Uno de los enfoques más controvertidos de la responsabilidad social empresarial es la ética de negocios. Aún a inicios de este milenio se seguía considerando - y peor tantito, aceptando - que la ética y los negocios eran términos mutuamente excluyentes.
La ética es comprendida popularmente como una conducta de orden moral y el lucro, como el producto del abuso y del ejercicio del poder sobre los más débiles. Finalmente, se trata de un duelo de paradigmas que conviene revisar.
Empecemos por examinar si la ética es un deber, una virtud, un acto de justicia o una decisión de involucrarse.
Si se trata de un deber, en el caso de la empresa, tendremos que definir si la fuente de ese deber es interna - la fidelidad a principios y valores propios - o externa, es decir, una exigencia emanada de reglas y normas sociales.
En este panorama observamos una asimetría, puesto que los principios y valores son formas de pensar que corresponden a las personas, y en el caso de la empresa, se encarnan en sus fundadores y directivos en primera instancia - es decir, tienen nombre y apellido; mientras que las reglas y normas son convenciones de un colectivo llamado sociedad donde se diluye la voluntad personal. Así, se vuelve cómodo señalar a la empresa por no cumplir con nuestras expectativas morales mientras que como grupo humano nos desmarcamos de la responsabilidad individual.
Por ejemplo, como consumidores celebramos una compra a un precio excesivamente barato y después nos escandalizamos por prácticas abusivas comerciales que arrasan con el medio ambiente o explotan a comunidades vulnerables.
Si tratamos a la ética como una virtud, caemos en la exaltación de las buenas costumbres de negocio y con ello aceptamos que esto sea una excepción y no la regla en la economía de mercado. Aplaudimos los mínimos y con ello bajamos la vara.
Igualar a la ética con la justicia resulta un arma de doble filo, ya que esta última al ser entendida como dar a cada quien lo que merece precisamente ha derivado en un sistema económico donde los beneficios se reparten según la escasez de recursos. Al existir poco capital y mucha mano de obra, resulta que el primero recibe un premio mayor y la segunda se convierte en un instrumento regateable.
Quizás la acepción de la ética que mejor nos funcione dentro de la empresa, es la decisión de involucrarse, desde una autoconciencia de la organización como miembro de la sociedad a la que pertenece y de ahí su responsabilidad de asumir un rol participativo en la creación de valor para su entorno. Pero para que esta decisión sea efectiva y no una opción, se necesita de un equilibrio de poder entre los distintos miembros de la comunidad. Y la fuerza que realmente produce este equilibrio, es que la decisión de involucrarse sea mutua, por una validación genuina de la dignidad del otro, ya sea persona, empresa o medio ambiente. Es decir, estableciendo una relación de interdependencia.
En este punto entonces, deberemos eliminar el paradigma del lucro - que tiene una connotación de sacar ventaja de algo - y suplirlo por la creación de valor para la sociedad en conjunto.
Y justo aquí es donde reconciliamos la ética y los negocios, en el logro de bienes socialmente deseables por medios socialmente aceptables. El bienestar, el mejoramiento de la calidad de vida material, emocional y espiritual de la comunidad y el disfrute regenerador del medio ambiente son bienes definitivamente deseados por la sociedad. Lograrlos respetando la dignidad humana de todos y conservando el entorno, son medios socialmente aceptables.
Dejar la responsabilidad social de la empresa al libre arbitrio de la misma, asumiendo una moral rectamente formada de sus actores o bien, imponer reglas fácilmente quebrantables con actos de corrupción, son la receta perfecta para el fracaso de la economía de mercado. La responsabilidad es mutua. Así como no puede haber una empresa exitosa en una sociedad fracasada, tampoco puede haber una empresa responsable en una comunidad indiferente y corrupta.
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