Es difícil sentirse normal cuando te despiertas a las cuatro de la tarde todos los días.
No, no soy una enfermera que trabaja en el turno de la noche. Tampoco soy la heredera fiestera de una fortuna de la agroindustria brasileña. Y antes de que lo pienses, tampoco soy floja, ¡he escrito siete libros! La razón por la que duermo hasta avanzada la tarde es porque finalmente entendí, tras negarlo por años, que es mejor parecer patética que estar siempre exhausta, deprimida o enferma.
Padezco un caso severo de síndrome de la fase de sueño retrasada, un desajuste crónico de los ritmos circadianos del cuerpo en relación con el ciclo diario de luz y oscuridad de nuestro entorno. La expresión “criatura de la noche” realmente no le hace justicia a esta condición; mi hora natural de dormir es cerca de las seis de la mañana. Aunque como sociedad poco a poco nos volvemos más conscientes de las muchas maneras en las que los cuerpos pueden variar de la norma, la mayoría de la gente aún da por sentado que las personas duermen de noche y están despiertas durante el día.
Yo no. Extraño almorzar.
De acuerdo con la sabiduría convencional, acostarse temprano y despertar con el trino de las aves es un asunto estrictamente de hábito y fuerza de voluntad. Esta idea errónea es generalizada, incluso entre doctores. Durante mucho tiempo, también creí eso.
Pasé años tomando melatonina y Ambien para poder conciliar el sueño alrededor de las dos de la mañana. Solía despertarme a las once de la mañana para luego pasar el resto del día tomando estimulantes como Provigil y Ritalin. Aun así, siempre estaba cansada y deprimida, una consecuencia normal de intentar ir en contra de nuestra propia naturaleza.
Las últimas dos décadas han sido testigos de rápidos avances en el campo de la cronobiología, la ciencia que estudia los relojes bioquímicos que mantienen nuestros ritmos fisiológicos naturales. Por ejemplo, el Premio Nobel de Medicina de 2017 fue otorgado a tres genetistas estadounidenses por sus descubrimientos sobre los mecanismos moleculares que controlan los ritmos circadianos en moscas de la fruta.
Lo que hemos aprendido de esta investigación es que los ritmos circadianos no solo afectan nuestras horas de sueño, sino también casi todos los aspectos de cómo vivimos. Regulan, entre otras cosas, la temperatura corporal, los sistemas digestivos y cardiovasculares, la actividad locomotriz y conductual y las funciones metabólicas, cognitivas e inmunológicas.
Existen variaciones en el rango de lo que es considerado normal. Las personas pueden tener inclinaciones naturales a estar activas en la mañana o en la noche. Los ritmos circadianos, aunque por lo general vienen “de fábrica”, pueden ser modificados de alguna manera. La luz del sol conduce a la vigilia, las temperaturas más frescas dirigen a las personas al sueño. Es la razón por la que a los insomnes promedio se les recomienda practicar lo que se conoce como “higiene del sueño”, como evitar ver luz artificial durante la noche u otras formas de estimulación.
Este tipo de cosas no funcionan conmigo.
Mi rutina de sueño es más higiénica que la mesa de operaciones de un quirófano. (De hecho, estoy escribiendo este ensayo mientras uso lentes bloqueadores de luz azul, que quizá no son muy efectivos, pero al menos son de color naranja brillante y me hacen ver como una visitante del futuro. ¡Pequeños placeres!) Puedo acostarme y quedarme perfectamente quieta durante horas en la noche, escuchando música clásica o meditando, y no me quedo dormida hasta que mi cuerpo lo autoriza.
Para muchos, incluyéndome, este síndrome es una carga invisible pero muy real. Para algunos, es incluso una discapacidad. Cuando estamos obligados a vivir desincronizados de nuestros relojes internos, nuestra salud sufre. El desajuste entre el reloj interno y el horario de nuestro entorno se ha vinculado con problemas como la depresión, diabetes, obesidad y salud cardiovascular deficiente. Nuestro sistema inmunitario se vuelve un desastre. Muchos trabajadores nocturnos tienen problemas similares; para nosotros, un horario tradicional de nueve de la mañana a cinco de la tarde es el equivalente a un turno de trabajo en la noche.
Esto sucede porque, aunque nos forcemos a despertar temprano, nuestro metabolismo no está listo para realizar labores simples como digerir apropiadamente la comida, por ejemplo. No producimos tanta insulina en la mañana como las personas normales. Nuestra temperatura corporal central también sigue un ritmo interno y produce somnolencia o vigilancia mucho después. Esto también sucede con la liberación de cortisol, melatonina y otras hormonas esenciales para el ciclo de sueño y vigilia. En la mañana, nuestros ojos podrán estar abiertos, pero, para todo efecto práctico, nosotros seguimos durmiendo.
