El azote de la violencia que desde hace más de 10 años se vive en México, a raíz de la supuesta estrategia para eliminar el narcotráfico, ha desencadenado varias crisis que, por sí mismas, adolecen al país y le representan urgencias a resolver.
Y es que de esa violencia se originan los más de 34 mil muertos, por cada uno de los últimos dos años, se han registrado en el territorio mexicano. De igual manera los 7 mil desaparecidos, reportados solo el pasado 2020. Asimismo hay una emergencia nacional más: los miles de cuerpos desaparecidos y sin identificar que tiene el gobierno en su poder.
A esta problemática hace referencia el diario estadounidense Los Angeles Times con un reportaje titulado “¿Dónde están los desaparecidos de México? Muchos han estado en tumbas del gobierno todo el tiempo”. En dicha investigación hacen hincapié en dos cuestiones que resultan ser las de mayor gravedad en el asunto: la complicación para identificar toda la cantidad de muertos que resultan encontrados por las autoridades –la mayoría, señalan, por impacto de bala– y la ya agotada capacidad del gobierno para albergar más restos.
Todo esto lo retrata dicho medio con el caso de Guadalupe Aragón Sosa, cuyo hijo de 44 años fue asesinado en el centro de la ciudad fronteriza de Tijuana. Ella al no saber de él fue a buscarlo. Le dio a la policía una muestra de su ADN pero le respondieron que no coincidía con ninguno de los cuerpos no identificados que mantenían en su base de datos.
“Recorrió campos y vertederos de basura en las afueras de la ciudad donde se sabía que los matones locales enterraban a sus víctimas, sondeando el suelo con una varilla de metal en busca de un olor a carne en descomposición. Desenterró una docena de cadáveres, pero no su hijo”, relata el texto, “pasó casi un año antes de que finalmente se enterara de su destino a fines de 2018: había estado en una tumba del gobierno todo el tiempo”.
Entonces el artículo subraya que en los últimos 15 años se han contado unos 80 mil mexicanos como desaparecidos que nunca han sido encontrados, de los cuales, se cree que una gran parte está custodiado por el gobierno entre los miles de cadáveres que cada año llegan a las morgues y, por no ser indentificados, terminan en fosas comunes.
“Una investigación reciente del equipo de noticias Quinto Elemento Lab reveló a través de solicitudes de registros públicos que hay cerca de 39,000 cuerpos no identificados que datan de 2006 bajo custodia del gobierno. Más de 28,000 de ellos habían sido incinerados o enterrados en cementerios públicos. Otros 2,589 se han donado a escuelas de medicina. La mayoría de los demás se encontraban todavía en las morgues o no pudieron ser localizados”, explicaron las autoras del reportaje.
Y aunque en la actual administración, a finales de 2019 se anunció una estrategia de reunir un equipo de expertos nacionales e internacionales a fin de identificar todos los cuerpos e incluso fragmentos de huesos, el proceso ya de por sí complejo, se vio prácticamente estancado con la llegada del COVID-19.
“Pocos cementerios, casi ninguno, tienen un buen registro de la ubicación y cantidad de personas enterradas allí”, dijo a Los Angeles Times Roxana Enríquez Farías, fundadora del Equipo Mexicano de Antropología Forense, una organización sin fines de lucro que ha ayudado con planes de exhumación a nivel estatal.
Y luego la labor se dificulta aún más tomando en cuenta que en muchas ocasiones los registros de desaparecidos solo están integrados por nombres y edades, sin muestras de ADN de la familia u otras pistas que puedan ayudar a relacionarlos con los restos. Ejemplo de ello, señalan, lo ocurrido en Tamaulipas en 2018, cuando fueron exhumados 265 cuerpos y varias cajas de huesos de un cementerio público; solo se logró identificar a unas 30 personas.
“Encontrar el cuerpo de un familiar desaparecido a menudo se reduce a una combinación de suerte y perseverancia”, refiere el texto.
El problema lo ubican, primeramente, en que los médicos forenses no se dan abasto para hacer todo el protocolo requerido con cada cuerpo que les llega (refrigerarse hasta la autopsia, hacer inventario de marcas, almacenar muestras de ADN). Incluso se enfrentan al problema de ni siquiera tener donde almacenar los cuerpos.
Por otro lado, está la corrupción de muchos ayuntamientos locales, indican, que para eliminar evidencias y encubrir delitos muchas veces entierran en las fosas comunes a los muertos sin hacerles pruebas de ADN, o registrarlos siquiera.
Y aunque desde el sexenio pasado se aprobó la Ley General de Desapariciones Forzadas, que ordenó la creación de comisiones de búsqueda federales y estatales y una serie de bases de datos que ayudarían a cotejar restos humanos no identificados y personas registradas como desaparecidas, el gobierno actual reconoce que la labor será bastante lenta.
Por último señalan el desenlace de la historia de Guadalupe Aragón, quien después de semanas de limpiar los campos para encontrar a su su hijo, fue a presionar al gobierno federal. Le hicieron caso y días después los investigadores le informaron que había una posible compatibilidad genética. Luego le mostraron fotografías que habían sido tomadas del cuerpo de su hijo en la escena del crimen. Explicaron que había muerto por golpes en la cabeza y el pecho y que lo habían enterrado poco después de la autopsia.
“Enterró a Carlos junto a su padre, sabiendo que tal vez nunca sepa con certeza quién lo mató o por qué. Unos meses después, regresó a los campos que rodean Tijuana. También quería ayudar a otras familias a encontrar a sus hijos”, finaliza el artículo.
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