Cómo llegaron los antiguos obeliscos egipcios a todo el mundo

Los faraones egipcios levantaron estos impresionantes pilares, que con el tiempo se trasladaron a diferentes países, generando curiosidad y admiración global

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Los obeliscos egipcios se convirtieron en íconos de poder y prestigio que llegaron a todo el mundo a través de la expansión de imperios y el intercambio diplomático. (Freepik)
Los obeliscos egipcios se convirtieron en íconos de poder y prestigio que llegaron a todo el mundo a través de la expansión de imperios y el intercambio diplomático. (Freepik)

Los obeliscos egipcios se convirtieron en íconos de poder y prestigio que llegaron a todo el mundo a través de la expansión de imperios y el intercambio diplomático. Erigidos originalmente por los faraones del Antiguo Egipto en honor al dios del sol Re, estos monumentos monumentales alcanzaron una gran popularidad tanto dentro de Egipto como fuera de sus fronteras, lo que provocó su traslado a diversos lugares. La historia de su dispersión refleja un legado arquitectónico único y la fascinación continua por la cultura egipcia.

Durante el apogeo del Antiguo Egipto, los faraones erigieron monumentos impresionantes que no solo buscaban inmortalizar su reinado, sino también honrar a los dioses. Entre estos monumentos, los obeliscos destacaron como símbolos poderosos de la devoción religiosa y el ingenio arquitectónico. Estos colosales pilares, cuya construcción comenzó en la época del Imperio Antiguo, estaban dedicados al dios del sol, Re, y representaban una conexión directa entre los gobernantes y las fuerzas cósmicas que creían influían en la vida y el destino de su civilización.

El obelisco como símbolo del culto al sol

Los obeliscos, conocidos como tekhen por los egipcios, fueron creados principalmente para honrar al dios del sol, Re. Su diseño, una columna alta que se estrechaba hacia una punta en forma de pirámide (pirámide pequeña o piramidión), tenía un profundo significado simbólico: representaba los rayos del sol en forma sólida. Este vínculo con el sol era fundamental para la religión egipcia, en la cual el faraón no solo era un gobernante terrenal, sino también una figura divina conectada a los dioses.

En la parte superior del obelisco, el piramidión a menudo se cubría de materiales brillantes como oro o electrum (una aleación de oro y plata) con el propósito de reflejar la luz del sol, intensificando su simbolismo solar. Este piramidión era conocido como benben, y según la tradición egipcia, representaba la Colina Primordial, el lugar donde se creía que el dios Atum—una manifestación de Re—creó el universo. Esta pequeña cima piramidal era un emblema de la creación, y en muchos casos, estaba adornada con símbolos solares o escenas del faraón reinante protegido por Re.

Los obeliscos no solo rendían homenaje a los dioses, sino que también celebraban los logros de los faraones. A lo largo de los pilares se tallaban jeroglíficos, que contaban las hazañas del gobernante que había ordenado la construcción del monumento, estableciendo así su conexión con lo divino y su legado perdurable.

La expansión de los obeliscos fuera de Egipto

Desde la Antigüedad, estos monumentos se convirtieron en botín de guerra, regalos diplomáticos y símbolos de prestigio, lo que llevó a su traslado fuera de Egipto a lo largo de los siglos. (Freepik)
Desde la Antigüedad, estos monumentos se convirtieron en botín de guerra, regalos diplomáticos y símbolos de prestigio, lo que llevó a su traslado fuera de Egipto a lo largo de los siglos. (Freepik)

El esplendor y la simbología de los obeliscos egipcios no pasaron desapercibidos para otras civilizaciones. Desde la Antigüedad, estos monumentos se convirtieron en botín de guerra, regalos diplomáticos y símbolos de prestigio, lo que llevó a su traslado fuera de Egipto a lo largo de los siglos. Este fenómeno comenzó con las primeras invasiones extranjeras y continuó hasta la época moderna, lo que explica por qué hoy en día más obeliscos egipcios se encuentran en ciudades de Europa y América que en su lugar de origen.

