Durante la segunda mitad del siglo XIX, México vivió un periodo convulso en el que se desarrolló una guerra intestina entre los mexicanos. Las formas de gobierno fueron puestas a discusión entre si debía instaurarse una República Federalista o Centralista y posteriormente se añadió la de instaurar un modelo monárquico que pudiera frenar las ideas liberales.
Fue así que, además del descontento de las partes conservadoras en el país, se confabuló para que se trajera a México un monarca francés para que tomara el cargo y las riendas del país.
Así llegó Maximiliano de Habsburgo en 1963 quien estaba destinado a mantener los intereses de los conservadores, remover todo rastro de las medidas legales implementadas por los liberales y las reformas impulsadas por el gobierno de Benito Juárez que causaron que en 1858 explotara la Guerra de Reforma o de Tres años, como también es conocida.
Sin embargo, no esperaban que el joven emperador austriaco, junto con la emperatriz Carlota de Bélgica, se inclinarían precisamente por el lado contrario al esperado, pues estos tenían más proyectos de la ideología liberal de los que pensaban.
Por ejemplo, en 1865 Maximiliano decretó la libertad de cultos en el territorio y básicamente dejó intacta la ley de Desamortización de los bienes eclesiásticos, una de las medidas tomadas por el gobierno de Juárez, de las más criticadas y detestadas por los conservadores y el sector de la iglesia.
Esto causó el descontento y la desaprobación del vaticano y del obispo de México, con quienes intentaron llegar a un acuerdo. Aunque estos esfuerzos al final resultaron infructuosos.
Por esto es que no sorprende que el joven emperador tratase de invitar al presidente Juárez a la nueva nación que se unía al imperio francés de Napoleón III. Mandó una carta en la que le pidió ser parte del gobierno imperial como Ministro de Justicia. Dicha carta fue mandada de forma confidencial mientras el emperador se encontraba en el navío Novara.
En ella aseguró que con la alianza, se traería la paz al país. Sin embargo, sabemos que esta alianza no sucedió. Juárez se negó categóricamente a formar parte del Segundo Imperio mexicano. En 1864 Juárez responde a la misiva de este modo:
“El filibusterismo francés ha puesto en peligro nuestra nacionalidad y yo, que por mis principios y mis juramentos he sido llamado a sostener la integridad de la nación, su soberanía e independencia, he tenido que multiplicar mis esfuerzos para responder al sagrado depósito que la nación, en ejercicio de sus facultades soberanas, me ha confiado”.
Continuó Juárez “admiro su generosidad, pero por otra parte me ha sorprendido grandemente encontrar en su carta la frase “llamado espontáneo”, pues ya había visto antes que cuando los traidores de mi país se presentaron por su cuenta en Miramar a ofrecer a usted la corona de México, con las adhesiones de nueve o 10 pueblos de la nación, usted vio en todo esto una ridícula farsa indigna de que un hombre honesto y honrado la tomara en cuenta”.
Tras ofrecer varios explicaciones a los puntos tratados en la misiva del emperador, Juárez concluyó: “existe una cosa que no puede alcanzar ni la falsedad ni la perfidia y que es la tremenda sentencia de la historia. Ella nos juzgará.”
Finalmente la guerra continuaría con grandes perdidas para ambos lados, hasta que las fuerzas del ejército francés y los integrantes de la Legión Extranjera se retiraron por ordenes del emperador Napoleón debido a las presiones de Estados Unidos y los crecientes conflictos internos en Europa.
Esto dejó desprotegido al Emperador en Querétaro quien finalmente sería fusilado en el cerro de las Campanas en 1867 tras un juicio militar junto a Miguel Miramón y Tomás Mejía, lo que daría fin al Imperio Mexicano.
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