Aunque aún estamos ante un virus del que desconocemos muchas cosas, estos meses de pandemia y la exhaustiva investigación de los expertos nos han dejado algunas certezas. Una de ellas es que para detener el coronavirus es necesario cambiar radicalmente casi todo lo que hacemos: cómo trabajamos, cómo hacemos ejercicio, cómo socializamos, cómo compramos, cómo manejamos nuestra salud, cómo educamos a nuestros hijos y cómo cuidamos de los miembros de la familia.
Y aunque todos deseamos que las cosas vuelvan a la normalidad lo más rápidamente posible, es probable que las cosas no vuelvan a la normalidad en unas semanas, o incluso en algunos meses. Algunas cosas nunca lo harán.
A excepción de algunos países que prefirieron minimizar los riesgos del COVID-19, o ensayaron otros métodos ante la pandemia, lo cierto es que hoy se ha extendido la certeza de que todos los países necesitan “controlar la curva” de los contagios: la imposición del “aislamiento social”, como fue definida la limitación de la circulación para evitar los contactos, es central para detener los contagios y evitar el colapso de los sistemas de salud.
Esto significa que la pandemia debe durar, en un nivel bajo, hasta que o bien haya suficientes personas que hayan tenido Covid-19 para estar inmunes (suponiendo que la inmunidad dure años, lo cual no sabemos) o bien que se desarrolle una vacuna.
En un artículo publicado este viernes en Technology Review, se interrogan: ¿cuánto tiempo llevará eso, y cuán drásticas deben ser las restricciones sociales? Ayer el presidente Donald Trump, al anunciar nuevas directrices como el límite de 10 personas en las reuniones, dijo que “con varias semanas de acción enfocada, podemos dar la vuelta la página y lograrlo rápidamente”. En el caso de China, seis semanas de encierro empezaron a facilitar que los nuevos casos caigan en picada.
Con todo, es posible que no sea tan sencillo, explica el artículo. Mientras el virus esté en el mundo, los brotes podrían repetirse en tanto no existan controles estrictos para contenerlos. En un informe de los investigadores del Imperial College London citado en la nota, se propone la imposición de medidas de distanciamiento social más extremas cada vez que los ingresos en las unidades de cuidados intensivos aumenten y relajarlas cuando éstas disminuyan.
Ahora, la pregunta que se impone es: ¿Qué es lo que cuenta como ‘distanciamiento social’? Los investigadores lo definen como la acción en la que “todos los hogares reducen el contacto con el exterior, la escuela o el lugar de trabajo en un 75%”. Eso no significa que reduzcas tus salidas con amigos de cuatro a una vez por semana, sino que implica que si todos hacen lo posible para minimizar el contacto social, los contactos podrían caer en un 75%.
Bajo este modelo, los investigadores concluyen que el ‘distanciamiento social’ y los cierres de escuelas necesitarían estar en vigor unos dos tercios del tiempo -alrededor de dos meses adentro y un mes afuera- hasta que una vacuna esté disponible, lo cual tomaría, según se estima, al menos 18 meses.
¿¡Dieciocho meses!? Seguramente debe haber otras soluciones. Una opción válida ante esto podría ser: ¿por qué no construir más UCI y tratar a más gente a la vez, por ejemplo?
De acuerdo con el modelo de los investigadores, eso no resolvería el problema. Sin el distanciamiento social de toda la población, descubrieron que incluso la mejor estrategia de mitigación -que significa el aislamiento o la cuarentena de los enfermos, los ancianos y los que han estado expuestos, además del cierre de escuelas- seguiría dando lugar a una oleada de personas gravemente enfermas ocho veces mayor de lo que el sistema de los Estados Unidos o el Reino Unido puede soportar. Incluso si se disponen fábricas para producir camas, respiradores y todas las demás instalaciones y suministros, todavía se necesitarían muchas más enfermeras y médicos para cuidar de todos.
¿Serviría, por ejemplo, la imposición de restricciones por un periodo de cinco meses? Al parecer, tampoco. Una vez que se levanten las medidas, explican, la pandemia se desataría de nuevo, sólo que en invierno, la peor época para los sistemas de salud sobrecargados.
