El Día de Muertos es una tradición mexicana muy antigua, sin embargo durante el siglo XIX era diferente la forma de recordar a las personas que ya no se encuentran en el mundo terrenal, por ejemplo; en esa época era típico para algunas personas embriagarse con pulque y agua ardiente sobre las tumbas de los difuntos en los panteones que se encontraban afueras de las ciudad.
La Ciudad de México era el lugar predilecto los días 1 y 2 de noviembre para vender miles de alfeñiques, panes y cráneos de azúcar, principalmente en el portal de mercaderes y en los tianguis, a dichas golosinas se les conocía como ofrendas y tenían múltiples formas; desde granadas hasta mulitas y muchas más figuras.
Dichos dulces fueron una herencia española, ya que eran representaciones de las reliquias santas y mártires, mismas que llevaban a misa para que tuvieran la oportunidad de ser bendecidas, para que posteriormente trasportarlas a sus altares y pedir por la intercesión de los santos para los familiares difuntos ubicados en el Purgatorio.
Muchas personas devotas y fieles visitaban los templos católicos los primeros dos días del mes, puesto que en esas fechas eran exhibidas las reliquias de algunos santos y beatos, quienes recibían indulgencia plenaria, liberándolos de sus pecados de forma temporal, lo cual fue establecido desde el Concilio de Trento.
En los hogares mexicanos durante esos días se colocaban piras mortuorias para los difuntos, lo cual era muy parecido a los adornos que se ponen actualmente en esas fechas. Eran colocadas una gran cantidad de velas, crucifijos, estampas de santos y ofrendas de azúcar.
Durante esa época era común que los niños anduvieran deambulando por las calles pidiendo algún tipo de golosina o centavos, gritando la frase: “mi tumba, mi calavera, mi ofrenda”, lo cuál se considera como el comienzo de la tradición de que los más pequeños del hogar salgan a pedir dulces.
Sin embargo, para la iglesia ese tipo de tradiciones eran consideradas como funestas, ya que se trataba de una fecha importante en honor a las almas de las personas muertas, de las vidas ejemplares de los santos y de los mártires.
Las familias más adineradas salían a pasear por Zócalo capitalino, vestían sus mejores galas, se metían entre las multitudes y entre los puestos que hacían venta de golosinas, de tal forma que las mujeres eran víctimas de estrujamientos, pellizcos y manoseos, ya que a esas personas no les importaba la integridad de las damas, únicamente se trataba de presumir su abundante riqueza.
En ese entonces las borracheras que realizaban eran tan grandes que entre 1773 y 1777 en el camposanto del Hospital Real de Naturales se había prohibido el consumo de bebidas alcohólicas a partir de las 21:00 horas del día, como símbolo de castigo a la norma los asistentes dejaron de dar limosnas al capellán y al templo.
También en los siglos XVIII y XIX, en los panteones se establecían sacerdotes que rezaban un padre nuestro para los difuntos a cambio de un par de monedas, por tal motivo que era un día fructífero para los sacerdotes, puesto que las personas pagaban para encaminar las almas de los muertos.
Uno de los caricaturistas mexicanos más recodado, Gabriel Vargas, fue quien logró reflejar muchas de las tradiciones y costumbres mexicanas de la primera mitad del siglo en su famosa historieta de la Familia Burrón.
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