El primer gobernante extranjero conocido en admirar y trasladar obeliscos fue el rey asirio Asurbanipal, quien en el 664 a. C., tras saquear la ciudad de Tebas, hizo transportar un par de estos monumentos hasta Nínive, su capital (actual Irak). Sin embargo, el Imperio Romano fue el principal responsable de la expansión masiva de los obeliscos fuera de Egipto. Durante las campañas militares y la conquista romana de Egipto en el 30 a. C., los emperadores romanos comenzaron a trasladar obeliscos a Roma, tanto como símbolo de victoria como por su profundo significado religioso.

Uno de los casos más destacados fue el del emperador César Augusto, quien transportó un obelisco de Heliópolis—la ciudad egipcia donde se rendía culto al sol—y lo instaló en el Circo Máximo de Roma en el 10 a. C. Esta práctica continuó durante todo el periodo imperial, y los obeliscos pasaron a decorar no solo circos y plazas, sino también templos dedicados a divinidades egipcias como Isis y Serapis, que habían ganado popularidad en el Imperio.

Hoy en día, Roma alberga trece obeliscos egipcios, más que cualquier otra ciudad en el mundo, incluidos aquellos que fueron erigidos en la Plaza de San Pedro y la Piazza del Popolo. Cada uno de estos monumentos sigue vinculado a su simbología solar, reflejando la fascinación continua de los romanos con el poder del sol y su representación divina en el antiguo Egipto.

En tiempos más recientes, durante el siglo XIX, se reanudó el traslado de obeliscos desde Egipto como regalos diplomáticos. El gobierno egipcio decidió enviar un par de obeliscos, conocidos como las Agujas de Cleopatra, a Nueva York y Londres. En 1830, el virrey otomano de Egipto, Muhammad Ali, donó un obelisco de Luxor a Francia, que fue instalado en la Place de la Concorde en París en 1836. De este modo, los obeliscos no solo fueron transportados por la fuerza, sino también como símbolos de buena voluntad y cooperación entre naciones.

La construcción y evolución de los obeliscos

La construcción de un obelisco en el Antiguo Egipto era una hazaña de ingeniería monumental que evolucionó con el tiempo. (Freepik)
La construcción de un obelisco en el Antiguo Egipto era una hazaña de ingeniería monumental que evolucionó con el tiempo. (Freepik)

La construcción de un obelisco en el Antiguo Egipto era una hazaña de ingeniería monumental que evolucionó con el tiempo, reflejando tanto los avances tecnológicos como los cambios en el poder y la religión. Los primeros obeliscos fueron levantados en la ciudad de Heliópolis durante el tercer milenio a. C., bajo la dinastía V del Imperio Antiguo. Esta ciudad era el principal centro de culto al dios Ra (Re), y los obeliscos simbolizaban los rayos del sol, lo que los conectaba directamente con la deidad. En estos primeros tiempos, los obeliscos no tenían aún la estilización y el tamaño que los caracterizaría posteriormente.

Durante el Imperio Nuevo (1539-1075 a. C.), la construcción de obeliscos alcanzó su punto máximo en cuanto a altura y delicadeza en la forma. Estos monumentos ya no eran ensamblados con bloques de piedra como en los primeros templos solares de la dinastía V, sino que se tallaban en una sola pieza de granito, mayormente extraído de las canteras de Asuán, cerca de la primera catarata del Nilo. Este tipo de granito rojo era muy apreciado, y la piedra debía estar completamente libre de fisuras o imperfecciones, ya que cualquier defecto en el bloque significaba que el obelisco quedaría inacabado, como ocurrió con el conocido obelisco inacabado de Asuán, que aún permanece en la cantera.

Los obeliscos del Imperio Nuevo se distinguían por ser más esbeltos y altos, lo que aumentaba la complejidad de su extracción, transporte y erigido. Algunos de estos monumentos llegaban a alcanzar 30 metros de altura y pesaban cientos de toneladas, lo que obligaba a emplear técnicas avanzadas para su traslado. La extracción del obelisco comenzaba cavando zanjas alrededor del bloque de granito que se deseaba tallar. Los trabajadores utilizaban martillos de dolerita, una roca extremadamente dura, y herramientas de cobre para cortar la piedra, junto con una mezcla de agua y arena de sílice que actuaba como abrasivo.

