nos hacemos prisioneros del momento (¡gracias, pantallas adictivas!), nos dejamos llevar por un “presentismo” que tiene parte de la crueldad del racismo. La tecnología puede avanzar en una relativa línea recta, cada innovación lleva a la próxima, pero la naturaleza humana no.
Una definición de adolescente es una persona que piensa que lo nuevo es mejor precisamente porque tiene muy poca comprensión de lo que es viejo. Una definición de persona madura es alguien que entiende que hay poco de lo que se puede estar seguro o desechar. La manera más segura de caer en el error es dar por hecho con convicción ciega que uno está en lo correcto.
Cuando llegué al clímax del artículo de Larocque —“No puedo esperar que me perdonen, ni ahora ni nunca”—, pedí en silencio que el autor no escribiera una secuela de su artículo en 2030, o incluso en un año, para regañarse por tener valores en 2019 que para entonces parecerán penosamente anticuados. Cuando Oscar Wilde hace que un personaje diga: “Nada tan peligroso como ser demasiado moderno. Corre uno el riesgo de quedarse súbitamente anticuado”, no solo se refiere a las bastillas y los trajes, sino a los juicios y las suposiciones. Que pensemos distinto que antes no significa que seamos mejores de lo que éramos.
©2019 The New York Times Company