Pocas cosas marcan la vida tanto como la sorpresa. Esos eventos inesperados, para bien o para mal, que dejan su huella en la biografía de las personas; que nutren la viralidad de nuestros testimonios en redes sociales y pueden encumbrar o volver polvo, en segundos, la reputación de una empresa.
Por “sorpresa” debemos entender todo aquel evento que sucede sin que lo esperemos, o que ocurre de una forma diferente a la anticipada. En el mundo de la experiencia del cliente, la sorpresa puede deberse al empleado de aerolínea que va más allá del deber para ayudar al turista varado; al colaborador de una tienda que llama, días después, al cliente para cerciorarse de que se está contento con el producto adquirido; o a la empresa que les confiere a sus productos una garantía vitalicia y, décadas después de su compra, recibe sin queja un par de botas maltratadas y las cambia por unas nuevas.
Varios estudios psicológicos han encontrado que la sorpresa intensifica hasta cuatro veces la emoción, positiva o negativa, asociada al suceso, y deja en nuestras mentes y corazones, por lo tanto, una huella indeleble: un postulado de vida, una posibilidad antes inconcebida. Se finca la idea de que, por ejemplo, a esa empresa genuinamente le importan sus clientes, o que nuestra pareja es capaz de organizar una fiesta sorpresa... o que no somos inmunes a que se nos ponche un neumático a media carretera. Escenarios impensados que cambian nuestra percepción del mundo.
La sorpresa pone en entredicho nuestro control y la predictibilidad de la vida. Nos rompe el guion de lo cotidiano y, si el evento es negativo, nos recuerda nuestra vulnerabilidad.
Como el danzón, la psicología de la sorpresa tiene cuatro pasos: el congelamiento o pasmo de la persona que ha sido asombrada; el procesamiento de lo que acaba de suceder –cuando “nos cae el veinte” y la disonancia cognitiva es resuelta, a menudo con una carcajada–; el cambio de paradigma –el establecimiento de un nuevo postulado, para bien o mal, sobre la vida, esa empresa o la otra persona–; y la difusión o el deseo de compartir lo que nos acaba de ocurrir.
Al respecto de este último paso, sabemos que entre más grande es la sorpresa, más desearemos compartirla con los demás, ya sea como refrendo del gozo personal –”miren qué increíble lo que hizo esta empresa”– o validación de la desgracia –”miren qué mal”– y advertencia a los demás. De ahí surgen la viralización y recompensa de las acciones que dejan encantados a los clientes.
La sorpresa no requiere de grandes gestos o gastos. A veces un pequeño obsequio, una personalización del servicio o un recado a mano por un empleado son suficientes para arrancarle una sonrisa al cliente o al compañero de trabajo. También se ha encontrado que el gozo aumenta cuando el gesto no obedece a una lógica o razón en particular; cuando ocurre “así nada más” o “por el gusto”.
En una época de alergia a cualquier cosa que huela a propaganda, la comunicación o mercadotecnia más auténticas son aquellas que utilizan historias o testimonios reales. Sin embargo, lo son también las acciones de conexión humana, esas ocasiones en que la empresa estira la mano para conectar con su clientela y mostrar su aprecio –”¡Gracias por ser nuestr@ cliente!”–, hace gala de sus valores –”Estamos orgullosos de nuestros trabajadores: tu producto lo elaboró Juan y lo empacó Claudia para ti”–, o invita a participar en una actividad con sentido social –”Queremos hacer una diferencia en esta causa y todo donativo tuyo será igualado por nosotros”–.
Ojo: aquí hablamos de la sorpresa en el ámbito del servicio y la experiencia del cliente o empleado, pero es igual de válida en el aula de clases, en la amistad, en la vida de pareja y en la familia.
Por último, una sorpresa gozosa depende de que lo básico esté cubierto. Hay que resolver la necesidad o el pain point para luego ser capaz de ir más allá y deleitar. De nada sirve ponerle un moño a un mal producto o servicio. Y cuando se brinda ese extra, se le recomienda a la empresa explicitar el esfuerzo o bien enmarcarlo, señalando cómo ese gesto conecta con los valores de la firma. Ni modo: hay que ser didácticos con el cliente.
La maquinación de la sorpresa es una buena receta no sólo para tener contenta a la clientela, sino también motivados a los colaboradores. Hay ilusión y expectativa entre los empleados que se saborean anticipadamente el asombro que le provocarán al cliente.
En fin, una organización que cultiva la sorpresa se transforma en una comunidad más divertida, más creativa, más conocedora de su mercado y finalmente más exitosa.
*Decano Regional de la Escuela de Negocios del Tecnológico de Monterrey, Ciudad de México
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