La historia comienza con un testigo silencioso, oculto en la penumbra de su propia casa. Kazimierz Sakowicz, un periodista polaco obligado a abandonar su carrera y su ciudad, fue testigo diario de una matanza que parecía no terminar nunca. Desde una ventana diminuta, entre árboles espesos y trenes que cruzaban los bosques de Ponar, Sakowicz veía la muerte acercarse en camiones cargados de vidas que se desmoronaban.
El bosque de Ponar, a escasos kilómetros de Vilna, Lituania, se convirtió, entre 1941 y 1944, en un teatro de ejecuciones. Los nazis llevaron allí a más de 70.000 personas, la mayoría judíos. Los conducían al bosque, los fusilaban y luego los lanzaban a fosas comunes, sin nombre ni rastro. La tierra era removida una y otra vez, absorbiendo esa muerte sin voz.
Monstruos del nazismo. Los personajes más oscuros y siniestros
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Sakowicz, revela The Atlantic, lo observaba desde su ventana, con la claridad precisa de quien mira el mundo de frente, y lo anotaba todo. Escritas en polaco, sus notas capturaban el sonido de los disparos, el eco de los cuerpos cayendo en la tierra húmeda, los rostros que miraban sin ver. Como si supiera que cada palabra debía ser exacta, cada dato debía sobrevivir, cada instante debía ser testimonio.
A veces lo hacía en pedazos de papel, otras en los márgenes vacíos de un calendario. No hay certezas sobre por qué decidió hacerlo, y quizá nunca las haya: ¿la pulsión de un periodista que encuentra la historia más terrible de su vida justo frente a su puerta? ¿La necesidad de preservar un rastro de humanidad, de señalar la barbarie para que algún día alguien la entienda? ¿O solo el impulso irremediable de dejar constancia de un crimen que nadie quería ver? Lo que está claro es que Sakowicz sabía que su vida pendía de un hilo: cada palabra escrita era un riesgo, un posible fin para él y para su esposa, María. Por eso escondía los papeles en botellas de limonada, selladas y enterradas bajo la tierra de Ponar. Pequeñas cápsulas de verdad destinadas a brotar en algún momento, en algún futuro lejano.
Desde el 11 de julio de 1941, fecha de la primera entrada, Sakowicz fue construyendo un diario fragmentado, una especie de crónica seca y desapasionada del exterminio. “Hace buen tiempo, cálido, nubes blancas, viento, algunos disparos desde el bosque”. Así comenzaban las primeras líneas, con una ironía casi insoportable: el sol brillaba en Ponar mientras la muerte se disimulaba entre árboles y disparos. La claridad de Sakowicz, detalla el priodista Chris Heath, no era una claridad de quien observa con indiferencia, sino la mirada de quien sabe que debe ver hasta el último detalle, aunque duela.
Día tras día, a lo largo de dos años, el diario de Sakowicz se fue llenando de números, de hechos, de relatos precisos que no perdonaban ningún matiz: la ropa que se arrancaba a los condenados, los trenes cargados de cuerpos vivos que pronto serían cuerpos muertos, los hombres que mataban y los que morían. Todo narrado con la exactitud de una cronología impersonal, casi quirúrgica, dejando entrever que, para Sakowicz, cada palabra debía ser un cuchillo que abriera la verdad de un solo tajo. Su escritura mantenía una distancia inquietante, el relato de un hombre que veía cómo la muerte pasaba todos los días ante sus ojos y, aún así, seguía apuntando: “Hoy matan de nuevo”.
En cada línea, Sakowicz preservó la memoria de quienes murieron y la brutalidad de lo cotidiano: los árboles bajo el sol, el disparo frío, la sangre en la tierra. Testigo de un horror que transformó su mundo en silencio y disparos, el diario de Sakowicz se convirtió en uno de los documentos más inusuales de la Segunda Guerra Mundial, el relato de un genocidio visto por quien no fue verdugo ni víctima, simplemente un hombre que decidió, en secreto, recordar.
El descubrimiento
El destino del diario de Kazimierz Sakowicz fue incierto durante décadas. Escondido en botellas bajo la tierra de Ponar, envuelto en el miedo de ser descubierto, parecía destinado a perderse. Fue solo mucho después, en el silencio del archivo estatal de Lituania, que Rachel Margolis encontró los fragmentos de esas anotaciones. Margolis, una sobreviviente de los horrores de la guerra y cuyo propio pasado estaba marcado por la pérdida de sus padres y su hermano, quienes fueron de los últimos fusilados en Ponar, tropezó con esas páginas amarillentas, detalla The Atlantic. En ellas encontró algo más que palabras: encontró una prueba desnuda, un testimonio en bruto de la masacre que se llevó a cabo día a día, durante años, en aquel bosque cercano a Vilna. Durante años, trabajó en descifrar la letra de Sakowicz, en armar las piezas de ese diario roto. Finalmente, en 1999, logró publicar por primera vez esas palabras en una edición polaca bajo el título “Dziennik” (diario en polaco).
Margolis entendía que la fuerza de las palabras de Sakowicz radicaba en su frialdad, en esa distancia incómoda que no juzgaba ni se dejaba llevar por el horror. “Era indiferente, pero escribía sus muertes”, decía Margolis, sabiendo que esa aparente apatía dotaba de una aterradora credibilidad al diario. Sakowicz no defendía ni condenaba; simplemente, relataba con el ojo seco de quien está decidido a observar. Y con cada palabra, cada detalle que arrojaba sobre el papel, él iba construyendo una especie de lápida escrita, dejando piedras invisibles sobre la fosa colectiva de los asesinados en Ponar.
En las anotaciones de Sakowicz había algo más que la simple descripción de los asesinatos: había una observación incómoda sobre cómo la muerte había alterado las dinámicas de la vida cotidiana en Ponar. Allí, el genocidio era un motor económico, un sistema perverso que generaba su propio comercio. Los locales, testigos mudos de la llegada de los condenados y de sus ejecuciones, encontraron formas de beneficiarse de esa maquinaria de muerte. Sakowicz lo observó, lo anotó. Los zapatos de los muertos, su ropa, incluso sus objetos personales eran saqueados, vendidos, intercambiados.
Para los nazis, aquellos hombres, mujeres y niños judíos eran enemigos; para los lituanos, eran “300 pares de zapatos, pantalones y cosas por el estilo.” La economía del saqueo se convirtió en una rutina cotidiana, una forma de obtener un beneficio más de la desgracia ajena, y el diario de Sakowicz lo revela con la misma calma brutal que describe los asesinatos.
Cada detalle del diario de Sakowicz, cada descripción fría y precisa, prueba que el genocidio se llevó a cabo a la luz del día. Ponar es símbolo doble: un lugar de exterminio y un escenario donde el silencio, la indiferencia y el beneficio construyeron, ladrillo a ladrillo, un nuevo tipo de normalidad.