Durante el 2020 fueron asesinados 18 activistas y defensores del medio ambiente, según el Centro Mexicano de Derecho Ambiental (CEMDA). El total de agresiones, por otro lado, fue de 90. Sin embargo, la cifra de personas asesinadas en su labor de defender la tierra no es la única dimensión de esta tragedia. Según el Índice Global de Impunidad Ambiental (IGI-Ambiental) 2020, las injusticias ambientales son muchas, y ningún estado de la República Mexicana se salva.
El asesinato de activistas y defensores del medio ambiente, muchas y muchos de los cuáles pertenecen a comunidades indígenas, representa mucho más allá de un delito. Estas heridas “impactan directamente en la vida de las comunidades y pueblos indígenas que quieren proteger sus ecosistemas, contener el saqueo de recursos naturales o evitar proyectos de desarrollo económico que involucren daño ambiental”, escriben las y los autores del IGI-Ambiental.
Junto a la marca del duelo en las comunidades de donde son arrebatados las y los activistas, víctimas del crimen organizado y megaproyectos puestos en marcha sin consultar a los pueblos, permanece la impunidad como un rasgo común entre este tipo de delitos. Tal es el caso, por ejemplo, del asesinato de Samir Flores, defensor de la tierra y el agua en Morelos, cuya muerte cumplió 2 años de impunidad el pasado 20 de febrero.
La primera edición del Índice Global de Impunidad Ambiental, desarrollado por la Universidad de las Américas Puebla, echa luz sobre todas las dimensiones de la impunidad ambiental. En las cifras que recoge se da a entender cómo el dolor del crimen sin resolver se extiende más allá de las pérdidas humanas. Además de lidiar con el vacío que permanece tras la muerte, se enfrentan a la herida creciente del despojo en sus territorios y costumbres.
Para que exista la impunidad ambiental, debe de haber un delito ambiental y una incapacidad institucional para impartir justicia ambiental. Para poder medir el fenómeno, las y los académicos de la Universidad de las Américas Puebla, tuvieron que diseñar una definición lo suficientemente amplia de injusticia ambiental, que comprenda cómo un daño al medio ambiente es también un daño a las comunidades que lo habitan.
Por lo tanto, la injusticia ambiental comprende desde el perjuicio a los ecosistemas, las amenazas y violencia hacia activistas, las violaciones al derecho humano de un medio ambiente sano, las actividades de organizaciones criminales y, en algunos casos, sus vínculos con empresas transnacionales, la explotación de recursos por parte de grandes compañías (nacionales o privadas) y la corrupción.
Teniendo en cuenta todo lo anterior, el IGI-Ambiental toma en cuenta cuatro dimensiones para analizar la impunidad en torno a las injusticias ambientales en los 32 estados de la República Mexicana: Capacidad Institucional (para detectar y dar solución a los daños y delitos ambientales), Crimen Ambiental, Degradación Ambiental, y la dimensión Intergeneracional (para dar cuenta de las estrategias a largo plazo implementadas por el gobierno).
El puntaje máximo que puede tener una entidad es de 4, el cual implicaría el nivel de impunidad más bajo que puede llegar a registrar este indicador. Solamente 10 estados tuvieron una calificación mayor a dos (impunidad media-baja), mientras que 15 tienen un nivel medio de impunidad, 6 son de impunidad alta y uno más tiene niveles muy altos de impunidad.
El estado peor calificado fue Colima, con 1.59, es el único con un nivel “muy alto”. Los estados con niveles altos son Tabasco, Michoacán, Zacatecas, Tlaxcala, Yucatán y Sinaloa, ordenados de manera ascendente según su nivel de impunidad.
El promedio nacional, según el IGI-Ambiental 2020, es de 1.93, que se traduce en un nivel medio de impunidad. Sin embargo, las y los autores del indicador aclaran que esto no es un asunto para felicitarse, ya que, en realidad, ninguna entidad tiene una buena calificación en cuanto a sus niveles de impunidad. Es decir, el hecho de que la mayoría de los estados tengan una calificación de “media” no es celebrable.
Dentro de dicho grupo destacan estados como Nuevo León que encabeza, por otro lado, el listado en materia de Crimen Ambiental, junto a Tamaulipas, Veracruz, Tlaxcala y Jalisco. De estos 5, que cuentan con las peores calificaciones en lo que tiene que ver con los delitos ambientales, sólo Tlaxcala tiene niveles altos de impunidad, Jalisco en medio-bajo y los otros 3 tienen un nivel medio.
Las y los autores del IGI-Ambiental aclaran que los indicadores por Crimen Ambiental deben de ser interpretados con prudencia, debido a las dificultades que atravesaron las y los académicos para recabar información confiable de dichos delitos. Les preocupa en especial que no haya manera de dimensionar apropiadamente el problema por los altos niveles de cifra negra en lo que se refiere a delitos ambientales.
Finalmente, las entidades con una mejor posición dentro del IGI-Ambiental son Durango, Morelos, Ciudad de México, Baja California, Querétaro, Chihuahua, Aguascalientes, Guanajuato, Coahuila y Jalisco.
Muestra de que ningún estado, según aclaran las y los académicos que desarrollaron el IGI-Ambiental, tiene buenos niveles en cuanto a impunidad ambiental, es que en los últimos 4 años, según el Observatorio de Conflictos Socioambientales desarrollado por la Universidad Iberoamericana, todos los estados pertenecientes al anterior grupo tienen presencia de conflictos ambientales.
Destacan, en las entidades con mejor calificación, la lucha en contra de las termoeléctricas de Morelos; las luchas en la Ciudad de México en contra la destrucción de los humedales de Xochimilco que favorece obras públicas para automovilistas; las luchas por el agua en Chihuahua; el conflicto minero en Durango; el extractivismo hídrico de las empresas cerveceras en Baja California; la contaminación del agua por residuos sólidos en Querétaro; el megaproyecto inmobiliario City Center en Guanajuato; el extractivismo minero y el basurero tóxico Cepeda en Coahuila; y el monocultivo del aguacate, termoeléctricas, acueductos y la construcción de carreteras en Jalisco.
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