Las tradiciones, las costumbres y en general los aspectos culturales que servían para identificar a las naciones como únicas y diversas se han visto trastocadas con la globalización. El comercio internacional, el turismo, las redes sociales digitales y el avance tecnológico ha permitido la comunicación entre los individuos de diferentes naciones y rincones del mundo.
El intercambio cultural ha llevado inevitablemente a distintos países a adaptar sus tradiciones y con cada nueva generación de individuos venida al mundo, también cambian los gustos y las preferencias. Y a cada intrusión o popularidad de algún aspecto internacional es visto, dependiendo el caso, como un beneficio o una afrenta a la cultura del país.
Así pasó con el criticado Desfile de Día de Muertos que se celebra desde 2016 influido por el que se hizo para una película de James Bond, y también le sucedió al hombre gordo, barbado, vestido de rojo: Santa Claus.
A mediados del siglo XX la injerencia del american way of life (estilo de vida americano) comenzó a permear en las clases medias de la época, símbolo de modernización del país. Las Batallas en el Desierto, novela corta de José Emilio Pacheco de tinte autobiográfico, es una muestra de esto: las palabras en inglés tomaron cierta popularidad como sandwich, dejando de lado el estilo francés que tanto había influido en la élite mexicana del porfiriato.
Con esas preferencias llegó Santa Claus de mano de una de las refresqueras más famosas, que adoptó como su imagen al viejo bonachón en 1931 con el famoso diseño del artista Haddon Sundblom y de este modo, tan clásico de la marca, configurarse como un elemento clave en la festividad y la convivencia familiar.
Fue tal la presencia del personaje en México que se temía pudiera perderse la tradición de elaborar pesebres, pastorelas, posadas y ponche tan características de la Navidad mexicana (traída por los españoles) y se reemplazara por la puesta del árbol de Navidad y la entrega de juguetes por Santa Claus y ya no los Reyes Magos.
Dos décadas antes ya había surgido una discusión de quién o qué debía representar la Navidad en la nación mexicana. Durante el periodo de Pascual Ortiz Rubio se buscó, por ejemplo, instaurar a Quetzalcóatl como la nueva figura repartidora de juguetes en el país. Se celebró la entrega con la construcción de un templo a semejanza de los antiguos templos de la destrozada civilización azteca.
Este intento, para mal o para bien, no tuvo la popularidad necesaria y se siguió con los Reyes Magos. Pero Santa Claus seguiría adquiriendo popularidad gracias a la publicidad proveniente del vecino norteamericano y a las películas durante los años 60.
No solo era el miedo a perder la “identidad” nacional, también las creencias que con él venía: el protestantismo y el consumo (la segunda más acertada que la primera). Era una invasión que propiciaba al abandono de la religión cristiana y una desviación en lo que representaba la navidad que basaba su existencia en el nacimiento de Jesús. ¿Cómo podía ser de otro modo?
De este modo “Santa Claus personificó al otro, al ajeno y al extranjero, mientras los Reyes Magos evocaron lo nacional, entendido como un conjunto de rituales basados en las posadas, el ponche, las piñatas y la liturgia católica que acompañaba los festejos navideños en México”, señala Susana Sosenski en su artículo Santa Claus contra los Reyes Magos: influencias trasnacionales en el consumo infantil en México (1950-1960). “Santa Claus era un vehículo para publicitar empresas, tiendas y marcas, era una suerte de (…) intermediario para socializar a los niños en la cultura del consumo”.
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