Este país es una cleptocracia gobernada con incompetencia por malhechores que están convirtiendo una próspera nación exportadora de petróleo en un estado fallido al borde de la inanición.
En consecuencia, una joven madre llamada Daniela Serrano llora por su bebé, Daisha, y no puedo evitar preguntarme si las sanciones económicas de Estados Unidos en parte no son también responsables.
Serrano, de 21 años, vive en el barrio pobre y violento de La Dolorita, donde la conocí. En mayo, la bebé languidecía por desnutrición, así que buscó ayuda médica como loca, pero tres hospitales rechazaron a la niña, diciendo que no había camas disponibles, ni médicos, ni provisiones.
Finalmente, una sala de urgencias encontró a alguien para que examinara a la niña de 8 meses, con la condición de que Serrano proporcionara una hoja en blanco porque el hospital no tenía papel para escribir notas. Luego dieron de alta a Daisha, que esa noche murió en su casa.
“Me di cuenta de que estaba fría y no respiraba”, me contó Serrano mientras las lágrimas corrían por su rostro. “Grité”. Un vecino bondadoso le marcó al 911, pero pasaron 11 horas antes de que “los servicios de emergencia” se aparecieran en su casa. Se llevaron el cuerpo de Daisha.
La pregunta difícil para los estadounidenses: ¿acaso nuestras sanciones, que buscan debilitar el régimen, en realidad contribuyen a que bebés como Daisha mueran?
El brutal gobierno socialista del presidente Nicolás Maduro es el principal responsable del sufrimiento. Hay medidas que Maduro podría tomar para salvar la vida de los niños, si lo quisiera. Pero hay evidencia de que las sanciones impuestas por el presidente Barack Obama y el presidente Donald Trump contribuyen al deterioro de la economía y al tormento de los venezolanos comunes y corrientes.
“La economía venezolana era un borracho dando patadas de ahogado en un mar picado, luchando por mantenerse a flote y pidiendo a ruegos un salvavidas”, me dijo Francisco Toro, un periodista venezolano. “En cambio, el gobierno de Trump le echó un martillo. Un martillo no ayuda para nada. Es pesado. Puede hacer que el borracho se hunda más rápido. Pero el martillo no puede ser el foco de una narrativa sobre porqué se está hundiendo el borracho”.
Tal vez Venezuela ahora esté tendiendo hacia un colapso total y una hambruna generalizada, mientras varios grupos armados están fragmentando el control. Los brotes de malaria, difteria y sarampión se están esparciendo y al parecer la mortalidad infantil se ha duplicado desde 2008.
La respuesta de Maduro es inadmisible. Compra la lealtad de funcionarios del Ejército con dinero o recursos que podrían destinarse a medicamentos, se rehúsa a aceptar ayuda extranjera e impide el ingreso a organizaciones humanitarias importantes.
Lo mejor para los venezolanos sería un nuevo gobierno. Pero las sanciones no han logrado sacar a Maduro del poder, aunque sí han infligido sufrimiento sobre los venezolanos vulnerables.
Incluso en la capital, Caracas, la zona del país más acomodada, el sufrimiento es incalculable. Elsys Silgado, de 21 años, tiene 2 hijos pequeños. El mes pasado, ambos estuvieron a punto de morir: Alaska, de 5 años (pesaba solo 11,80 kilos) de desnutrición aguda, y Jeiko, de 3 años, de una infección severa y una fiebre persistente de 40 grados.
Silgado y sus hijos fueron rechazados de cuatro hospitales porque no había camas disponibles. No me dejaron visitar hospitales públicos, los cuales están estrictamente controlados por pandillas armadas hostiles a la investigación periodística (unos doctores exploraron la posibilidad de meterme a escondidas, pero también para ellos hubiera sido muy peligroso). Entiendo por qué las autoridades no quieren que los periodistas visiten hospitales: Silgado describió salas de urgencias deplorables, sin electricidad ni suministro de agua.
“Estaba lloviendo”, recordó, “y lo único que veía era lodo en todas partes”. “
Finalmente Alaska y Jeiko se repusieron, pero a Silgado le sigue preocupando que pueda perder a Alaska por la desnutrición. “Temo que muera porque ahora sé que no la puedo llevar a un hospital. No tienen nada”, me dijo.
Muchas personas de los barrios pobres me dijeron que al inicio apoyaron a Hugo Chávez, quien fundó este régimen, pero casi todas se habían vuelto en contra de Maduro.
“Cuando Chávez murió, yo lloré. Pero a Maduro lo envenenaría yo misma”, me dijo una mujer en la barriada de San Isidro.
Conversé con Juan Guaidó, el líder de la oposición. Guaidó, cuyo intento por deponer a Maduro desafortunadamente ha perdido ímpetu, afirmó estar seguro de que en algún momento los venezolanos lograrán derrocar la dictadura.
Tras insistirle, reconoció la posibilidad de que las sanciones podrían estar empeorando la crisis humanitaria. “Es un dilema, para Venezuela y para el mundo”, dijo, pero de cualquier manera está a favor de las sanciones por considerarlas un recurso más para quitar a Maduro. “Necesitamos cualquier herramienta de presión que esté a nuestro alcance”, dijo.
Quizá tenga razón. Pero no puedo dejar de pensar en los habitantes de los barrios que conocí.
Siguiendo el consejo de mi guía, me quité el reloj y anillo de matrimonio antes de entrar en la barriada, por miedo a que me robaran. Entonces una familia verdaderamente hambrienta me condujo por unas escaleras rotas y en mal estado hacia un apartamento apretado y destartalado; una persona salió corriendo a comprar papas fritas y algo de tomar para ofrecerme por ser un invitado de honor. Me sentí terrible y avergonzado.
Personas como ellos ya están sufriendo debido a la indiferencia de Maduro; es probable que haya un cataclismo en el futuro. Busquemos nuevas maneras de presionar a la cleptocracia, sin aportar más sufrimiento a los venezolanos comunes y corrientes. Quizá un programa tipo Petróleo por Alimentos podría ayudar, además de un mayor esfuerzo por obligar a Maduro a aceptar más ayuda humanitaria. Dado que nos estamos precipitando hacia una crisis humanitaria en nuestro hemisferio, hay que repensar nuestra estrategia.
c.2019 The New York Times Company