Una vez tallados, los obeliscos eran transportados por el Nilo utilizando grandes barcazas, y se colocaban frente a los pilonos—las enormes puertas monumentales—de los templos. Durante este periodo, casi siempre se erigían en pares frente a las entradas, proporcionando simetría y majestad a las construcciones sagradas. Esta dualidad ha sido interpretada como una representación del sol y la luna, según algunos estudiosos como el egiptólogo italiano Maurizio Damiano-Appia.

La importancia de los obeliscos no era meramente estética. Estos monolitos estaban cargados de un significado religioso y político, simbolizando el poder del faraón, su cercanía a los dioses y su capacidad para controlar las fuerzas de la naturaleza. Las inscripciones en sus fustes narraban las victorias y logros del faraón, y la dedicación al dios al que se ofrecía el monumento.

Los obeliscos en la Roma imperial

Con la conquista de Egipto en el año 30 a. C., Roma no solo se hizo con el control de uno de los territorios más ricos del Mediterráneo, sino también con su vasto patrimonio cultural, incluidos los obeliscos. (Freepik)
Con la conquista de Egipto en el año 30 a. C., Roma no solo se hizo con el control de uno de los territorios más ricos del Mediterráneo, sino también con su vasto patrimonio cultural, incluidos los obeliscos. (Freepik)

Con la conquista de Egipto en el año 30 a. C., Roma no solo se hizo con el control de uno de los territorios más ricos del Mediterráneo, sino también con su vasto patrimonio cultural, incluidos los obeliscos. Estos monumentos se convirtieron en símbolos poderosos dentro del Imperio Romano, utilizados para demostrar el dominio de Roma sobre Egipto y, al mismo tiempo, para reforzar la conexión entre el emperador romano y los dioses. Así, comenzó una intensa campaña para trasladar los obeliscos a la capital del imperio, donde adquirieron nuevos significados.

El primer obelisco egipcio en llegar a Roma fue llevado por el emperador Augusto en el año 10 a. C., desde la ciudad de Heliópolis, un antiguo centro de culto al dios del sol. Este obelisco fue instalado en el Circo Máximo, un gran estadio para carreras de carros, donde su presencia no solo representaba la victoria de Roma sobre Egipto, sino también su vinculación con el sol y su influencia en los dioses. De hecho, las carreras de carros eran vistas por los romanos como una representación del recorrido del dios Apolo (dios del sol) por el cielo, lo que hacía del obelisco un complemento perfecto para el contexto simbólico del Circo.

La práctica de trasladar obeliscos continuó con los sucesores de Augusto. Constancio II, por ejemplo, llevó a Roma otro obelisco en el año 357 d. C., procedente del Templo de Karnak en Tebas. Este monolito, originalmente erigido por el faraón Tutmosis III, fue uno de los más altos del mundo, con cerca de 30 metros de altura. Constancio lo colocó también en el Circo Máximo, donde compartía protagonismo con el de Augusto, aunque posteriormente, con la caída del imperio y el abandono del Circo, los obeliscos se rompieron y cayeron en el olvido.

Con el tiempo, Roma llegó a albergar más obeliscos egipcios que cualquier otra ciudad en el mundo. Estos monumentos no solo adornaban lugares de entretenimiento como los circos, sino también espacios religiosos y políticos. Uno de los obeliscos más importantes fue trasladado por el emperador Calígula en el año 37 d. C. desde Egipto hasta el Circo de Nerón, que se encontraba en la colina donde más tarde se construiría el Vaticano. Este obelisco, que no tenía inscripciones egipcias originales, fue más tarde vinculado por los cristianos con el martirio de San Pedro, lo que añadió una nueva capa de simbolismo al monumento.

