Cuando Tenochtitlan cayó, la empresa nueva era disponer de los grandes tesoros de la tierra nueva. A pesar de ser un hombre ambicioso Hernán Cortés era fiel a la corona y quería que el tesoro de Moctezuma II fuera directo a las manos del monarca Carlos V. Bernal Díaz del Castillo menciona que el conquistador mandó Alonso de Ávila con el oro y el asiento de Moctezuma: “e iba con los dos navíos camino de España, no muy lejos de aquella isla topa con ellos Juan Florín, francés corsario, y toma el oro y navíos, y prende al Alonso de Ávila y llevóle preso a Francia”.
México, al ser conquistado por las huestes españolas, fue una mina de oro (o de plata para ser más precisos) que se guardó con secrecía. Los españoles alardeaban de la nueva victoria, pero guardaban detalles de cómo llegar y de lo que en sus tierras se hallaba.
La curiosidad llamó a los marinos a zarpar y descubrir, pero arriesgarse a perderse en la inmensidad del mar por una tierra inhóspita en la que hasta se creía que había caníbales y todo tipo de amenazas, pues... no valía tanto la pena. Pero hubo navegantes que estaban dispuestos a viajar hacia lo desconocido, al fin y al cabo, el peligro era algo constante en su forma de vida. Es así que los piratas llegaron a la Nueva España.
Buscaron dar con embarcaciones españolas. Sin embargo, solo obtuvieron tesoros menores como azúcar, cueros y otros alimentos. Así que aplicaron otra estrategia: el ataque a las poblaciones del nuevo continente; al fin y al cabo, amedrentar al gobierno contrincante no resultaba dañino. Aunque no lograron obtener mucho.
No fue hasta que comenzaron a hablar del oro y las perlas que se encontraban en el otro mundo para elevar anclas y salir despedidos para aquella desconocida tierra. Y así atacaron por primera vez en 1521, con el inicio de las guerras franco-españolas entre Carlos I y Francisco I. Unos corsarios franceses atacaron una flotilla de tres carabelas, secuestrando dos.
Así es, el robo descrito al inicio por Bernal Díaz del Castillo. Esta intrépida hazaña estuvo a cargo de Jean Fleury o Joan Florín (o Juan Florín), de acuerdo con Manuel Lucena Salmoral: el primer pirata americano. Aunque este era francés. Y más parecido a un corsario.
Para esto hay que aclarar algo. Existían dos tipos de bandidos: los piratas y los corsarios. Como explica Peter Lehr en Piratas: “estos dos depredadores marítimos utilizan las mismas tácticas y llevan a cabo operaciones muy similares; la diferencia estriba en que los piratas actúan por cuenta propia, mientras que los corsarios (…) actúan bajo una autoridad legítima” o autorización legal.
En este caso Florín era un caso interesante: el rey le pagaba, sí, pero para que no atacara a los navíos franceses. Este robaba, aunque no necesitaba autorización y debía pagar, pero no lo hacía.
Instalado en el Atlántico en cerca de las islas de Azores y las Canarias, se encontró con tres naves. Florín atacó y capturó dos. Grande debió ser su sorpresa al ver tanto lujo: “58,000 barras de oro, y el tesoro de Moctecuhzoma, que Cortés enviaba al Emperador, junto con unos huesos de gigantes y muchos papeles del Cabildo” de acuerdo con Lucena Salmoral.
Auspiciado y alentado por su monarca a quien decidió darle un poco en esta ocasión, volvió a sus andadas. Sin embargo, no le saldría la jugada: en 1527 fueron detenidas varias embarcaciones francesas y arrestadas 150 personas. Entre ellas se encontraba Juan Florín. Fue sentenciado a muerte y ahorcado en el pueblo de Colmenar de Arenas, cerca de Toledo.
Del Castillo escribió que “los enviaron presos a la corte a Su Majestad; y desque lo supo mandó que en el camino hiciesen justicia dellos, y en el puerto del Pico les ahorcaron; y en esto paró nuestro oro y capitanes que lo llevaron, y el Juan Florín que lo robó”.
La piratería continuaría con el gran saqueo de plata que vino hasta el siglo XVI. El gran flujo pirata termina cuando España implementa su sistema de flotas y se apodera de la Florida dejando seguro el canal de Bahamas, muy aprovechado por los bandidos marinos.
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