La increíble historia de la familia Lykov: estuvo aislada 40 años en Siberia y no sabía de la II Guerra Mundial ni de la llegada a la Luna

Eran perseguidos por su religión y decidieron escaparse de la civilización. Enfrentaron frío y hambre, entre otras grandes dificultades de vivir solos en medio de la selva

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Karp Osipovich Lykov, un Viejo
Karp Osipovich Lykov, un Viejo Creyente ortodoxo, huyó con su familia al bosque para evitar la persecución religiosa en 1936 (Smithsonian)

En el verano boreal de 1978, un helicóptero sobrevolaba el cielo siberiano en busca de un sitio donde aterrizar. Los geólogos soviéticos, a bordo de la aeronave, exploraban un territorio virgen, denso, inhóspito. A lo lejos, entre los árboles, divisaron algo que no debía estar allí: líneas oscuras marcaban la tierra, como un pequeño jardín.

El piloto, desconcertado, le contó la situación a los geólogos y decidieron investigar. Allí, a más de 240 kilómetros del asentamiento más cercano y en medio de la desolación verde de Siberia, encontraron algo impensable: una familia que había vivido aislada por décadas.

Los Lykov estuvieron 40 años sin saber nada de lo que sucedía en el mundo. Sin exageraciones: no tenían conocimiento de famosos, la Segunda Guerra Mundial, desconocían cierta comida y hasta la llegada del hombre a la Luna.

La familia sobrevivía cultivando sus
La familia sobrevivía cultivando sus propios alimentos y cazando, enfrentando hambrunas y climas extremos (Smithsonian)

Vasily Peskov, un periodista ruso, dio a conocer la historia de esta familia que dejó atónito a todo el país. Este hombre es el autor del libro que narra todo sobre los Lykov, llamado: “Perdidos en la Taiga: la lucha de 50 años de una familia rusa por la supervivencia y la libertad religiosa en la naturaleza siberiana”.

Cómo terminaron solitarios en el bosque

La taiga siberiana, un inmenso bosque que abarca desde el Ártico ruso hasta Mongolia, guarda en su corazón los inviernos más duros y los veranos más efímeros. Durante la breve estación cálida, los árboles florecen y el terreno se suaviza. Pero cuando el frío regresa, todo queda envuelto en una capa de hielo impenetrable.

En ese entorno, Karp Osipovich Lykov y su familia habían construido su hogar: una cabaña ennegrecida por la lluvia y el tiempo, rodeada de troncos y cortezas. Dentro, una única habitación, fría y oscura, sostenida por vigas combadas. No era más que una madriguera, pero para los Lykov era todo lo que conocían.

Según información de Smithsonian Magazine, y del libro de Peskov, Karp y su familia eran “raskólniki”, miembros de una secta ortodoxa rusa que, perseguidos desde el siglo XVII, habían optado por refugiarse en la vastedad de la taiga para vivir según su fe. Cuando fueron hallados, el padre de la familia hablaba del zar Pedro el Grande como si la persecución hubiera ocurrido poco tiempo atrás...

La situación se tornó insostenible durante las purgas soviéticas, cuando el cristianismo en sí estaba bajo ataque. Un día, un patrullero disparó a su hermano mientras trabajaban juntos. Karp, horrorizado, reunió a su familia y huyó más allá de la civilización. Fue en 1936, con su esposa Akulina, su hijo Savin y su hija Natalia. Dos hijos más nacerían en la taiga: Dmitry en 1940 y Agafia en 1944.

En 1978, geólogos soviéticos descubrieron
En 1978, geólogos soviéticos descubrieron a los Lykov mientras exploraban la taiga siberiana desde un helicóptero (Smithsonian)

La crianza y la vida en un entorno insólito

La vida para los jóvenes Lykov fue dura. Estos niños se criaron completamente alejados de la civilización, conocieron del mundo exterior solo a través de los relatos de sus padres. A medida que crecieron, la familia se mantuvo autosuficiente: cultivaban sus propios alimentos, fabricaban su ropa y dependían de lo que podían obtener del bosque para sobrevivir, enfrentando las duras condiciones de la naturaleza siberiana.

Durante los años 50, la vida de los Lykov se volvió aún más desafiante. Cuando Dmitry alcanzó la adultez, la familia comenzó a cazar animales para obtener carne y pieles, ya que hasta entonces su dieta se había basado principalmente en cultivos propios.

Sin armas ni herramientas modernas, debían atrapar a los animales, persiguiéndolos hasta agotarlos. Había desarrollado un estado impecable de resistencia y fuerza, hasta era capaz de cazar descalzo en la nieve, según Smithsonian Magazine. La familia vivía constantemente al borde de la hambruna, dependían del clima y de su capacidad para encontrar alimento.

