Los hombres armados enmascarados llegaron a Wanda’s Bar a las 3:49 p. m. del 19 de mayo y comenzaron a disparar en cuanto salieron de sus vehículos. Dos personas, incluida la propia Wanda, murieron en el patio.
Al interior, los hombres armados trabajaron en silencio: dos en el frente, abrieron fuego contra clientes desarmados en el bar y en el cuarto principal, mientras un tercero iba detrás de ellos con un arma en cada mano disparando tiros de gracia a la cabeza de cualquiera que siguiera con vida.
Cuando la masacre terminó, once personas yacían muertas. Solo dos sobrevivieron.
Una vez más, estos hombres armados y enmascarados habían realizado un ataque en la ciudad brasileña de Belém, como lo han hecho durante casi una década, en la que han acechado las calles desafiando la ley de manera evidente, robando, extorsionando y asesinando sin remordimiento.
No obstante, no pertenecían a una de las muchas pandillas que trafican drogas o armas en Brasil.
Eran policías.
La matanza atrajo la atención nacional a las milicias policíacas que desde hace tiempo han plagado Belém, una ciudad portuaria en decadencia junto al río Amazonas. Por un lado, escuadrón de la muerte, por otro, organización delictiva, sus filas están llenas de agentes de policía retirados o fuera de servicio que asesinan a voluntad, a menudo con total impunidad.
De hecho, lo que distinguió a la masacre en Wanda’s Bar no fue el hecho de que policías fuera de servicio dispararan contra civiles sin una causa. Lo que hizo que este caso destacara fue la respuesta del gobierno: decidió procesar el delito.
De las siete personas que fueron acusadas del crimen, cuatro eran policías que no se encontraban en servicio, entre ellos los tres presuntos tiradores.
“Hemos descubierto un cáncer dentro de la policía”, dijo Armando Brasil, uno de los procuradores. “Ahora estamos viendo qué tanto se ha extendido”.
Las milicias operan a la sombra de una estricta estrategia de combate al crimen por parte del gobierno brasileño, que les ha declarado la guerra abiertamente a las pandillas, los ladrones y los narcotraficantes que afligen a la nación. Los asesinatos a manos de la policía se han disparado en años recientes, a medida que una fuerza conocida desde hace tiempo por su letalidad ha logrado superarse a sí misma.
El año pasado, el número oficial de personas asesinadas por la policía alcanzó su cifra más alta en cinco años, al elevarse a 6220, un promedio de 17 personas cada día, de acuerdo con el Foro Brasileño de Seguridad Pública, que compila datos del gobierno.
Las muertes han agitado un debate conocido en Brasil. Los defensores de los derechos humanos denuncian el enfoque de mano dura como una medida tanto inhumana como ineficiente, mientras que sus proponentes afirman que es la única manera de enfrentar una ola delictiva que ha puesto a la nación entera en riesgo.
No obstante, incluso los policías reconocen que las estadísticas oficiales son solo parte del panorama.
Existe una forma paralela de violencia policíaca, oculta al público y llevada a cabo por milicias ilegales que llenan sus filas de agentes con poca paciencia y respeto por el debido proceso, de acuerdo con entrevistas a miembros de las milicias aquí en Belém.
Los integrantes de las milicias reconocen que grupos de policías fuera de servicio y retirados cometen ejecuciones extrajudiciales de manera regular, en contra de personas que consideran criminales, ladrones y asesinos de policías sin siquiera presentar una orden de arresto.
En su versión, los miembros de las milicias brindan un servicio público, pues eliminan amenazas para la sociedad.
“He matado a más de 80 criminales en mi carrera como agente de policía”, dijo otro líder de las milicias. “Soy un héroe para mi gente. Me adoran”.
Latinoamérica está en medio de una crisis de homicidios. Ocurren más asesinatos en las cinco naciones más violentas de la región que en todas las zonas principales de guerra combinadas, de acuerdo con el Instituto Igarapé, que lleva el registro de la violencia en el mundo.
Los sospechosos comunes a menudo son los responsables: los carteles y las pandillas; el exceso de armas, con frecuencia provenientes de Estados Unidos; los sistemas legales paralizados.
No obstante, la violencia de parte del Estado es otro factor importante en el derramamiento de sangre, impulsada por una creencia firme de que las naciones deben combatir la fuerza con fuerza despiadada para encontrar la paz.
En muchos sitios peligrosos, incluso cuando las pandillas y el crimen organizado están muy bien armados, no es sorprendente que los criminales mueran en mayores cifras que los policías o los militares a los que enfrentan, dijeron investigadores.
No obstante, cuando esa proporción está muy alterada —y diez o más sospechosos mueren por cada policía o soldado asesinado— los investigadores a menudo lo ven como una clara indicación del uso excesivo de la fuerza por parte de las autoridades.
En El Salvador, la proporción es abrumadora —casi 102 a 1— de acuerdo con Monitor Fuerza Letal, un grupo de investigación. En otras palabras, por cada policía asesinado en El Salvador, mueren casi 102 presuntos criminales, diez veces el nivel que los investigadores consideran sospechosamente alto.
En Brasil, el número también es impactante: 57 sospechosos mueren por cada policía asesinado, según hallaron analistas.
