Alice Molland, condenada a muerte en 1685, permanece en la historia inglesa como la última mujer sentenciada por brujería. Sin embargo, tras siglos de olvido y una placa de mármol en el castillo de Exeter en su memoria, su caso emerge hoy bajo una luz incierta: es posible que jamás muriera en la horca. En los archivos ingleses, un nombre irrumpe desde la oscuridad de aquellos años, un nombre similar y ambiguo, Avis Molland, y esta aparición ha llevado a reconsiderar el destino final de aquella mujer señalada por “embrujar los cuerpos de Joane Snell, Wilmott Snell y Agnes Furze”.
En 2013, el historiador Mark Stoyle encontró el registro de Avis, y en una búsqueda de años, recorriendo viejos documentos y registros de prisión, ató los hilos de una vida escondida en la desdicha. Una mujer de la clase baja en Exeter, viuda, atrapada entre las habladurías de un pueblo inclinado a señalar y las leyes implacables de una Inglaterra que ejecutaba sin piedad. Su supuesto crimen había dejado pocas huellas, solo una condena “suspendida” que podría haberse deslizado por los errores de algún escriba distraído. Ahora, la investigación completa fue publicada en revista de la Asociación Histórica del Reino Unido, The Historian.
El historiador sugiere que un simple error de un escribano del tribunal, al transcribir el nombre del latín al inglés, pudo haber transformado “Avicia” en “Alicia”. Esto implicaría que la persona enjuiciada no era la famosa Alice, sino Avis, y que, lejos de morir en la horca, esta última vivió varios años más y falleció en 1693. Con esta hipótesis, Stoyle revivió el interés por el caso y sugirió en su estudio que Inglaterra podría haber dejado de ejecutar a presuntas brujas antes de lo que se pensaba. La última condena de este tipo recaería entonces en Temperance Lloyd, Mary Trembles y Susannah Edwards, las conocidas como las “tres de Bideford”, quienes fueron ejecutadas en 1682.
Avis Molland, o Alice según la historia oficial, pertenece a esa vasta y dolorosa constelación de mujeres olvidadas, acusadas de brujería en la Inglaterra del siglo XVII. Según Stoyle, Avis no era más que una mujer sin recursos y sin familia, viuda y envejecida, a quien el destino le había quitado ya a sus tres hijas, todas muertas en la infancia. Ella habitaba en las calles de Exeter, una pequeña ciudad que la miraba con ojos de sospecha, en la cual las mujeres solas y pobres vivían bajo el escrutinio constante de sus vecinos, sus movimientos y sus miradas seguidos como augurios de una desgracia latente.
En aquellos años, detalla Time, ser mujer, envejecer y no tener familia para protegerte eran prácticamente el tríptico de la brujería; era suficiente con mostrar signos de independencia o alguna discapacidad para que, a la menor queja o malentendido, se despertaran rumores de hechicería. Los archivos reseñados por CNN exponen su vida frágil: un episodio en 1667 en que fue acusada, junto a su esposo, de instigar a un niño a robar tabaco. Aunque el caso fue finalmente desechado, parece haberse guardado en la memoria del pueblo, un rastro envenenado que se mezclaba con otros detalles de su vida para completar un perfil de “bruja” según los miedos y supersticiones de la época.
Avis Molland parecía destinada a arrastrar, sin saberlo, la imagen espectral de bruja. Para el tribunal, cualquier mujer como ella era un blanco fácil: el miedo ancestral le prestaba el rostro de la sospecha, y no había más necesidad de pruebas.
Cacerías de brujas
El miedo era una enfermedad que se propagaba con rapidez en la Inglaterra del siglo XVII, sobre todo entre los humildes y supersticiosos habitantes de pueblos como Exeter. Las cacerías de brujas, impulsadas por una legislación implacable y apoyadas en creencias alimentadas desde la Edad Media, hicieron de mujeres como Avis Molland víctimas idóneas. A simple vista, parecía un peligro menor para las comunidades que sus temores y ansiedades colectivas se depositaran sobre figuras envejecidas, mujeres sin protección que encarnaban lo que la sociedad quería ver en ellas: las sombras de la maldad, la soledad inquietante que hacía sospechar de pactos secretos y oscuros.
En el caso de Inglaterra, entre 1542 y 1735, las leyes establecieron que el hechizo y la brujería merecían la pena capital. Bajo estas directrices, se llevaron a cabo más de quinientas ejecuciones; algunas fuentes sugieren que el número podría duplicarse si se cuentan aquellas llevadas a juicio, donde cualquier excentricidad, enfado o disputa vecinal podía convertirse en prueba de una supuesta “maldad”.
En este terreno árido de prejuicios, Avis —o Alice— fue acusada de hechizar los cuerpos de tres personas y condenada a muerte. Pero en la práctica, miles de mujeres solo debían “parecer” brujas, con la mirada huraña y el cabello revuelto por la vejez, para que el estigma de la brujería las alcanzara.
Los registros de esas mujeres están marcados por una espantosa coincidencia: la pobreza, el abandono y la incomprensión se repiten como el verdadero crimen, detalla el informe de la cadena norteamericana. Con frecuencia, utilizaban bastones o tenían el rostro endurecido por los años; era fácil que provocaran temores en sus vecinos, siempre temerosos de caer enfermos por una extraña palabra o un mal de ojo. Y a pesar de ello, nunca existió evidencia de sus supuestos poderes. Eran, en realidad, inocentes atrapadas en una época donde el envejecimiento, la discapacidad y la soledad se tornaban condenas.
Hoy, siglos después, nombres como el de Alice Molland o Avis emergen en los registros históricos, no como casos de brujería sino como símbolos de una justicia que nunca existió. A la voz de estos nombres, se suman campañas modernas que buscan redimir sus memorias, pedir perdón en nombre de las sociedades que alguna vez las condenaron y devolverles una dignidad largamente ignorada.
Charlotte Meredith, líder del movimiento Justice for Witches, ha alzado su voz para pedir una disculpa oficial y un reconocimiento de la injusticia que sufrieron estas mujeres, señaladas por delitos inexistentes y juzgadas con pruebas de lo invisible. Meredith argumenta que estos actos, aunque antiguos, deben reconocerse como errores, un recuerdo de cómo los miedos y la ignorancia pueden convertirse en instrumentos de represión. “Estas mujeres,” declaró a CNN Meredith, “nunca fueron un peligro, sino víctimas de una época que se volvió contra ellas por la soledad y la vulnerabilidad de sus vidas.”
En Devon, condado que alguna vez ejecutó a decenas de mujeres, se han levantado memoriales para honrar a aquellas cuyo único crimen fue haber envejecido o vivir sin esposo. En lugares como Colchester y Chelmsford, donde los prejuicios los condenaron más que cualquier juicio, antiguos documentos son desempolvados y examinados en busca de historias olvidadas, de detalles que reafirman que aquellas mujeres no murieron por justicia sino por falta de ella. Estas acciones representan un esfuerzo por transformar los antiguos espacios de ejecución en lugares de recuerdo y reflexión.
John Worland, un ex inspector de policía que ha dedicado 18 años a reunir detalles de las víctimas de los juicios por brujería, ha impulsado este reconocimiento. Para él, cada historia olvidada es una herida abierta en la historia inglesa, una que no debe olvidarse ni diluirse en las páginas de los registros. El anhelo de justicia parece un esfuerzo colectivo, un intento de cerrar las heridas de una historia amarga donde miles de mujeres perecieron bajo el peso de las sospechas y el odio de sus comunidades.