Aleena y yo estábamos acurrucadas con su cobija aterciopelada mientras veíamos sus recuerdos en Snapchat, cuando salió una imagen de hace dos años. Era una selfi tomada frente al espejo en la que ella estaba haciendo una flexión desde los hombros y se notaban sus músculos abdominales por debajo del sostén deportivo.
Era una imagen relajada, que posiblemente se tomó cuando se sentía con mucha confianza o en un intento de coquetear con otra chica. Pero cuando ella la vio, en vez de reírse o recordar alguna anécdota, hizo una mueca.
"Ojalá todavía me viera así", dijo.
La voltee a ver. Traía puesto un sostén deportivo similar y estaba acostada sobre su codo de manera que sus hombros se veían como en la foto. En sus mejillas se veían los mismos hoyuelos de una sonrisa pícara. Me reí y le respondí: "Cariño, todavía te ves así".
Hizo otra mueca en lo que me acercaba a darle un beso en la frente.
"Sabes qué quiero decir", me dijo, mientras ojeaba su estómago y muslos.
Tenía razón. Su cara estaba ligeramente más redonda, su estómago más curvo hacia sus caderas, de manera menos angular que en su cuerpo de hace dos años. Pero apenas si se notaba. Si acaso, la nueva suavidad la hacía verse mejor. Yo me sentía afortunada de poder poner mis manos sobre esas caderas.
A pesar de varios intentos delicados para decirle que era más bella ahora que en esa fotografía del pasado, me di cuenta de que mis afirmaciones harían poca diferencia. Lo sabía porque había hecho las mismas comparaciones conmigo misma al ver imágenes de mi pasado.
Casi no tenía fotografías guardadas en mis recuerdos de Snapchat. En mi adolescencia estuve comunicándome sin parar por la aplicación, pero prácticamente nunca guardé las imágenes, y no me gustaba ver las que sí estaban guardadas. Con el paso de los años mi cuerpo había cambiado mucho más que el de Aleena y prefería no repasar los cambios.
Fui patinadora de hielo a nivel casi profesional durante muchos años en mi juventud y en ese entonces me era imposible no estar tan enfocada en mi cuerpo y su tamaño. A los 16 años dejé mi hogar y a mis padres en Arizona para ir a entrenar a Colorado Springs, donde quedé inmersa en una cultura de la estética deportiva; al mismo tiempo estaba creciendo y sufriendo por la presión constante de tener éxito.
Lucía fuerte y exitosa, y de varias maneras lo era; pero también era sumamente frágil. Mis mejillas estaban hundidas. Mis clavículas sobresalían. Mi cabello era largo pero quebradizo, como si le pesara mucho mi tristeza adolescente. Viví muchos de esos años con un trastorno alimentario y cualquier imagen de ese tiempo mostraba una versión mía que era escasa en muchos sentidos.
Con el tiempo me di cuenta de que tenía que recuperarme si quería siquiera seguir cumpliendo con lo que demandaba mi ejercicio, así que me sumergí en el movimiento de positividad corporal y trabajé para recuperar mi peso y mis fuerzas. La persona en las fotografías viejas no era nada como la persona que me volví después.
Para cuando conocí a Aleena llevaba tiempo sin estar saltándome comidas cada día, pero de cualquier manera sentía punzadas en mi pecho si veía las imágenes de mí cuando era muy delgada. No extrañaba los años de odiarme a mí misma, aunque era difícil creer que había sido tan terrible mi tendencia a matarme de hambre al mirar los buenos autorretratos que llegué a tomarme.
Esas fotografías no mostraban que me desmayaba después de mis prácticas en el hielo, ni las partes magulladas de mi piel o cómo se me caía el cabello a puñados. Cuando veía esas selfis solo veía cómo la luz caía perfecto sobre mis pómulos en esos tiempos de ser más delgada.
Tenía muchas de las características que odiaba en mí misma, pero en su cuerpo me parecían despampanantes.