No obstante, las ejecuciones extrajudiciales a menudo son más una medida extrema por parte de agentes fanatizados en ciudades como Belém y Río de Janeiro, y algunos miembros de las milicias son francos sobre sus motivaciones criminales.
Para llenar sus bolsillos, algunos miembros de las milicias dijeron que cobraban a los negocios por servicios de seguridad, con lo que obtenían grandes sumas a cambio de promesas, al estilo de la mafia, de mantener la paz.
Las milicias también extorsionan a criminales y matan a aquellos que no pagan, una operación que difícilmente difiere de aquellas que supuestamente combaten.
En la actualidad en Belém, cientos de miembros de milicias operan en más de una decena de diferentes facciones, a menudo con ayuda de policías fuera de servicio, de acuerdo con los propios agentes y miembros de las milicias. Hasta hace poco, dijeron los agentes, el gobierno rara vez los perseguía o investigaba de manera estricta.
El gobierno del estado de Pará, cuya capital es Belém, dijo que la mayoría de los agentes de policía “no se desvían de sus deberes”, pero reconoce que otros lo hacen. Dijo que ha arrestado a alrededor de 50 agentes este año.
El procurador que investiga la masacre en Wanda’s Bar, Armando Brasil, ha vinculado a las milicias con al menos cien asesinatos en los últimos tres años, pero piensa que el número real es mucho más alto.
‘Me sentí como un instrumento de la justicia’
Acabó con una vida por primera vez en 2010, unos cuantos años después de salir de la academia de policía, luego de que una pandilla llamada el Comando Rojo asesinó a su colega.
Él y otros agentes se quitaron los uniformes, se pusieron máscaras y mataron a una decena de personas que consideraron responsables, dijo.
Después de eso, dijo, cada vez que un policía era asesinado, él y sus compañeros mataban a por lo menos diez miembros de pandillas sospechosos en represalia.
Los residentes lo notaron, narró, y en 2012, un padre en su vecindario les pidió ayuda. Un hombre había violado a su hija y todavía estaba libre.
Él le pidió al policía que matara al hombre para acabar con la pesadilla que atormentaba a su familia. Cuando lo hizo y el sospechoso estaba muerto, el padre lloró con gratitud y le ofreció dinero, dijo el policía.
Lo rechazó al principio, después lo aceptó.
“Fue la primera vez que me sentí como un héroe”, confesó el policía. “Me sentí como un instrumento de la justicia”.
De ahí, bastó un pequeño salto para convertirse en un asesino a sueldo, dijo el agente. Cada paso para alejarse de la ley se volvió más fácil.
Para 2014, el policía dijo que les robaba a narcotraficantes, los secuestraba y torturaba cuando se resitían. Su odio a los criminales justificaba casi cualquier cosa, incluso matar a civiles inocentes de manera accidental. Admitió que llegó a encarnar lo que más odiaba.
Para ese momento, dijo, las milicias operaban en todo Belém. Algunas se dedicaban de manera específica a matar a criminales conocidos. A otras les importaba más el dinero.
Según el registro oficial, la policía aquí en el estado de Pará mató a 626 personas el año pasado, 12 cada semana.
Eso representa más de 150 veces el número de tiroteos policiacos fatales que hubo en la ciudad de Nueva York el año pasado, a pesar de que son aproximadamente del mismo tamaño.
De manera desproporcionada, en Belém, la capital estatal, las personas asesinadas por la policía son personas negras y pobres, al igual que en cualquier parte de Brasil. En todo el país, dijeron los investigadores, el 75 por ciento de las personas baleadas y asesinadas por la policía son de raza negra.
Los arrestos comenzaron días después de la masacre en Wanda’s Bar. Las autoridades arrestaron a cuatro policías —dos provenientes de la fuerza élite ROTAM— y a otros tres sospechosos del crimen.
Vincular los asesinatos a la policía fue relativamente fácil. Analistas forenses encontraron numerosos casquillos calibre .40 en la escena del crimen, una bala a la que solo tiene acceso la policía militar, dijo un procurador.
Mientras tanto, el bar está cerrado, y los residentes siguen aterrorizados. Algunos de los acusados vivían cerca de ahí, y amigos de ellos siguen habitando en la zona.
El miedo es tan palpable que ni uno de los familiares de las víctimas aceptó ser entrevistado. Algunos se han mudado, otros cambiaron su número telefónico, y los que todavía están ahí se rehusaron a atender la puerta o contestar mensajes.
No obstante, un amigo cercano de la familia de la dueña del bar, Maria Ivanilza Pinheiro Monteiro —conocida por muchos como Wanda— afirmó que todas las personas en el bar eran inocentes. Todos eran amigos, divirtiéndose, y el bar en sí era un lugar que frecuentaban muchos miembros de las milicias, dijo con la condición de mantener su anonimato porque teme por su vida.
Es por eso que no se sabe cuál fue el motivo, dijo. Todos conocían a los miembros de las milicias o incluso eran sus amigos. Algunas de las personas que murieron en el ataque apoyaban la labor de las milicias, porque pensaban que era la única manera de purgar la comunidad.
De hecho, el amigo todavía se siente de esa manera.
“Hacen la vida más sencilla para la gente buena”, dijo. “En general, todavía pienso que son una fuerza para el bien”.
©2019 The New York Times Company