“Dicen que Dios creó al gato para darle al hombre la oportunidad de acariciar un tigre”.
Más allá de quién haya pronunciado esta frase, si fue el poeta Charles Baudelaire, o el novelista Victor Hugo, o Jorge Luis Borges, aunque algunos se la atribuyen al dramaturgo y novelista, también francés Joseph Méry, esas palabras nos permiten ahondar en su esencia y comprender un poco más a nuestro amigo felino.
Los gatos domésticos son, al igual que cualquier predador: una perfecta máquina biológica adaptada a la función de perseguir, acechar, correr, capturar y matar a su presa. Para eso, precisamente, están en este mundo.
Todo su cuerpo es una sinfonía perfectamente afinada y en donde se refleja a cada paso su increíble pero cierta adaptación funcional.
Comencemos por sus garras. En ellas, encontramos la posibilidad de retraerlas guardándolas en un perfecto estuche para lograr una conservación única y precisa del filo y la integridad de sus “puñales”, de una de sus más importantes armas.
Además todo gato doméstico, sea de la raza que fuere, desarrolla una prolija actividad de cuidado y mantenimiento de sus uñas que comienza en una limpieza con la boca y concluye en el tradicional y pocas veces comprendido rascado de las garras en un poste que, además del marcaje, contribuye a su adecuado mantenimiento.
Por otra parte, la vista del gato es otra cualidad excepcional que al crepúsculo percibe las imágenes con una nitidez fantástica.
Allí comienza a tratar de cumplir su misión de máquina de cazar felina.
Como salido de la espesura, su cuerpo, de pronto, se desliza con sigilo, tiembla irrefrenablemente frente a la posible presa, castañetea los dientes y se queda inmóvil como si se tratara de una visión extra terrestre inserta en un ritual único e irrepetible.
De esta forma está comenzando la ceremonia secreta de la cacería, pero, y siempre en todo sueño hay un pero, esta demostración de poderío cazador, de capacidad de ataque a su eventual víctima, casi siempre ocurre en el pasto de la vereda o en el jardín del fondo, en vez de ocurrir en la magnificencia de la jungla asiática o en la majestuosidad de la mismísima sabana africana.
Por esas mismas cosas de su felino universo necesita perentoriamente limpiar su cuerpo entero, antes y después de la cacería con especial prolijidad, con una actitud maníaca digna del más perfecto e incurable obsesivo crónico.
Es que tiene que reafirmar su identidad y a través de ella llegar a lograr el triunfo en su lucha por la supervivencia. No importa si su tutor lo alimenta, eso es lo de menos, lo cierto es que es gato y está aquí para cazar y seguir cazando.
Cuando realmente le place, se echa a descansar y lo hace como si fuera su última vez, como lo hacen todos los predadores seguros de sí mismos, esperando la mejor y más conveniente oportunidad de atacar una presa, ahorrando de esa manera la mayor cantidad de energía posible para usarla cuando exista alguna chance cierta de éxito.
Pleno de orgullo y de soberbia, allí va el gato con sus dos mundos a cuestas.
Allí va el de raza Singapura, el más diminuto, entremezclado con el insólito de raza Rag-Doll, o el gigante de raza Maine Coon, el gato de los Ingalls, con el que se disputa el cetro de raza felina más grande de la historia con la misma pasión de una Copa Libertadores, todo esto entornado por el gato sin raza que acompaña como compañía preferida al ser humano desde tiempo inmemorial.
El gato, en el medio de un mundo de odio y amor, objeto puro de un juego de pasiones, es capaz de despertar cualquier sensación, las más increíbles e insólitas, pero jamás, nunca, la posibilidad de sentir por él el mínimo atisbo de indiferencia.
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