A le entrada del museo, cada visitante recibe una bolsa como la de las aviones, por si en algún momento necesita vomitar. Un pizarrón en una pared lleva la cuenta de los días que pasaron desde la último persona que no pudo aguantar el asco y tuvo que evacuar su malestar estomacal por la boca. Un periodista belga tiene el récord de haber vomitado 10 veces durante su recorrido de sabores del mundo que ofrece la muestra que se va renovando cada semana.
Aunque a primera vista no lo parezca, el objetivo del Museo de la comida repugnante de Malmö, Suecia, no es escatológico. La exhibición de comidas típicas y curiosas de diferentes partes del mundo apunta a reflexionar sobre qué es lo que que nos repugna y si somos capaces de vencer esos prejuicios, que muchas veces vienen relacionados a otros.
La repugnancia es una emoción necesaria. Sin ella nuestros ancestros habrían comido comida podrida y muerto. “Pero más que ningún otro sentimiento, está culturalmente condicionado. Lo que a uno le disgusta depende en gran medida de lo que está acostumbrado y de lo que las personas a su alrededor consideran repelente”, explicó un periodista de The Economist tras visitar el museo.
Los japoneses, chinos y asiáticos en general, por ejemplo, tienen un fuerte rechazo por cualquier queso fuerte. Un turista chino probó el queso danés Gamle Oles Farfar y “estuvo varios minutos sin poder hablar”, recordó el director del museo, Andreas Ahrens.
Muchas veces, la repugnancia está causada más por la idea que nos produce un alimento que por su gusto. Ocurre con el balut, un snack de las Filipinas que consiste en un huevo de pato con un embrión a medio desarrollar en su interior. Los que logran vencer la horrible idea de estar zambulléndose en un feto, por lo general acuerdan que tiene un sabor agradable. Lo mismo puede decirse del san-nakji, una delicatessen coreana que consiste en pulpo vivo, cortado y servido mientras todavía se mueve con aceite se sésamo y salsa chili. Los occidentales no están acostumbrados a la comida que se mueve.
Otro tanto ocurre con las bebidas. Una aguardiente de arroz chino con foca, ciervo y pene de perro sabe simplemente a alcohol. O el Bavergall, un licor que contiene glándulas anales del castor. Pero Ahrens advierte que depende mucho el origen del castor. “Tiene que ser del norte de Europa, los castores americanos no son buenos para el licor”.
Todos los turistas reconocen al menos un plato de su región que para ellos es perfectamente habitual, pero que a otros les produce repugnancia. Y allí está la clave de todo el asunto y uno de los objetivos del museo. Cuando la gente reconoce que los gustos tienen mucho que ver con dónde uno fue criado, pueden también superar aquello que les desagrada y abrirse a nuevas experiencias. “Nuestro objetivo es abrir las cabezas”, explica Ahrens.
Las personas propensas al asco suelen oponerse a la inmigración. Una posible explicación, sugieren Lene Aarøe y Michael Bang Petersen de la Universidad de Aarhus y Kevin Arceneaux de la Universidad del Temple, es que debido a que el asco evolucionó como un mecanismo de defensa contra la enfermedad, incita a la gente a evitar los estímulos desconocidos y a las personas desconocidas. “Los que son propensos a experimentar repugnancia etiquetan inconscientemente a los inmigrantes como portadores de patógenos y experimentan fuertes motivaciones para evitarlos”, argumentan.
“Nuestra actual producción de carne es terriblemente insostenible desde el punto de vista medioambiental, y necesitamos urgentemente empezar a considerar alternativas”, dice el responsable del museo. “Si podemos cambiar nuestras nociones de qué alimentos son asquerosos o no podría ayudarnos potencialmente a hacer la transición a fuentes de proteína más sostenibles”.
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