Violencia. Terror. Celdas. Un palacio que de palacio no tiene nada. El famoso Palacio de Lecumberri se transformó en la sede del Archivo General de la Nación el 26 de mayo de 1977 por un decreto del entonces presidente José López Portillo: después de más de seis décadas de servir como centro penitenciario.
El lugar tristemente emblemático en la Ciudad de México que se transformó. De una prisión que albergó a algunos de los criminales más famosos y celebridades a preservar la memoria histórica de la república.
Sus celdas de castigo no tenían baño. Eran frías y oscuras. Los prisioneros que demostraban una mala conducta eran encerrados en ellas; aquellos que “necesitaban” una disciplina drástica o quienes no le agradaban a los guardias.
La construcción del Palacio de Lecumberri ocurrió durante el gobierno de Porfirio Díaz y fue posible gracias a la reforma realizada en 1871 al Código Penal. Ésta planteaba la edificación de una cárcel moderna y grande. Una que fuera compatible con la imagen de México que el presidente quería enseñar al resto del mundo. Arquitectura imponente y economía fuerte.
Los ingenieros Antonio Torres Torija Torija, Antonio M. Anza, y Miguel Quintana fueron los encargados de elaborar y desarrollar el proyecto. Ellos adaptaron las ideas del arquitecto Lorenzo de la Hidalga y también de los planes originales del londinense y filósofo utilitarista Jeremy Bentham.
Panóptico es el tipo de arquitectura: los pabellones de las celdas están construidos alrededor de una torre central de vigilancia de 35 metros de altura.
La construcción inició el 9 de mayo del año 1885 en un terreno que había pertenecido a un español con el apellido Lecumberri. Oficialmente comenzó a operar como cárcel el 29 de septiembre de 1900.
El título Palacio Negro no viene de los horrores cometidos dentro de sus paredes: data desde antes de su inauguración, cuando una inundación de aguas residuales provocaron que la fachada del edificio se oscureciera.
Los presos podían ser vigilados todo el tiempo. La distribución del edificio, que tenía una forma de estrella con siete brazos, provocaba que los reos tuvieran el sentimiento de estar siempre bajo la mira de policías y guardias. La falta de privacidad aumentaba la presión psicológica hacia ellos.
Al principio las celdas estaban equipadas con un baño y una cama, pero con el tiempo los prisioneros fueron catalogados y asignados en distintas galerías según los crímenes que perpetraron.
Por ejemplo, las personas homosexuales eran enviadas al corredor J. Presuntamente de ahí nació el término “jotos”.
El control y el orden de los cautivos en Lecumberri duró poco. Porque aunque a lo largo de sus primeros años cumplió sus funciones, la sobrepoblación dificultó su distribución. La prisión estaba planeada para albergar a un total de 996 personas: entre hombres, mujeres, y hasta menores de edad.
Sin embargo, para el año 1971 llegó a tener aproximadamente 3,800 internos. Las celdas ya no eran individuales y el caos reinó.
Los alimentos no solamente disminuyeron su calidad sino que también escasearon, pero no era lo único. Más presos provocó que las condiciones de higiene y sanidad cayeran, las instalaciones ya no tenían un mantenimiento apropiado, y las condiciones humanas para las necesidades más básicas dejaron de existir.
Desde los espacios reducidos y sin luz de las celdas de castigo, donde los detenidos tenían que sufrir el no tener un baño ni ventilación.
El infierno de Lecumberri creció durante el movimiento estudiantil de 1968 en México, cuando varios de sus integrantes, especialmente entonces estudiantes de la UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México) y el IPN (Instituto Politécnico Nacional), fueron trasladados por militares hasta sus instalaciones, donde los encerraron, torturaron, y después asesinaron.
El Palacio no solamente “hospedó” a criminales o estudiantes. Algunos de sus internos fueron personajes célebres en la historia del país. Desde William Burroughs, Gregorio Cárdenas o El Estrangulador de Tacuba, José Agustín, David Alfaro Siqueiros, y Pancho Villa, hasta José Revueltas, Álvaro Mutis, Ramón Mercader (el asesino de León Trotsky), y Alberto Aguilera Valadez, mejor conocido como Juan Gabriel.
Dentro de sus paredes es donde Revueltas escribió su novela El Apando y donde Siqueiros pintó un mural que todavía se conserva. Además, cuando aún operaba como cárcel, fungió como locación para la grabación de películas. Una de ellas, probablemente la más famosa, es la protagonizada por Pedro Infante en 1949, Nosotros los Pobres.
Dos de sus fugas más famosas: cuando Dwight Worker, narcotraficante estadounidense, escapó en 1975 disfrazado de mujer. La otra, cuando Alberto El Cubano Sicilia Falcon, narcotraficante nacido en Matanzas, escapó con sus secuaces por un túnel que daba a la avenida Héroe de Nacozari.
En la década de los setenta, las condiciones en el Palacio de Lecumberri eran absurdas e inadmisibles. La gota que derramó el vaso fue la huida de El Cubano: detonó que el entonces presidente Luis Echeverría ordenara el desalojo del penal y su cierre definitivo.
La decisión para que una cárcel se convirtiera en el Archivo General de la Nación no fue fácil. Antes se tenían que realizar las modificaciones necesarias para que un lugar negligente y casi abandonado albergara los documentos con el valor histórico más importante de México.
El arquitecto Jorge L. Medellín fue el encargado de su transformación. Las remodelaciones tardaron cinco años, y los trabajos desenterraron descubrimientos macabros. Restos humanos fueron hallados en distintas áreas de la antes prisión.
Varios criticaron la decisión de trasladar miles de archivos históricos al Palacio. Señalaban y cuestionaban los riesgos que corrían los documentos debido a los desniveles del edificio y su cercanía al Gran Canal del Desagüe.
La humedad del lugar, y la posible aparición de hongos, también podría ser un peligro para los papeles guardados.
No obstante, el Palacio de Lecumberri se convirtió en un lugar indispensable para la investigación de la historia en el país. Existen alrededor de 17 millones de documentos invaluables que suman 53 kilómetros de archivos repartidos entre las siete galerías del lugar.
Y aunque vigilantes y trabajadores todavía reportan escuchar perturbadores sonidos de gritos, ruidos, y lamentos por las noches, ahí se encuentra el Acta de Independencia del Imperio Mexicano, la Constitución Política de 1917, los Sentimientos de la Nación de José María Morelos y Pavón, el Plan de San Luis y de Ayala, manuscritos de Sor Juana Inés de la Cruz, más de seis millones de fotografías, mapas indígenas y coloniales, y hasta una la figura de una muñeca que fue utilizada en un juicio por brujería.
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