La Ciudad de México, en específico el Centro Histórico, es uno de los territorios más emblemáticos del país, pues sus alrededores han presenciado momentos trascendentales que datan desde los tiempos del México prehispánico hasta el día de hoy. Sus calles se encuentran llenas de mitos y leyendas, hoy es el turno de hablar de “la calle de la Quemada”.
La calle de la Quemada se ubica en lo que hoy es la trascurrida calle Jesús María, la cual atraviesa Corregidora, Venustiano Carranza, República de Uruguay, entre otras. La leyenda que se esconde en ese sitio surgió en la época colonial, en tiempos de la Nueva España.
Se cuenta que durante el siglo XVI existió una hermosa joven europea que a cualquiera impactaba por su belleza. Se trataba de Beatriz, quien había llegado al lugar desde el municipio español de Villa de Illescas. Arribó a tierras mexicanas porque su padre, Gonzalo Espinosa de Guevara, llegó a la Ciudad para ser encomendero.
En aquello tiempos, se acostumbraba traer a gente española de confianza y de mucho dinero para asignarles a grupos de indígenas. Los encomenderos debían enseñarles la religión católica y asegurarse de que éstos trabajaran las tierras de las zonas aledañas.
Cabe destacar, que Gonzalo Espinosa era propietario de algunas minas y diversos negocios, por lo que estaba acostumbrado a trasladarse constantemente y dejar a su hija sola. Se cuenta, que mientras Beatriz salía a pasearse para hacer los mandados, todo el que se cruzaba con ella quedaba prensado de sus grandes ojos, sus “finas facciones” y su hermosa cabellera.
No obstante, la leyenda relata que la joven, a pesar de pertenecer a una clase acomodada y tener una vida llena de privilegios, disfrutaba ayudar a los más necesitados y siempre acudía a brindar apoyo a la gente que se acercaba a ella. Incluso, destacó en sus labores benéficos curando a enfermos de la peste y dando apoyo económico para medicinas a quienes no tenían dinero suficiente.
Por sus encantos internos y externos, los hombres la llamaban “mujer de figura angelical”. Por lo anterior, estaba acostumbrada a que más de uno quisiera pretenderla e invitarla a salir, aunque durante mucho tiempo, nadie logró flechar su corazón.
De pronto, en su camino se cruzó el joven italiano Martín de Scúpoli, quien en aquél entonces tenía -al igual que su padre- una posición destacada, ya que era marqués de Piamonte. En cuanto la mujer lo conoció quedó fascinada y decidió darle una oportunidad.
Poco a poco su relación se fue haciendo más intensa debido a que Martín le mandaba en diferentes momentos del día cartas de amor, en donde le dedicaba una infinidad de versos románticos. Beatriz acostumbraba guardar sus notas en un cofre, como si fueran joyas muy costosas.
Sin embargo, como toda historia de amor juvenil y prematura, los problemas comenzaron a llegar. Uno de los motivos por los que la joven comenzó a alertarse fue que el marqués, al ver que era observada por todas las personas cuando salían a caminar, empezó a celarla.
La intensidad de sus actos fue incrementando hasta que llegó el momento en el que no dejaba que ningún otro hombre que no fueran él o don Gonzalo, se le acercara. De hecho, se cuenta que con el tiempo no sólo ahuyentaba a los varones de su amada, sino que también mataba con su filosa espada a todo aquel que fuera considerado competencia.
Como era de esperarse, Beatriz empezó a asustarse por sus conductas extremistas y violentas. En numerosas ocasiones intentó hablar con él, pero sus intentos eran inútiles, pues el hombre ya había perdido la cabeza por sus encantos femeninos.
Ante esto, la joven española, que no toleraba ver sufrir a otros, decidió poner un alto a la situación que no la dejaba dormir. Fue a su casa y al entrar se dirigió a la cocina, allí tomó un brasero, le puso carbón y cuando éste estaba prendido, sumergió su rostro en el recipiente humeante.
El objetivo de esta descabellada acción fue acabar con su hermosa cara que tantos problemas había traído a su vida. A pesar de que sus sirvientas la rescataron cuando se percataron de lo que estaba haciendo, ya era muy tarde y su rostro ya tenía daños severos.
Cuando Scúpoli llegó a verla, se enterneció por lo que había hecho, ya que estuvo dispuesta a renunciar a su belleza con tal de que no murieran más inocentes. Por ese motivo, el italiano quedó aún más enamorado de ella y le pidió matrimonio.
Al poco tiempo se casaron en el templo La Profesa, una iglesia que se ubica en la a esquina de las calles Madero e Isabel la Católica, en el Centro Histórico. A raíz de su accidente, Beatriz siempre acostumbró llevar un velo negro que le cubría todo el rostro.
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