A pesar del tiempo y el deterioro, muchos de los obeliscos romanos fueron redescubiertos durante el Renacimiento y restaurados bajo el patrocinio de papas como Sixto V, quien los utilizó para decorar las principales plazas de Roma. En 1586, uno de los más célebres arquitectos de la época, Domenico Fontana, fue encargado de trasladar el obelisco que Calígula había traído al Circo de Nerón hasta la plaza frente a la Basílica de San Pedro. La operación, que involucró a cientos de trabajadores, marcó la primera vez en la que un obelisco egipcio fue levantado desde la época clásica. Sobre el obelisco se colocó una cruz cristiana, lo que simbolizó la victoria del cristianismo sobre el paganismo, integrando el antiguo monumento en el nuevo orden religioso.

Hoy en día, Roma cuenta con trece obeliscos egipcios, más que ninguna otra ciudad del mundo. Estos monumentos, que alguna vez simbolizaron la supremacía de los faraones y la devoción al dios del sol, se convirtieron en parte del legado imperial romano y, más tarde, en emblemas del triunfo cristiano.

El despojo de obeliscos en Egipto

A pesar de que los obeliscos son uno de los logros arquitectónicos más emblemáticos del Antiguo Egipto, hoy en día quedan muy pocos en su lugar de origen. La mayor parte de estos monumentos ha sido trasladada a Europa y América, donde adornan plazas y monumentos de ciudades como Roma, París, Nueva York y Londres. Esta dispersión comenzó con las conquistas de Egipto por imperios extranjeros, continuó con la expansión imperial romana y se aceleró durante el siglo XIX, cuando los obeliscos fueron regalados como símbolos de poder y amistad entre naciones.

El despojo de los obeliscos de Egipto comenzó con el saqueo de la ciudad de Tebas por el rey asirio Asurbanipal en el siglo VII a. C., quien trasladó algunos de estos monumentos a su capital, Nínive. Sin embargo, el mayor despojo ocurrió durante la era romana. Tras la conquista de Egipto por César Augusto en el año 30 a. C., los obeliscos se convirtieron en símbolos de la victoria romana sobre Egipto y comenzaron a ser trasladados masivamente a Roma. Durante los siglos que siguieron, los emperadores romanos hicieron del transporte de obeliscos una tradición, llevándolos desde templos sagrados egipcios hasta circos y plazas romanas. Como resultado, Roma llegó a tener más obeliscos egipcios que la propia Egipto.

Con la caída del Imperio Romano y el paso de los siglos, la práctica de trasladar obeliscos se detuvo por un tiempo, hasta que en el siglo XIX se retomó, esta vez como parte de gestos diplomáticos. Durante esta época, las naciones europeas, en su afán por mostrar poder y grandeza, comenzaron a negociar con las autoridades egipcias para trasladar obeliscos a sus capitales. Uno de los casos más conocidos es el de las Agujas de Cleopatra, un par de obeliscos que originalmente se encontraban en Alejandría. Uno fue enviado a Londres y el otro a Nueva York, donde todavía se pueden ver hoy en día.

En 1830, el virrey otomano de Egipto, Muhammad Ali, donó uno de los obeliscos de Luxor a Francia, como un gesto diplomático hacia el rey Luis Felipe. Este obelisco fue erigido en la Place de la Concorde en París en 1836, donde se alza hasta el día de hoy como uno de los monumentos más icónicos de la capital francesa. Así, los obeliscos no solo se convirtieron en símbolos de poder militar y religioso, sino también en regalos diplomáticos que reforzaban las relaciones entre las naciones.

Este despojo de obeliscos de Egipto ha sido objeto de debate a lo largo de los años, ya que estos monumentos formaban parte integral del paisaje religioso y arquitectónico egipcio. Lugares como Heliópolis, donde una vez se alzaban numerosos obeliscos, han quedado prácticamente vacíos. De hecho, hoy en día, no se conserva ningún par de obeliscos en su emplazamiento original en Egipto. El último par, que estaba en el Templo de Luxor, fue desmantelado cuando Muhammad Ali donó uno de ellos a Francia.

En la actualidad, algunos de los obeliscos más importantes de Egipto, como los de los templos de Karnak y Luxor, permanecen en su lugar, pero la gran mayoría de estos monumentos históricos ahora se encuentran dispersos por el mundo, lejos de la tierra que los vio nacer.

