“Todo lo que aquí se hace en este sanatorio me parece muy inútil; los fallecimientos se suceden de la forma más simple. Se continúa operando, sin embargo, sin tratar de saber verdaderamente por qué tal enfermo sucumbe antes que otros en casos idénticos. No puedo dormir ya. El desesperante sonido de la campanilla que precede al sacerdote portador del viático, ha penetrado para siempre en la paz de mi alma. Todos los horrores, de los que diariamente soy impotente testigo, me hacen la vida imposible. No puedo permanecer en la situación actual, donde todo es oscuro, donde lo único categórico es el número de muertos”.
La cita pertenece a Semmelweiss Ignác Fülöp, más conocido por Ignacio Felipe Semmelweiss, un médico nacido en Hungría en 1818. Recibido en 1844 pasó dos años dedicado al estudio de la infección en el campo de la cirugía. En 1846, con 28 años, obtuvo el doctorado en obstetricia y fue nombrado asistente del profesor Klein, quien estaba a cargo de una de las Maternidades del Hospicio General de Viena.
Semmelweiss observaba preocupado cómo las mujeres ingresadas en para dar a luz tenían muchas más fiebres puerperales que las que alumbraban en sus casas. Los números eran claros. La mortalidad de las madres era del 30% frente al 15% de quienes daban a luz fuera de los muros hospitalarios.
En aquellos tiempos, las mujeres que de clase media o alta traían sus hijos al mundo en sus propios hogares. Y las parturientas que ingresaban a un hospital forman casi siempre parte del grupo designado con el nombre de “indigentes”.
“Todo quedaba sin la menor explicación, todo era dudoso. Sólo el gran número de muertes era una realidad indudable”, se lamentaba en sus escritos.
Hasta mediados de 1800, los médicos no se molestaban en lavarse las manos, ya que pasaban de diseccionar un cadáver a dar a luz a un niño. Esta práctica, sumada a los números cotejados por el especialista, lo llevó a formular la novedosa y correcta teoría de que los médicos y estudiantes de medicina transportan algún tipo de “materia putrefacta” desde los cadáveres hasta las mujeres, lo que finalmente originaba la fiebre puerperal.
Los gérmenes aún no se habían descubierto, y todavía se creía en la década de 1840 que la enfermedad se propagaba por miasma (malos olores en el aire) que emanaban de cadáveres podridos y aguas residuales.
Después de investigar esta relación causal de enfermedades donde las partículas cadavéricas de la morgue tenían la culpa, y que esas partículas en las manos de los médicos se dirigían luego al cuerpo de las mujeres durante el parto, elevó su teoría a su superior, el doctor Klein, quien en principio no estuvo de acuerdo con dichas conclusiones. Por lo que elaboró su propia idea: el problema podría ser que su cuerpo médico que estaba conformado por muchos extranjeros (procedentes de Hungría, sobre todo).
Klein ordenó expulsar a 22 de sus estudiantes, quedándose tan sólo con 20, pero esto no mejoró la situación y las cifras de las mujeres que enferman y mueren luego de ir a la clínica para dar a luz.
En medio de esta situación, un colega suyo murió en extrañas circunstancias. Se trató del doctor Kolletchka, profesor de anatomía quien se había cortado durante una disección de un cadáver y comenzó a desarrollar los mismos síntomas de fiebre alta y malestar general que sus parturientas.
Este hecho lo convence de que la causa común que termina en tantos fallecimientos son la suciedad de los cadáveres llamada corpúsculos necrópsicos, los antecedentes de las bacterias de que pocas décadas después descubrirían Louis Pasteur y Robert Koch, el científico alemán que en 1876 descubrió el bacilo del ántrax, iniciando el nuevo campo de investigación de bacteriología médica.
“Este acontecimiento me sensibilizó extraordinariamente y, cuando conocí todos los detalles de la enfermedad que le había matado, la noción de identidad de este mal con la infección puerperal de la que morían las parturientas se impuso tan bruscamente en mi espíritu, con una claridad tan deslumbradora, que desde entonces dejé de buscar por otros sitios", concluyó Semmelweis.
Inmediatamente elabora una solución de cloruro cálcico y obliga a todos los estudiantes que hayan estado trabajando en el pabellón de disecciones ese día o el anterior a lavarse las manos antes de examinar a las embarazadas. “A partir de hoy, 15 de mayo de 1847, todo médico o estudiante que salga de la sala de autopsias y se dirija a la de alumbramientos, está obligado antes de entrar en ésta, a lavarse cuidadosamente las manos en una palangana con agua dorada dispuesta en la puerta de entrada. Esta disposición rige para todos. Sin excepción. I. P. Semmelweis”.
La medida resultó ser muy eficaz. La mortalidad en su sección cayó al 0,23% a las pocas semanas. Semmelweis no sabía nada sobre las bacterias y el secreto de la asepsia, que se descubriría 30 años después.
Pero por vanidad o por envidia, los principales cirujanos y obstetras europeos ignoraron su recomendación y descubrimiento. Lo rechazaron y se sintieron ofendidos. Todos ellos provenían de clases altas y refinadas y no asimilaban que sus manos podrían estar contaminadas o sucias, como las de la clase trabajadora.
A pesar de tener el apoyo de un puñado de colegas como los doctores Skoda, Rokitansky, Hébra, Heller y Helm, en los estratos más altos del hospital prevaleció la opinión del doctor Klein, por lo que Semmelweis fue expulsado de la Maternidad.
“Si tuviera que haber un padre para el lavado de manos, sería Ignaz Semmelweis”, afirmó Miryam Wahrman, profesora de biología en la Universidad William Paterson en Nueva Jersey y autora de The Hand Book: Surviving in a Germ-Filled World.
Semmelweis fue despedido y fue desacreditado. Debió trabajar en un hospital menor hasta caer en la pobreza. Desahuciado, terminó sus días en un centro para enfermos psiquiátricos. En su último intento por demostrar su teoría —y ya con un principio de alzhéimer— se inyectó con un residuo de una necropsia. Así, se ocasionó una septicemia que lo mató a los 47 años. Fue un mártir de la medicina y hoy es considerado el padre del lavado de manos.
El reconocimiento de la asepsia fue para el británico, Joseph Lister, que en 1877 ejecutó la primera operación en condiciones antisépticas, irrigando con unos aspersores la zona quirúrgica, cuya técnica quirúrgica tuvo repercusiones mundiales.
Hoy, el Hospicio General de Viena es actualmente un edificio rosa con rejas negra que en su jardín puede verse la estatua de un hombre sobre un pedestal que representa al profesor Semmelweis. Debajo lo mira una madre con su hijo en brazos. Más abajo yace una placa cuya inscripción dice: “El salvador de las madres”.
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