Aleena fue la primera mujer con la que salí en serio. Cada hito con ella se sentía monumental. Pasamos horas hablando en mi auto antes de nuestro primer beso. En las citas se acercaban nuestros brazos pero no nos tomábamos de la mano. Durante meses cuando necesitábamos cambiarnos de ropa nos sonrojábamos e íbamos a hacerlo en otra habitación.
Así que ese día, antes de que termináramos recostadas en ropa interior mientras veíamos Snapchat, mis manos fueron temblorosas cuando las moví hacia los pantalones de mezclilla que Aleena todavía traía puestos. Ella también estaba nerviosa, tal vez por mi falta de experiencia. Movió su mirada a otra parte, quizá para evitar mi mirada ansiosa. Poco tiempo después quedamos sobre la cobija aterciopelada, en ropa interior y viéndonos directamente así por primera vez.
Cuando Aleena se dio cuenta de que podía ver la parte trasera de sus muslos, me dijo: "No veas mis estrías".
Voltee hacia otra parte, pero lentamente regresé la mirada. Después de un momento puse mi dedo sobre una de esas estrías como si la dibujara. No se puso tensa ni se apartó, pero se veía apenada, como si fuera un secreto terrible que ya no podía esconder.
"Eres hermosa", le dije. Sonó trillado; ojalá hubiera dicho algo distinto. Sabía que no había manera de contrarrestar todas las veces que Aleena había escuchado que su cuerpo no era como debía ser tan solo con un "hermosa".
Asintió, aunque todavía sentía su incomodidad. Estuvimos abrazadas un rato más en un intento de relajarnos; respiré para irme acomodando en nuestra proximidad.
Después de unos minutos vibró su celular con una notificación. Lo recogió para revisar Snapchat y de esa manera terminamos en los recuerdos de su aplicación, con ella viendo a su pasado y ambas afligidas por nuestras experiencias con cuerpos distintos. Había dedicado años a superar mi decepción con mi propio cuerpo y aun así no estaba segura de qué podía decirle para aliviar la percepción de sus fallas.
Era el ser humano más hermoso que había visto. Su cabello tenía rizos oscuros perfectos; sus ojos abrían y cerraban con pestañas enormes que llamaban la atención de todos los que estaban a su alrededor. Tenía un cuerpo atlético; femenino y visiblemente fuerte.
Me pegué un poco más a ella, anonadada por su presencia, y entonces noté lo bien que encajaban nuestros cuerpos. Teníamos casi la misma altura, unos 1,60 metros, y nuestras piernas eran casi espejos. Si no fuera porque nuestros muslos tenían tonalidades de piel distintas tal vez no habría cómo diferenciarlas. Nuestras panzas tenían casi la misma curvatura y nuestros lados se extendían al unísono.
Siempre había sabido que Aleena y yo teníamos esa similitud corporal pero al estar ahí en ropa interior lo noté con mucha mayor claridad. Su cuerpo me dejaba sin aliento, tanto así que ni siquiera había considerado lo parecido que era al mío. En su cuerpo vi lo ridículo que era querer tener un espacio entre los muslos. Vi qué desperdicio sería buscar que los huesos de la cadera se asomaran claramente. Tenía muchas de las características que odiaba en mí misma, pero en ella me parecían despampanantes.
Tomé su celular y levanté en alto la fotografía vieja de Snapchat que le había molestado.
"Yo no me veo así", le dije.
"No, pero…", intentó responder.
"Mi cuerpo luce mucho como el tuyo ahora", comenté. Apunté el dedo hacia un espejo del otro lado de su cama. Ahí vio lo mismo: la curvatura de nuestros estómagos y cómo nuestras piernas ocupaban casi el mismo espacio. No podía desmentirme.
"¿Crees que yo debería ser más delgada?", le pregunté.
"¡No! Claro que no".
"Entonces no puedes odiar tu cuerpo", afirmé. "Es como el mío".
*Karina Manta se graduó este mayo de la Universidad de Colorado, campus Colorado Springs.
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