El proceso de transporte y levantamiento de los obeliscos

Transportar un obelisco egipcio de varias toneladas era una proeza de ingeniería y logística. (Freepik)
Transportar un obelisco egipcio de varias toneladas era una proeza de ingeniería y logística. (Freepik)

Transportar un obelisco egipcio de varias toneladas era una proeza de ingeniería y logística que requería no solo mano de obra experta, sino también ingenio y herramientas avanzadas para la época. Desde su extracción en las canteras de Asuán hasta su levantamiento en las ciudades a donde eran transportados, el proceso de mover estos colosales monumentos fue un desafío monumental para los egipcios y, más tarde, para los romanos y los europeos.

El primer paso era la extracción del obelisco de un solo bloque de granito. La cantera más famosa se encontraba en Asuán, cerca de la primera catarata del Nilo, de donde se extraía el granito rojo más valorado en Egipto. Allí, los obreros cavaban zanjas alrededor del bloque de piedra seleccionado, utilizando martillos de dolerita—una roca extremadamente dura—para cortar la piedra. Este proceso, que requería gran precisión, podía durar meses o incluso años. En caso de que la roca presentara alguna grieta o imperfección, el obelisco quedaba inacabado, como ocurrió con el famoso obelisco inacabado de Asuán, que aún se puede ver hoy anclado en la roca.

Una vez tallado el obelisco, comenzaba el transporte, que generalmente se realizaba por el Nilo. Los egipcios utilizaban grandes barcazas diseñadas específicamente para cargar el obelisco, amarrándolo firmemente con cuerdas y estructuras de madera para que no se moviera durante el viaje. La corriente del río facilitaba el transporte desde Asuán hasta ciudades como Luxor o Heliópolis, donde eran erigidos frente a los templos.

Sin embargo, el verdadero desafío venía al momento de levantar el obelisco. Este proceso requería una precisión extrema y la utilización de sistemas de poleas, rampas y contrapesos. En la base del obelisco se cavaba un pozo, y mediante un elaborado sistema de cuerdas, poleas y mano de obra, se elevaba lentamente el monolito hasta colocarlo en su pedestal. Durante este proceso, cualquier movimiento en falso podía provocar una fractura en el obelisco, lo que lo hacía inutilizable.

Este mismo desafío lo enfrentaron más tarde los romanos cuando comenzaron a trasladar obeliscos a Roma. Uno de los ejemplos más notables fue el del obelisco de Calígula, que fue transportado a Roma en el 37 d. C. y erigido en el Circo de Nerón, en lo que más tarde sería el Vaticano. Este obelisco, a diferencia de otros, no tenía inscripciones egipcias, pero fue vinculado más tarde al martirio de San Pedro. Durante siglos permaneció en el mismo lugar hasta que en 1586, el papa Sixto V decidió trasladarlo a la Plaza de San Pedro como símbolo del triunfo del cristianismo sobre el paganismo.

El arquitecto encargado de esta operación fue Domenico Fontana, quien diseñó un complejo sistema de andamios, grúas y poleas para lograr la hazaña. Se utilizaron 900 hombres y 150 caballos para mover el obelisco, revestido con aros de hierro para evitar que se fracturara. El proceso duró varios meses, y el momento más peligroso fue el de volver a erigir el obelisco en su nueva ubicación, utilizando 40 poleas y una plataforma para asegurar su estabilidad. La operación fue tan impresionante que fue inmortalizada en grabados de la época, y marcó la primera vez desde la Antigüedad que un obelisco era movido y levantado con éxito.

Este tipo de traslado no fue único en Roma. Durante el Renacimiento, varios papas restauraron y trasladaron otros obeliscos que habían caído en el olvido tras la caída del Imperio Romano. Algunos de estos monumentos fueron erigidos en las plazas más importantes de la ciudad, como la Piazza del Popolo y la Piazza di San Giovanni in Laterano.

A lo largo de los siglos, tanto los antiguos egipcios como los romanos y los europeos demostraron su ingenio en el transporte y levantamiento de obeliscos, logrando que estos monumentos de piedra—que representaban el poder divino y político—perduraran en la historia.

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