El café es una de las bebidas más populares en el mundo. Es ingerida en las casas para despertarse o para cenar con un pan dulce; entre amigos o pretendientes; por trabajadores o estudiantes cansados cuyas ojeras son notorias, y por cualquier otra persona que solo lo compre para presumirlo en sus redes sociales.
Ya sea que lo tomes negro, con leche, azúcar o cualquier otro aditivo, se ha vuelto indispensable en la vida de los mexicanos. Además los recintos dedicados a servirla son visitados con asiduidad para pasar el rato con amigos o para llevar a cabo una lectura. Sin embargo, en tiempos anteriores estos lugares eran conocidos por todo, menos por su tranquilidad.
La primera cafetería que se estableció en la Ciudad de México se ubicó en la esquina de Tacuba y Empedradillo, de acuerdo con el escritor Salvador Novo, donde está actualmente el Monte de Piedad. Clementina Díaz y de Ovando menciona que se trataba del café Manrique y abrió en 1798, al cual llegó a asistir el cura Miguel Hidalgo y Costilla de acuerdo Alfonso Sierra Partida. Aunque de él ya no queda nada.
A las puertas del local se paraban los meseros a invitar a los que pasaban a entrar y disfrutar un café como en Francia: “esto es endulzado y con leche”.
Las razones por las que se tomó así era porque el café resultó demasiado fuerte e impopular para los europeos durante varios años hasta que comenzó a mezclarse con azúcar. Ya en México tardó todavía varios siglos para que este se consumiera. Con la llegada de los españoles, según se cuenta, un esclavo traído de Hernán Cortés plantó unos pocos granos de café que llevaba en su harapiento saco en Coyoacán.
Lo cierto es que el cultivo del café en el territorio se inició a finales de los 1700. Antes de que adquiriera popularidad las bebidas más consumidas dentro del territorio eran el atole y el chocolate. El chocolate para los ricos y atole para los pobres, pero de origen nacional con raíces prehispánicas, aunque el chocolate comenzó a consumirse con leche. Pero llegó el café a disputarle el primer lugar.
En fin, gracias a la popularidad del establecimiento de Manrique, a este le siguieron la apertura de otros cafés en las calles aledañas como el café Del Cazador que se ubicó en la calle de Madero no. 73, del cual solo queda una placa o el de Medina.
Los cafés así como en la tradición parisina, se volvieron puntos de reunión para los intelectuales y demás aspirantes, un lugar de discusión y socialización para todo tipo de personas: escritores, pensadores, políticos, transeúntes cualquiera y hasta borrachos. En ellos se desarrollaban desde discusiones literarias hasta acaloradas discusiones acerca de la situación del país, del mundo y la política.
También se leía las gacetas o los diarios que se colocaban para los distintos comensales en voz alta para anunciar las noticias, a lo cual algún otro chistosillo por ahí respondía con insultos o verdaderas críticas. Se dice que también se gestaron distintas conspiraciones en contra de los gobiernos en turno.
Para 1810 alrededor de la plaza de la Constitución, de acuerdo con el cronista Luis González Obregón, había puestos de café en varias de las esquinas. Después de la Segunda Intervención Francesa con la Restauración de la República, abrió el Café de la Concordia en la esquina de Isabel la Católica y Madero que marcó una nueva socialización y modelo en los cafés de la época apuntando más hacia el ambiente familiar.
Para inicios del Porfiriato y la inauguración de Paseo de la Reforma que había iniciado desde el imperio de Maximiliano, se volvió el corredor ideal de las élites del país, por lo que otros cafés abrieron sus puertas para la crema y nata de la sociedad porfiriana.
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