No tiene caso agotarse y dormir menos a propósito con la intención de conciliar el sueño más temprano al día siguiente, una recomendación que he escuchado muchas veces, incluso de parte de médicos. Los ritmos circadianos operan de manera independiente del sistema de presión para dormir. Esto le pasa incluso a las personas “normales”: aunque duermas muy mal la noche anterior y te despiertes muy temprano, es poco probable que te quedes dormido a las seis de la tarde; esto sucede porque tus ritmos circadianos están siguiendo su ciclo habitual, inmutables ante tu falta de sueño. Tu intento de dormir chocaría con algo llamado “zona de mantenimiento de vigilia” (o “segundo aire”), un intervalo de tres a cuatro horas de alerta fisiológica máxima. (En durmientes normales, esto ocurre de 6 p. m. a 9 p. m.).
El síndrome de la fase de sueño retrasada tiene una base genética, como lo manifiesta mi propia muestra no científica: mi madre también lo tiene, aunque en su caso no es tan extremo. Aparte de eso, existen otros mecanismos que pueden explicar este trastorno. Algunos estudios indican que el periodo circadiano con el que nacemos puede ser inusualmente extenso (por ejemplo, de 25 horas en vez de 24); otros señalan que hay una disfunción en nuestro impulso homeostático para dormir, una respuesta reducida a los efectos de “reinicio de fase” que produce la luz del día, o una respuesta excesiva a los efectos de “retraso del sueño” que produce la luz artificial nocturna. Por ahora, no existe una cura, únicamente soluciones a corto plazo como la terapia con “cajas de luz” o el consumo de pastillas de melatonina en horarios específicos. Sin embargo, a largo plazo, la mayoría no logramos adaptarnos.
Este es el asunto. Si nos dejan hacer lo que nos plazca —si nos permiten seguir nuestros propios relojes biológicos— nosotros dormimos bien.
Individuos con casos extremos del síndrome son incapaces de mantener un empleo convencional. También somos notoriamente poco fiables para cumplir con citas y participar en actividades sociales diurnas. Aprendemos a inventar excusas y a decir mentiras. Por lo general, digo que trabajo de noche, lo cual, aunque es cierto, no refleja toda mi situación. La mayoría de las personas respetan las excusas que tienen que ver con el trabajo, pero se burlan de los problemas médicos de los que nunca han oído hablar.
Ese es el peor aspecto de tener un trastorno del ritmo circadiano: vivir en una sociedad que le asigna un valor moral a la hora en que suena la alarma de tu reloj. La mayoría de las culturas hacen énfasis en igualar el hecho de despertarse temprano con ser virtuoso: como decimos en Brasil, “al que madruga Dios lo ayuda”.
Pero nosotros, los que nos levantamos tarde, estamos contraatacando. De hecho, hemos estado conspirando mientras duermes. Desde hace un tiempo, nos hemos reunido gracias a las listas de correos y los grupos de apoyo en línea. Compartimos nombres de especialistas y nuevas líneas de investigación y tratamientos. Hablamos sobre adecuaciones obligatorias y pensiones por discapacidad.
Pero sobre todas las cosas, nos encontramos. Hay mucho que decir sobre el efecto terapéutico de reunirse con personas que comparten tus dramas: “¿Cómo lidias con las horas de salida de los hoteles?”. “¿Cuántas veces tuviste que despertarte temprano esta semana solo para hacer una llamada telefónica?”. “¿Qué haces cuando el personal de mantenimiento te dice que solo puede ir a tu casa entre las ocho de la mañana y las dos de la tarde?”.
En los últimos años, ha habido una tendencia creciente a la autoaceptación entre las personas con el síndrome. En vez de tratar desesperadamente de engañar a nuestros relojes biológicos —y pagar el precio con nuestra salud— estamos eligiendo cada vez con mayor frecuencia aceptar esta afección como parte de lo que somos. Cambiamos de profesión y renunciamos a ciertas actividades (¡adiós, desayunos de cortesía!). Aceptamos trabajos independientes precarios que nos permiten trabajar dentro de nuestro ciclo natural de sueño y vigilia. Replanteamos nuestras ambiciones. Mantenemos al mínimo las citas a horas tempranas. Contratamos niñeras matutinas y les rogamos a nuestras parejas que nos comprendan. Intentamos no golpear a las personas que dicen que es solo un asunto de fuerza de voluntad.
Y, si alguien pregunta, sí trabajamos de nueve a cinco. De nueve de la noche a cinco de la mañana.
(Vanessa Barbara es editora del sitio web “A Hortaliça”, autora de dos novelas y dos libros de no ficción en portugués, y columnista de opinión).