En los últimos años se ha hablado del resurgimiento de la popularidad del pulque. Que de ser la bebida de los dioses consumida por los indígenas, al consumo popular durante las comidas en la época novohispana, a los campesinos y clases bajas del siglo XX, hasta los citadinos hípsters que visitan las cantinas y pulquerías de moda en la zona centro de la capital. Algo es seguro, el pulque no ha muerto ni está por desaparecer.
Al menos no con facilidad pues desde antes de su consumo en décadas recientes, pasó por un capitulo peligroso en el que era asociado con la bajeza a pesar de sus cualidades nutritivas.
La tradición de beber pulque continuó a pesar de la conquista. Su uso, sin embargo, se democratizó, por así decirlo, puesto que su consumo estaba restringido a ciertas personas y en situaciones especificas, como lo eran los rituales. Su importancia, además, tuvo que ver por los usos que tenía como laxante y un suplemento alimenticio por su alto contenido en vitaminas, proteínas y carbohidratos. De hecho Manuel Payno en su novela Los Bandidos de Río Frío menciona la presencia de esta bebida en el día a día de los mexicanos del siglo XIX en sus comidas.
Sin embargo, durante las postrimerías del siglo XIX e inicios del XX, era combatida la adicción al alcohol específicamente con el pulque, presentándola como uno de los primeros problemas sociales al interrumpir una ética de trabajo y buen comportamiento moral en México que lastraba el avance hacia el progreso y la modernidad de la nación a la que aspiraba el gobierno de Porfirio Díaz.
Ya anteriormente desde el siglo XVIII se había tratado de prohibir y mantener un control más fuerte en la producción y consumo de alcohol en la nación mexicana durante el virreinato por considerar las pulquerías como centros de desorden y crimen; sin embargo había un problema que los detuvo, una pequeña cuestión, una simple razón bastante práctica: el dinero. Los impuestos de las bebidas alcohólicas traían grandes ingresos a las arcas reales y no podían darse el lujo de cerrar esa fuente de ingresos.
Las políticas al respecto del consumo del alcohol llegaron hasta un periodo de mayor estabilidad con el Porfiriato. Entre sus principales objetivos estaba la sanidad dentro de la ciudad, por eso se implementaron esfuerzos en procurar la salud en México. Se optó por distribuir las pulquerías a las zonas aledañas a la capital para librarse de los problemas que estas daban y darle mayor “belleza” a la capital. Se argumentaba que el pulque embrutecía a sus consumidores y que incluso había arrebatado la hermosura de la raza indígena.
Se opinaba que las clases bajas y los indígenas eran proclives desde que nacían al alcoholismo y de hecho se le asociaba mucho a las enfermedades mentales. Durante ese siglo se le echaba la culpa al consumidor y no a la industria ni sus distribuidores. De hecho miembros del grupo de los científicos al ver la cantidad de dinero que corría en la industria pulquera, cambiaron el discurso de que el pulque era dañino y se aprovecharían para impulsar su propia industria y serían conocidos como la Aristocracia Pulquera.
A esta campaña se sumó el periódico El Imparcial que publicó columnas en una sección llamada Tragedias de pulquerías en 1901 en los que se hablaban con sensacionalismo distintos altercados en las pulquerías: muertes, peleas, asesinatos, todo acto violento que pudiera ocurrir dentro de sus puertas.
Por si fuera poco, la producción y venta del pulque fue disminuyendo por la comercialización de cerveza a nivel industrial, facilitada por la ayuda de los ferrocarriles que se extendían por la república. Al tener este la apoyo la industria cervecera, fue sencillo ir desplazando al pulque de su trono, pero también contribuyó uno de los mitos que perduran hasta nuestros días. Se dice que el pulque, para que su fermentación sea más rápida, se utilizaba la famosa “muñeca”, nada más y nada menos que un pequeño costalito de tela lleno de excrementos de vaca o humana que se introducía en el pulque.
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