Es que, por más vueltas que se le den al asunto, esto no es una interrupción temporal. Es el comienzo de una forma de vida completamente diferente.
La vida en un estado de pandemia
A simple vista, parece muy claro que en el corto plazo esto perjudicará significativamente a los negocios que dependen de la reunión de las personas: restaurantes, cafés, bares, clubes nocturnos, gimnasios, hoteles, teatros, cines, galerías de arte, centros comerciales, ferias de artesanía, museos, músicos y otros artistas, lugares deportivos, lugares de conferencias (y productores de conferencias), compañías de cruceros, aerolíneas, transporte público, escuelas privadas, guarderías.
Naturalmente, muchos de esos espacios y actividades se verán obligados a adaptar sus negocios. Los gimnasios podrían empezar a vender equipamiento para el hogar y clases de entrenamiento online, por ejemplo. Veremos una explosión de nuevos servicios en lo que ya se ha llamado la “economía cerrada”. También podríamos tener ciertas esperanzas sobre la forma en la que algunos hábitos podrían cambiar: viajes sin emisiones de carbono, más cadenas de suministro local, más caminatas y más ciclismo.
Pero la interrupción de muchos negocios y medios de vida será imposible de manejar, y el estilo de vida encerrado no es sostenible por períodos demasiado largos.
Entonces, ¿cómo haremos para vivir en este nuevo mundo? Parte de la respuesta serán mejores sistemas de atención sanitaria, con unidades de respuesta a pandemias que puedan moverse rápidamente para identificar y contener los brotes antes de que empiecen a extenderse, y la capacidad de aumentar rápidamente la producción de equipos médicos, kits de pruebas y medicamentos. Eso será demasiado tarde para detener el Covid-19, pero ayudará en el futuro.
En el corto plazo, puede que los cines quiten la mitad de sus asientos, que las reuniones se celebren en salas más grandes con sillas separadas, y que los gimnasios pidan reservan previas de los entrenamientos para que las clases no se llenen de gente.
En última instancia, sin embargo, lo más probable es que restablezcamos la capacidad de socializar con seguridad, desarrollando formas más sofisticadas de identificar quiénes tienen riesgo de enfermedad y quiénes no.
Podemos ver a los precursores de esto en las medidas que algunos países ya están tomando hoy en día. Israel, por ejemplo, va a utilizar los datos de localización de teléfonos celulares con los que sus servicios de inteligencia rastrean a los terroristas para localizar a las personas que han estado en contacto con portadores conocidos del virus. O Singapur, que hace un rastreo exhaustivo de los contactos y publica datos detallados sobre cada caso conocido, identificando a las personas por su nombre.
No sabemos exactamente cómo será ese nuevo futuro, pero es posible imaginar que, para subir a un vuelo, tal vez haya que estar inscripto en un servicio que rastree sus movimientos a través del teléfono. Puede que la aerolínea no podría ver a dónde has ido, pero recibiría una alerta si estuvieras cerca de personas infectadas conocidas o de focos de enfermedades. Habría requisitos similares en la entrada de grandes lugares, edificios gubernamentales o centros de transporte público. Habría escáneres de temperatura en todas partes, y tu lugar de trabajo podría exigirte que uses un monitor que rastree tu temperatura u otros signos vitales.
Nos adaptaremos y aceptaremos esas medidas, como nos hemos adaptado a los controles de seguridad cada vez más estrictos en los aeropuertos tras los ataques terroristas. La vigilancia intrusiva se considerará un pequeño precio a pagar por la libertad básica de estar con otras personas. El mundo ha cambiado muchas veces, y está cambiando de nuevo. Habrá que adaptarse a una nueva forma de vivir, trabajar y forjar relaciones. Pero como en todo cambio, habrá algunos que pierdan más que la mayoría, y serán los que ya han perdido demasiado. Lo mejor que podemos esperar es que la profundidad de esta crisis obligue finalmente a los países a corregir las enormes desigualdades sociales, concluye el artículo.
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