El régimen cubano sospechaba en 2012 que el especialista Oswaldo Tamayo consideraba escaparse si volvía a participar en una misión en el extranjero, un colega lo había delatado, pero él lo negó todo ante un agente del régimen. Ante esa encrucijada no había mucha diferencia entre ser enviado bajo condiciones de “esclavitud moderna” a otro país o permanecer en la isla bajo la etiqueta de traidor a la revolución.
La dictadura había encontrado en las brigadas médicas un sistema para financiarse, así que lo envió hasta Argelia, país en el que se dificultaría una posible deserción, por la barrera del idioma y el entorno geográfico. Escapar de África se antojaba una misión complicada, además que la familia de Oswaldo quedaría bajo el seguimiento de las redes del Partido Comunista.
Por las vueltas del destino, tres años después, este médico internista se la jugó en un doble juego ante el sistema de agentes cubanos y logró subir a un avión y llegar hasta Quito, en Ecuador, y gracias a una ventana legal, casi fugaz, pudo homologar su título para poder ejercer la profesión.
En el camino perdió la posibilidad de revalidar los estudios de maestría, pero al fin consiguió regularizar su situación migratoria, de modo que el siguiente paso fue emprender el arduo proceso para sacar de las isla a su esposa y las dos niñas. A partir de ese momento decidió ser valiente, salir del anonimato y denunciar ante el mundo las condiciones de esclavitud que la dictadura cubana impone sobre los profesionales que forman parte de las brigadas médicas.
Para acabar con este sistema, al que organismos internacionales consideran una abierta trata de personas, algunos cubanos, como el médico Oswaldo Tamayo, especialista en medicina interna, se han visto en la necesidad de encontrar una vía de escape y contar su historia al mundo.
Decir no a los ideales revolucionarios es una condena adelantada
Con una hija de apenas cinco meses y otra más, de seis años de edad, para Tamayo fue casi imposible negarse cuando fue seleccionado por primera vez, en 2003, para ser integrante de una brigada de salud para brindar servicios en otro país.
El escenario que se abría ante él era más que incierto: desconocía a qué país sería enviado y tampoco existía la certeza de cuándo volvería a ver a sus familiares. Además, la dictadura se quedaría con al menos el 80% del salario obtenido por esa misión, esto a nombre de la Revolución. Del dinero restante, un porcentaje quedaría congelado hasta que el médico regresara a La Habana y él solo obtendría lo necesario para comprar los insumos en su misión.
En caso de rechazar la propuesta, sabía que el régimen lo consideraría de manera automática como un traidor a la patria y en represalia lo alejarían de su familia, aún estando dentro de la misma isla.
De modo que en 2003 no tuvo más remedio que aceptar y la primera orden que recibió fue acudir a La Habana, para recibir un curso de reafirmación de los valores revolucionarios.
Días después, ya en el Aeropuerto Internacional José Martí en La Habana, a escasos minutos de abordar el avión algunos de sus colegas fueron obligados a firmar un contrato del que ni siquiera tenían oportunidad de leer. En ese proceso vio a los agentes del régimen descubrir que algunos de los viajantes trataban de marcharse con su título médico escondido entre sus pertenencias. “Para ellos se acabó todo ahí mismo” contó esta semana en México el mismo Tamayo.
Al llegar a la capital de Haití, el jefe de la misión despojó de su pasaporte a cada uno de los integrantes del equipo médico. A partir de ese momento todos deberían permanecer en ese país durante dos años, sin documentos para acreditar su nacionalidad.
Resignado, se dejó llevar por un camino agreste a través de montes tropicales y luego de ocho horas de camino finalmente llegó a una comunidad rural de Santa Teresa, en Hinche.
Durante dos años vivió en una casa sin luz eléctrica, sin agua potable y recibiendo raquíticas parcialidades de su salario de vez en vez. El escaso dinero lo utilizaba para comprar víveres, solo lo básico. La solidaridad del cura le permitía acceder de vez en cuando a un poco de agua potable para beber.
El jefe de misión realizaba constantes visitas de supervisión y algunas vez debía acudir a reuniones del grupo, en las que debían reafirmar los valores de la Revolución Cubana.
En esos 24 meses, pasaba las noches tendido afuera de la precaria vivienda en un intento de aliviar el intenso calor tropical. Mientras transcurrían las horas se convencía de la necesidad de fortalecer su espíritu, de lo contrario se vería quebrado ante el estrés de no ver ni saber nada de sus hijas.
Oswaldo Tamayo recuerda con amargura la presión que ejercía el gobierno cubano pese al virtual abandono al que estaban condenados él y sus colegas. De esa dura experiencia en tierras desconocidas para todos ellos, dice con orgullo que el humanismo profesado corría a cargo del personal de la salud, en su compromiso por dar atención y cuidados a los haitianos, valiéndose del escaso instrumental y medicamento disponible.
Tras este duro sacrificio, en 2005 concluyó la encomienda y pudo volver a Cuba para reunirse con su esposa e hijas. Sin embargo, el poco porcentaje de sueldo que la dictadura le había otorgado por esos dos años de labores permanecieron congelados, hasta que Tamayo pudo comprobar su lealtad al gobierno de los hermanos Castro y presentarse a su nueva asignación laboral.
En 2013 fue seleccionado para embarcarse a un nuevo viaje, pero con la experiencia anterior, el doctor Tamayo contempló la posibilidad de escapar de alguna manera de esta “esclavitud moderna”, pero apenas mencionó algo sobre este deseo y el sistema de espionaje dentro de Cuba alertó a los agentes comunistas.
Tamayo sabía las consecuencias de ser considerado un traidor, así que no tuvo más remedio que tratar de comprobar su fidelidad a los valores revolucionarios y aguantó con resignación los dos años de servicio en Argelia. Esta vez se encontraba todavía más lejos de sus seres queridos.
A su vuelta, en 2015, la política del presidente de los Estados Unidos, Barack Obama permitió levantar algunas restricciones al régimen castrista, que a su vez respondió con algunas concesiones a sus ciudadanos.
Tamayo aprovechó esta situación para viajar con engaños desde su provincia hasta La Habana, donde acudió de manera furtiva a la embajada ecuatoriana para solicitar asilo.
Abandonar la isla significó un sacrificio para él, para su esposa (que perdió su título en enfermería) y para sus hijas, pues aunque alcanzaron una oportunidad de una vida más libre, debieron dejar atrás a otros miembros de la familia.
Ser miembro de una de estas brigadas significa ser una víctima silenciosa de un sistema contemporáneo de esclavitud, en el que la dictadura comercializa el trabajo de sus propios ciudadanos, a los que les quita el sueldo y en caso de la más mínima señal de protesta, a cualquiera que se inconforme o viole las reglas de la “misión” se le considera en automático un “desertor”, a quien se le aplica la Ley de los 8 años.
La Ley de los 8 años significa que la dictadura despoja de la residencia cubana al desertor, por lo que este no puede ingresar al país durante ese periodo. En muchos casos, la “justicia” condena al infractor a perder la patria potestad sobre sus hijos, de modo que además de quedar a la deriva en el extranjero como apátridas, pierden los derechos legales sobre sus propios descendientes.
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