Hacia 1940 había en México una pequeña comunidad de inmigrantes y ciudadanos de origen de japonés que la pasaron muy mal los años de la Segunda Guerra Mundial en este país.
Sus penurias comenzaron luego del ataque japonés a la isla de Pearl Harbor y la declaración de guerra de Estados Unidos, en diciembre de 1941.
A partir de ese momento, el entonces presidente Manuel Ávila Camacho rompió relaciones con Japón, suspendió vínculos comerciales y ordenó una serie de restricciones a la pequeña comunidad nipona en México, que rondaba los 6.000 habitantes.
Escandalosamente, en realidad, ordenó que todos, dispersos en distintos estados del país, debían concentrarse en las ciudades de México, Guadalajara, Cuernavaca y Puebla.
También hubo a quienes sometió a espionaje o encarceló por considerar que representaban un peligro para el país.
Sobre su suerte pesaba un enrarecido clima antifascista –igual que anticomunista–, que empeoró cuando submarinos alemanes hundieron el buque petrolero Potrero del Llano, en el Golfo de México, en mayo de 1942.
México entonces declaró la guerra a los países del Eje que formaban Alemania, Italia y Japón, y mandó a combate al Escuadrón 201 de la Fuerza Aérea.
Los reflectores de la historia, por su puesto, dirigieron su luz hacia las escenas heroicas de México en el combate y en la penumbra quedó el “vergonzoso” trato de México hacia los japoneses, algunos de ellos ya nacidos en México o nacionalizados (se calcula que eran 1.500 los mexicanos de ascendencia nipona).
De este capítulo de la historia mexicana dan cuenta las amplias investigaciones académicos y libros publicados de la doctora María Elena Ota Mishima, el académico Francis Peddie y el doctor Sergio Hernández Galindo.
La presión de Estados Unidos
Hasta el inicio de la guerra, las relaciones entre México y Japón habían sido cordiales aunque superficiales, de acuerdo con Peddie. Era una relación joven que se remontaba apenas cuatro décadas.
Su migración en alguna etapa incluso fue alentada por el gobierno mexicano, de acuerdo con la obra Siete migraciones japonesas en México, 1890-1978, de Ota Mishima, investigadora de El Colegio de México, quien falleció en el año 2000.
Ella identificó que a partir de 1890 comenzó la inmigración japonesa a México, que se asentó principalmente en Chiapas. Al correr de los años, entre 1900 y 1940 llegaron trabajadores japoneses “por requerimiento”, conocidos como “yobiyose” (o trabajadores llamados, en japonés).
Hasta entonces los japoneses habían encontrado un clima de aceptación en México, a diferencia de lo que ocurrió con los chinos, quienes padecieron un trato xenófobo, fueron expulsados y hasta masacrados en una ciudad de Coahuila.
Los japoneses, en cambio, se habían asentado en México con tranquilidad y discreción en Chiapas y estados del norte como Baja California.
Hasta 1941 que la guerra despertó la desconfianza hacia ellos, más azuzada por la propaganda y la presión de Estados Unidos, que imponía el ritmo diplomático en la región.
Los desplazados
Al estallar las bombas en Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, el gobierno mexicano no esperó mucho para ordenar las medidas restrictivas contra los japoneses en México.
Al día siguiente, el presidente Ávila Camacho suspendió las relaciones con Japón, la policía comenzó a vigilar a su legación en la ciudad de México, confiscó sus credenciales y restringió sus movimientos.
A finales de ese mes, el entonces secretario de Gobernación, Miguel Alemán, anunció el “estricto control de la población extranjera residente en el país”, y una serie de medidas como la congelación de los depósitos bancarios (sólo podían sacar 500 pesos al mes para su superviviencia), la clausura de centros de reunión en la Ciudad de México y la cancelación de las cartas de naturalización anteriores a 1939 para todos los migrantes de los países del Eje.
El gobierno ordenó también el traslado de los japoneses a las ciudades de México, Guadalajara, Cuernavaca y Puebla, aunque también hubo “campos de concentración” –como los llama Peddie– en Celaya y Querétaro.
Los japoneses tuvieron un plazo de 8 días para dejar sus hogares en distintos puntos del país. Entre ellos Baja California, Sonora, Veracruz, Sinaloa, Coahuila y Tamaulipas.
Sin importar su edad o sexo, o si ya eran ciudadanos mexicanos, la decisión que tomó el gobierno del presidente Manuel Ávila Camacho se debió a la exigencia del gobierno estadounidense de vigilar estrechamente a toda la comunidad (japonesa) ante una supuesta invasión que planeaba el ejército de ese país, explica Hernández Galido, investigador del INAH y autor del libro La Guerra contra los japoneses en México (2011).
Pearl Harbor había despertado una psicosis en la prensa mexicana, que presumía un posible ataque japonés a territorio mexicano.
Los estadounidenses hicieron segunda y su gobierno previno a las autoridades mexicanas de la operación de espías japoneses y acciones de sabotaje de agentes japoneses residentes en el país. Incluso elaboró una lista negra de japoneses que debían vigilar las autoridades mexicanas.
Como consecuencia, hubo expulsiones, detenciones sin cargos y la obligación de registrarse en las oficinas migratorias para todos los ciudadanos de los países del Eje.
En sólo tres semanas de diciembre de 1941, la vida de los japoneses en México había dado un vuelco: estaban vigilados, con apenas dinero para sobrevivir y obligados a dejar sus hogares.
La reparación pendiente
Los relatos de aquel éxodo ruborizan a la historia de México. Los japoneses viajaron durante días o largas horas, tuvieron que pagar “mordidas” a los oficiales migratorios para que aceptaran sus papeles de residencia y no tenían comida ni ropa suficiente para aguantar el invierno.
Un bebé y dos ancianos murieron en sus trayectos, de acuerdo con Peddie. Y al llegar a sus destinos no tenían trabajo, dinero ni alimentos. “Habían sido despojados de la vida que habían conocido”, dice el investigador de la Universidad de Nagoya.
Frente a la emergencia, y antes de que el gobierno mexicano expulsara a todos los diplomáticos, la legación japonesa en la Ciudad de México organizó un Comité de Ayuda Mutua con miembros destacados de la colonia y el permiso de la Secretaría de Gobernación.
Al frente de este grupo, que se convirtió en el más importante asidero de los nipones en México, quedaron tres empresarios: Sanshiro Matsumoto, fundador de la cadena Flor Matsumoto; Heiji Kato, gerente general de la casa comercial El Nuevo Japón, y Kisou Tsuru, quien había fundado la compañía petrolera La Veracruzana y luego de la expopición de 1938 se diversificó en materias primas para la industria.
Ellos se quedaron a cargo de los fondos de la legación para ayudar a su comunidad y cubrir los costos de la defensa legal de quienes eran aprehesados. También rentaron un edificio en la colonia Santa María la Ribera para recibir a los desplazados.
Las penurias de los japoneses en México, sin embargo, estaban lejos de las condiciones que enfrentaron en campos de concentración que sí hubo, por ejemplo, en Perú, según las investigaciones.
Pero la comparación no sirve de mucho para justificar el trato que el gobierno mexicano impuso a los japoneses y por el cual nunca se disculpó ni hubo reparación del daño al concluir la guerra en 1945.
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