En 1960, la familia Lykov enfrentó una crisis cuando una nevada tardía destruyó su cosecha, además de que ya por el fin de la década pasada había comenzado lo que Agafia llamó “los años del hambre”. Durante este periodo, su dieta se redujo a hojas, raíces y corteza. Akulina, la madre, decidió dejar toda la comida disponible para sus hijos y murió en 1961.

Sus últimos días comió corteza, paja y hasta zapatos de cuero. A pesar de esta tragedia, los Lykov lograron sobrevivir gracias al hallazgo de un solo grano de centeno que brotó y permitió reconstruir lentamente su cosecha.

En 1981, la llegada del
En 1981, la llegada del exterior coincidió con la muerte de tres miembros de la familia por causas relacionadas con su dieta (Grosby)

El arribo del exterior

Tras años de aislamiento, la historia comenzó a cambiar. En el verano de 1978, un helicóptero que buscaba un lugar de aterrizaje para un grupo de geólogos divisó un claro inusual en la taiga siberiana, señal de posible presencia humana en una zona oficialmente deshabitada.

Intrigados, los geólogos decidieron investigar y se encontraron con la cabaña de los Lykov, construida de manera rudimentaria y oculta en la espesura del bosque. Este inesperado hallazgo marcó el primer contacto de la familia con el mundo exterior en más de cuatro décadas.

Según informó el medio británico BBC, la geóloga Galina Pismenskaya le contó al periodista ruso Vasily Peskov, autor del libro de esta historia, llamado “Perdidos en la Taiga”, cómo fue el primer contacto.

“Cuando nos acercamos a la cabaña, un señor con una larga barba emergió del lugar y lucía un poco asustado. Lo saludamos y, aunque no nos respondió de inmediato, a los pocos minutos nos dijo: ‘Si han venido desde tan lejos, le mejor es que sigan a nuestra casa’. Era el padre, Karp”, dijo Pismenskaya.

Cuando los geólogos llegaron a su cabaña, Agafia y Natalia se escondían con terror tras un poste, recitando rezos. Las visitas se empezaron a repetir. El idioma de la familia sonaba raro, ya que estaba distorsionado por el aislamiento.

Agafia Lykov, la última sobreviviente,
Agafia Lykov, la última sobreviviente, sigue viviendo en la taiga, aferrándose a su vida tradicional y creencias religiosas (Grosby)

Ni siquiera conocían el pan. Según Smithsonian Magazine, uno de los investigadores, Pismenskaya, les preguntó: “¿Han comido alguna vez pan?”. Por más que se lo habían llevado para que no pasen hambre, no lo comían. El padre respondió: “Yo sí. Pero ellas no. Nunca lo han visto”.

Con el contacto renovado con el mundo moderno, los Lykov se encontraron en medio de un choque cultural abrumador. Para Karp, el concepto de una Segunda Guerra Mundial era incomprensible. Los satélites que surcaban el cielo nocturno le parecían estrellas nuevas, aunque admitió haberlos reconocido durante las noches en el bosque.

Los geólogos que les llevaban provisiones eran recibidos con amabilidad, aunque la familia rechazaba muchos de los regalos por motivos religiosos. Solo la sal fue aceptada sin reservas. También algunas linternas.

La supervivencia de los últimos

Sin embargo, el contacto con el mundo exterior trajo consecuencias trágicas. En 1981, Savin y Natalia murieron por insuficiencia renal, posiblemente causada por su dieta extrema. Dmitry contrajo neumonía y, aunque los científicos le ofrecieron evacuarlo a un hospital, él se negó. Según Smithsonian Magazine, dijo antes de morir: “Un hombre vive el tiempo que Dios le concede”. Fue enterrado junto a sus hermanos, mientras que Karp y Agafia decidieron seguir viviendo allí.

Pero no por muchos años más. En 1988, Karp falleció mientras dormía. Agafia lo enterró con la ayuda de los geólogos y, nuevamente, decidió quedarse en la taiga. Pero esta vez sola. Se mantuvo fiel a su modo de vida tradicional y sus creencias religiosas, continuó la existencia aislada que la familia había llevado por décadas.

En la actualidad Agafia sigue viviendo en la taiga. A pesar de su avanzada edad y problemas de salud, quiso abandonar el hogar que construyó su padre. Con la ayuda de voluntarios y benefactores, la mujer recibió una nueva cabaña de madera y suministros para sobrellevar los duros inviernos siberianos.

Aun así, su esencia permanece intacta: rechaza el mundo exterior y se aferra a la religión.

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