María del Rosario Espinoza no podía adivinar su destino. Aquel 23 de agosto de 2008, cuando hizo que todo un país estallara de júbilo en pleno amanecer, la taekwondoín mexicana comenzó a escribir el libro de oro más brillante en la historia reciente del olimpismo mexicano. Desde el otro lado del Atlántico resonaban campanas de victoria: México se llevaba su segunda medalla de oro en Pekín 2008. Sería apenas la primera de tres preseas para Espinoza, un adelanto de lo que estaba por llegar. Pero el sueño se había comenzado a construir mucho antes y a miles de kilómetros de distancia.
Desde los cinco años, María empezó a participar en deportes de contacto, motivada por su padre. En La Brecha, Sinaloa, una localidad de 2 mil habitantes, comenzó a edificarse una carrera de colección. Enfrentada a los prejuicios por ser mujer y por su condición económica, María encontró en su familia las fuerzas para sortear las adversidades. Paso a paso, con el tesón que luego le caracterizaría durante su trayectoria en la élite deportiva, subió escalones en las competencias regionales e internacionales a las que acudía.
En 2004, mientras veía los Juegos Olímpicos de Atenas por televisión, su hoja de ruta quedó trazada. A partir de ese momento, nada la detendría en el anhelo de participar en la máxima justa y emular a Iridia Salazar, su referente. Para 2007, apenas tres años más tarde, María del Rosario ganó la medalla de oro en el Campeonato Mundial de China. En aquella competencia, antesala de lo que sería Pekín, Espinoza superó a la surcoreana Lee In-Jong, en la categoría de menos 72 kilogramos. La medalla dorada en los Juegos Panamericanos de Río, dos meses después, reforzó su estatus de competidora de primer nivel. El augurio era inevitable rumbo a los Juegos Olímpicos.
La gloria olímpica
En China, María hizo valer las esperanzas que había generado. El sábado más especial para el olimpismo mexicano comenzó muy temprano. En las calles se podía respirar el nerviosismo colectivo. El poder unificador de los Juegos Olímpicos había hecho su trabajo. Con un país volcado en su apoyo, María del Rosario derrotó por 3-1 a la noruega Nina Solheim, para colgarse la medalla de oro y hacer que el himno nacional resonara en Pekín.
Ya no había vuelta atrás. Su nombre estaba en la historia a partir de ese momento. Pero la eternidad olímpica no sació su hambre de triunfo. Ratificó su superioridad regional en el Panamericano de la especialidad en 2010 y en los Juegos Centroamericanos del mismo año. En Londres 2012 fue la abanderada de la delegación mexicana. No pudo repetir la gesta de cuatro años atrás, pero se llevó la medalla de bronce, al derrotar a la cubana Glenhis Hernández. Este logro la convirtió en la primera taekwondoín mexicana en obtener dos preseas olímpicas.
Para Río 2016, ya convertida en una referente total del olimpismo mexicano, María del Rosario se instaló de nuevo en una final. La china Zhuyin Zheng le negó la victoria, pero la medalla de plata fue aplaudida masivamente. No podía ser de otro modo: México asistía a la consagración absoluta de una atleta de época. Sus tres medallas olímpicas la llevaron a un sitio de honor en el deporte mexicano. Igualó al equitador Humberto Mariles y se quedó a una medalla de alcanzar al clavadista Joaquín Capilla, todavía máximo ganador mexicano en Juegos Olímpicos.
En el deporte, como en la vida, nada dura para siempre. En Pekín 2008, una adolescente de 15 años vio a María tocar el cielo. Trece años después, esa chica venció a la mejor atleta mexicana de la historia. Briseida Acosta, también sinaloense, le quitó a María del Rosario la oportunidad de asistir a sus últimos juegos, al derrotarla en el selectivo. La odisea olímpica de María ha llegado a su fin, pero la estafeta quedó en las mejores manos. María del Rosario Espinoza legó su destino de gloria a alguien que vio en tiempo real su ascenso al olimpo.
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