Cada comienzo de año, millones de personas en todo el mundo trazan propósitos con la esperanza de mejorar sus vidas. Aunque esta práctica parece contemporánea, se trata de una tradición profundamente arraigada en la historia, como documenta National Geographic.
Hace cerca de 4.000 años, los babilonios celebraban el inicio del año en primavera, marcando el ciclo agrícola con el festival de Akitu. Este evento no solo agradecía a los dioses por la cosecha, también servía como escenario para que los monarcas reafirmaran su papel como protectores del orden divino.
Según Eckart Frahm, profesor de lenguas y civilizaciones del Cercano Oriente en Yale, estos festivales eran momentos clave para hacer votos solemnes, cuya violación podía interpretarse como un acto de desafío hacia las deidades.
En uno de los primeros ejemplos de compromiso público, un rey babilónico, en el primer milenio a.C., prometió ser un mejor gobernante. Este acto, descrito por los historiadores como una “confesión negativa”, marcó un precedente en la rendición de cuentas, y al mismo tiempo cimentó la práctica de usar el comienzo del año como un momento para evaluar y corregir el rumbo personal y colectivo.
El calendario romano y el legado de Jano
La institucionalización de las resoluciones se consolidó con el calendario juliano en el 46 a.C., cuando los romanos adoptaron el 1 de enero como inicio oficial del año. Este mes, dedicado a Jano, el dios de las puertas y los comienzos, era considerado un momento propicio para realizar limpiezas rituales, devolver objetos prestados y pagar deudas.
Candida Moss, historiadora de la Universidad de Birmingham, destaca cómo estas prácticas eran vistas como una oportunidad para empezar “con el pie derecho” y garantizar la prosperidad.
La adopción de enero como inicio de un ciclo no solo reflejaba un cambio pragmático, también introducía un enfoque más amplio: la relación entre las acciones personales y el bienestar de la comunidad. Este marco de responsabilidades compartidas resonó en generaciones posteriores, adaptándose a las necesidades culturales y espirituales de diferentes épocas.
De la introspección puritana a las metas modernas
En la América colonial, las resoluciones de Año Nuevo adoptaron un tono marcadamente religioso. Los sermones del primer domingo del año alentaban la introspección espiritual.
Jonathan Edwards, teólogo de Nueva Inglaterra, escribió una lista de 70 resoluciones que reflejan una moral rigurosa, como evitar el chisme y actuar siempre con integridad. Este enfoque, según Moss, representa una transición clave en la tradición: de compromisos públicos hacia una introspección más personal.
Con el tiempo, y especialmente hacia el siglo XIX, estas prácticas se secularizaron, alejándose de sus raíces religiosas. Las resoluciones comenzaron a enfocarse en metas prácticas y personales, desde dejar de fumar hasta mejorar la educación. Este cambio, como sugiere Moss, refleja la creciente influencia de valores individualistas en las sociedades modernas.
Un fenómeno persistente, pero desafiante
El siglo XX popularizó las resoluciones a través de medios como los periódicos. Artículos como el publicado en The Miami Daily News en 1938 alentaban a las personas, especialmente a las mujeres, a establecer metas pequeñas y manejables, mientras que otros advertían sobre el riesgo de fijar objetivos poco realistas.
Esta tendencia hacia la simplificación y la practicidad definió la manera en que las resoluciones fueron percibidas y adoptadas en el mundo contemporáneo.
Desde los votos de los reyes babilonios hasta los compromisos individuales actuales, las resoluciones de Año Nuevo evolucionaron, pero su esencia permanece intacta. Según National Geographic, esta práctica histórica sigue siendo un testimonio del optimismo humano y de la capacidad para imaginar un futuro mejor.